› Por Rodrigo Fresán
UNO Hay días en que me levanto muy Area 51. Me explico: esa necesidad de creer que, en algún santuario top-secret, se custodia celosamente la cura para todos los males de este mundo. El Rosebud de la cuestión. El Eureka del asunto. Aunque apenas sean los restos de sabios seres extraterrestres. Restos que nos permitan pensar en que los infradotados que rigen nuestros destinos alguna vez serán abducidos o poseídos o iluminados o lo que sea. Pero que sea pronto. Por favor.
DOS De ahí que no deje pasar libro sobre el Area 51 que se me cruce. Y todos tienen títulos muy largos, como si así quisieran reflejar la inasible enormidad del misterio de ese lugar que se sabe dónde está (coordenadas 3714’06’’N 11548’40’’W, Nevada) pero nadie sabe exactamente qué es o qué contiene. A saber: Area 51: The Dreamland Chronicles / The Legend of America’s Most Secret Military Base de David Arlington y Dreamland: Travels Inside the Secret World of Roswell and Area 51 de Phil Patton y ahora –con gran fanfarria publicitaria y vocación de expediente X todo lo definitivo que puede llegar a ser un Expediente X– llega Area 51: An Uncensored History of America’s Top Secret Military Base, de Annie Jacobsen. Lo estoy leyendo mientras el noticiero desborda de ineptos autoinvasores eficaces para el desastre: patriotas, políticos, banqueros y madres que cocinan a sus recién nacidos en hornos de microondas. Sí, hemos sido sojuzgados por monstruos nativos. Por suerte, en un rato empieza Falling Skies, spielbergiana nueva serie con aliens de verdad.
TRES Y todos, alguna vez, viajamos a esa Tierra de Sueños. En novelas (entre ellas, Majestic, de Whitley Strieber, secuestrado y a mucha honra, aunque le dolió un poco), en comics (esa aventura de Mandrake en la que se nos revelaba que los gatos eran una especie sideral, adorados por egipcios y de incógnito entre nosotros, esclavizándonos sin que nos diéramos cuenta, desde el principio de los tiempos), en series de T.V. (Warehouse 13 o Roswell), en investigaciones (el inefable atlante Charles Berlitz llegó primero), en películas (que incluyen a Independence Day y la última de Indiana Jones), en canciones (“The Happening” y “Motorway to Roswell” de The Pixies), en informativos (la noticia que nunca muere del todo y cada tanto resucita), y hasta en cuentos magistrales como “The Talk Talked Between Worms” del gran Lee K. Abbott. Por estos días –finales de junio o principios de julio, no hay fecha precisa– se cumple otro aniversario de aquella noche de 1947 en la que un supuesto ovni supuestamente se estrelló en las afueras de Roswell, New Mexico. Ahí, pedazos de metal raro y restos de viajeros cósmicos agonizantes despidiéndose de sus vidas –como los Manos de El Eternauta– en un idioma extraño, distante, antiguo. Un lenguaje que, sin embargo, no era ni venusino ni urkhiano. Era lejano, pero no tanto. Era yiddish, sin ir más lejos. Más detalles, más adelante.
CUATRO Así, el Area 51 como la Tierra Prometida y los despojos interplanetarios como su Santo Grial. Hombres de negro. Gente que no puede doblar el meñique. Organismos microscópicos cuyas naves son los teléfonos móviles y desde allí saltan a nuestros cerebros. Da Vinci y Shakespeare y The Beatles. Turistas geniales. Pero parece que no. Al menos esa es la tesis de Annie Jacobsen; quien entrevistó a diecinueve ex empleados de esa zona crepuscular (que ahora tienen entre setenta y cinco y noventa y un años y se preparan para abandonar la atmósfera de sus vidas en busca del infinito y Más Allá), quienes, por primera vez, hablan ante un micrófono sobre aquellos buenos y calientes tiempos de la Guerra Fría. Jornadas sin reloj, horas subterráneas en las que lo del platillo volador roto les vino perfecto para enmascarar operaciones ultrasecretas en lo que en verdad era un campo de pruebas para ensayar misiones de espionaje, etc. Así que a alentar rumores, plantar evidencia falsa, alimentar a freaks de todo pelaje y, de paso, activar hasta niveles insospechados la industria turística de un lugar sin ningún atractivo turístico como es Roswell. Y, suele suceder, pocas cosas más graciosas y delirantes que la realidad y al final del libro un anciano escucha lo que Jacobsen ha investigado y conseguido y le dice algo así como “Muy bien hecho. Buen trabajo. Pero no es todo”. Jacobsen entonces deja caer un croûton en su sopa y pregunta: “¿Cuánto es lo que sé si tomamos como referencia de mis hallazgos a este croûton dentro del plato?”. El hombre lo piensa un segundo y le dice: “Me temo que el plato no es una buena referencia espacial. Lo que allí se esconde es mucho más grande que toda la mesa”.
La verdad está ahí dentro.
CINCO Y lo del yiddish: en las páginas 370 y 371 y 372 de Area 51: An Uncensored History of America’s Top Secret Military Base, alguien –cuyo nombre no es revelado– le cuenta a Jacobsen algo tremendo. De acuerdo, cayó una nave extraña. Es cierto: estaba tripulada por extrañitos de cabezas enormes. Pero eran humanos, eran niños, eran judíos. Eran –atención– la resultante de un experimento genético del doctor nazi Josef Mengele a las órdenes de Josef Stalin, con quien el alemán habría pactado rendición privada y cambio de patrón antes de la caída de Hitler. Sus apuntes bizarros y fórmulas locas y cuadernos de notas monstruosas a cambio de fortuna y de laboratorios para seguir trabajando en lo suyo al servicio no ya de la esvástica, sino de la hoz y el martillo. Parece ser que Stalin no cumplió su palabra y Mengele se vio obligado a buscar refugio primero en Argentina y luego en Paraguay. Pero antes de partir, Mengele le entregó a Stalin una partida fresca de marcianitos. Y el plan de Stalin –fan y admirador de aquella adaptación radiofónica de La guerra de los mundos de Orson Welles– era importar a estos pobres aliens falsos. Pequeños de entre doce y trece años, artificial y científicamente alterados, dentro de una aeronave de aleación metálica exótica: el Horten Ho 229 o ala voladora Gotha, uno de los últimos logros del Tercer Reich. Así, dejarlos caer y provocar una ola de pánico en Estados Unidos ante un inminente ataque de las huestes del planeta color rojo comunista. Algo no salió bien. Moscú, tenemos un problema. Crash. Pero todo fue inmediatamente silenciado. (Por supuesto, numerosos ovnistas y ufólogos denuncian ya al libro de Jacobsen como nueva maniobra para seguir escurriendo el bulto.) Jacobsen le pregunta entonces a su confidente por qué el presidente Truman no optó por contarles a los norteamericanos la verdad y demostrar así el tipo de monstruo que era Stalin. Entonces el Garganta Profunda de turno, tose fuerte, sonríe triste y susurra bajo: “Es que nosotros hacíamos cosas iguales o peores, señorita. Hice cosas que desearía no haber hecho. El tipo de cosas que uno sólo hace cuando ama a su país y le explican que tiene que hacerlas por amor a su país”.
Lo que me lleva de vuelta a nuestros patriotas. A los amorosos patriotas, a los políticos, a los banqueros, a las madres cocineras y asesinas y a la cada vez más firme certeza de que estamos solos o, de no ser así, de que todo parece indicar que ya no les interesamos a aquellos que, en su momento, vinieron y repartieron un puñado de pirámides y hasta la vista, baby.
Socorro. Aquí estamos. Hechos sopa. Manipulados, torturados, deformados. Vengan (Transformers abstenerse: muy ruidosos, rompen todo) a liberarnos de nuestros propios invasores. Por favor. Tercer planeta después del Sol No pueden perderse.
Nosotros sí.
Shalom.
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