› Por Juan Forn
Dicen que ya hace un año que murió Barry Hannah. Yo no me lo creo. Anoche lo vi aullando en mis sueños: estaba en las gradas de Wimbledon, con una camisa hawaiana abierta hasta el ombligo, disparando al aire el pistolón de su bisabuelo, que fue coronel del ejército confederado. Celebraba el agónico triunfo de Andy Murray, el triunfo del buen tenis. Los ingleses a su alrededor sabían que era un sueño, pero ellos también son de celebrar todo triunfo del buen tenis, así que lo dejaban hacer y lo miraban sonriendo, como si aquel pistolón ensordecedor no hiciera ruido.
Barry Hannah venía de los pagos de Faulkner, del corazón del Deep South norteamericano, ese lugar al que miran siempre los escritores yankies cuando necesitan recordar que toda prosa puede (y debe) tener poesía, pero que lo lírico no tiene por qué ser sinónimo de blandura y amaneramiento, sino más bien de electricidad y furia y alegría de vivir. Barry Hannah escribía tal como corcovea un cable de alto voltaje en la tormenta. Tenía una entonación bíblica y un lenguaje voluptuoso y profano. Una misoginia mortífera y estallidos epifánicos de devoción por lo femenino –y por lo fallido del género humano en general–. Barry Hannah era un poeta y un bufón y un de-sesperado, un tipo que agarró el género cuento y lo dio vuelta como un guante en cada uno de los libros que publicó desde 1972, aunque algunos de esos libros fuesen novelas, porque Barry Hannah entendía la novela como cuento: su rango de máximo esplendor, la zona donde brillaba, iba desde las tres hasta las cien páginas (aunque alguna vez se haya extendido más lejos).
Barry Hannah nació en Clinton, Mississippi, en 1942. Dejó un reguero de botellas vacías, flechas incendiarias y ecos de disparos en medio de la noche, autos y motos y lanchas malvendidas o destrozadas y una leyenda sobre su exhibicionista manejo de la raqueta de tenis y del saxo tenor por todo el mapa universitario estadounidense, como estudiante primero y como docente después. Imaginen este itinerario: de Mississippi a Vermont y vuelta a Alabama, pasando por Iowa, Montana, California, Texas y Nueva York. En California trabajó casi un año en un guión con Altman (un gran guión para una de esas grandes películas corales de Altman, que nunca se filmó y terminó convertido por Hannah en un cuento de sesenta páginas que parece una película coral de tres horas). En Nueva York su compañero de andanzas metafísicas era William Burroughs (Hannah contó aquellas dantescas jornadas en el más largo de todos sus cuentos, la nouvelle The Tennis Handsome, donde además de drogas y abismos habla de tenis, de sexo, de amor, de Vietnam y de las cargas suicidas de la caballería sureña, todos sus temas favoritos).
Veinte años anduvo Barry Hannah rodando en llamas por Estados Unidos hasta que desembocó nuevamente en Mississippi, donde algunos lo recibieron como al hijo pródigo y otros como a un demonio devuelto al remitente desde donde había sido expelido. Para entonces llevaba publicados nueve libros (Geronimo Rex, Nightwatchmen, Airships, Captain Maximus, Ray, The Tennis Handsome, Hey Jack!, Boomerang y Never Die). En Mississippi dejó el alcohol y siguió escribiendo (Bats Out Of Hell, High Lonesome, Yonder Stands Your Orphan, Sick Soldier At Your Door). En sus últimos quince años de vida logró incluso convertirse en buena persona sin dejar de escribir como escribía (un milagro doblemente infrecuente: que un hijo de puta se vuelva buena gente y que conserve intacta su beatífica perfidia narrativa). Se sobrepuso a la muerte de un hijo, a un cáncer, a una feroz quimioterapia y al tedio que produce la vida a los alcohólicos recuperados; y así se fue convirtiendo sin proponérselo en uno de esos venerables veteranos del pánico que al Sur norteamericano tanto le gusta idolatrar: aquellos que sobreviven milagrosamente al susurro en sus oídos de todos sus demonios, sin olvidar en ese camino el incendiario idioma de sus pesadillas. Es cierto que los sureños son idólatras profesionales, pero es igual de cierto que la verdadera literatura exige el politeísmo para existir cabalmente.
Por culpa de esos desgraciados azares de la vida editorial, sólo uno de los libros de Barry Hannah está traducido al castellano (Como almas que lleva el diablo). No era, quizás, el más adecuado para darlo a conocer en nuestro idioma: debieron suprimir once de los veintitrés relatos de la edición original, por intraducibles. Porque ése es el maldito dilema con Barry Hannah: por dónde empezar a traducirlo, dónde se pierde menos su expresividad, más que cuál es su mejor libro. Pero no era de eso que quería hablar. Lo que quería decir es que, en mis noches de fiebre, a veces recibo la visita de Barry Hannah. Y llevo esta semana un par de días en cama después de años sin enfermarme, así que no me sorprendió haberlo visto anoche en las gradas de Wimbledon. Cuando se quedó sin balas en su vieja pistola, vi que le ofrecía un trago de su botella de Jack Daniels a la viejita sentada a su lado, mientras le decía, no sé si refiriéndose a Andy Murray o hablando del viejo John McEnroe, o recordando quizás al hombre que fue él mismo mientras estuvo vivo: “Aplaudo su valor pero maldigo sus modales”. La viejita en el sueño era yo. El plan era ver el partido de Del Potro, pero la lluvia nos había derivado a todos al court central, la única cancha con techo en Wimbledon, así que ahí estábamos en dulce montón mientras la fiebre teñía el cielo de Wimbledon de fucsia, y ya nadie miraba el césped ni el cielo sino hacia las gradas, donde Barry había empezado a hablarnos como un predicador o como un condenado a muerte o como un hombre solo en una terminal de ómnibus desierta o como el viento que sopla por las noches en las plantaciones de ganja en Jamaica. Barry Hannah hablaba de una mujer, o de todas. Barry Hannah decía, y nosotros escuchábamos: “Le gustaba husmear la belleza y la gracia, pero sin tocar, como los fantasmas. Se aferraba a la sanidad con insana desesperación. Yo venía de malgastar la mitad de mi vida inoculando poesía en mujeres no aptas para la poesía. Yo, que nunca amé salvo demasiado. Yo, que golpeé contra las paredes del tiempo y del espacio las horas suficientes, así que no tengo que mentir. Pero había algo en ella que hablaba de exactamente las cosas: de exactamente las cosas. Daba esperanza. Daba sudor helado. Era cruda como el amor. Cruda como el amor”. Y entonces tronaba en el cielo de Wimbledon, los relámpagos rajaban el cielo, la voz del umpire conseguía hacerse oír por el micrófono, preguntando: “¿Nadie va a decir amén?”, y cada uno de nosotros abría los ojos en su mundo, la claridad lechosa del amanecer colándose por las persianas, las sábanas empapadas de transpiración, el sabor metálico de la fiebre en la boca mientras nuestros labios murmuraban: “Amén, amén, amén”.
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