› Por Juan Forn
En 1991, luego del derrumbe de las repúblicas socialistas soviéticas, el húngaro Imre Kertész llega a Leipzig a dar una conferencia. Faltan aún once años para que reciba el Nobel de Literatura, es su primera salida al exterior “después de cuarenta años sin pasaporte”, casi nadie lo conoce en su país, aunque lleva publicando libros desde 1975, que corren todos la misma suerte: sale una única edición que desaparece sin dejar rastro. Los críticos húngaros no hablan de él, el propio Kertész ignora quién lo lee, adónde van a parar sus libros. Un editor de Berlín Occidental rescata uno de ellos y lo publica, después publica otro. Entonces caen el Muro y la Cortina de Hierro y los alemanes adoptan a Kertész como propio, ya que sus compatriotas no lo quieren (“No es húngaro, es judío”, contesta la Academia de Letras de Budapest cuando los libreros alemanes avisan que quieren invitarlo y premiar su obra). Kertész llega a una Leipzig que ya no es parte de la RDA, sino de la Alemania unificada, y se espera allí de él lo mismo que de cada europeo del Este que invitan: que cante loas al ecumenismo de la Nueva Europa, que contribuya a la cicatrización de las heridas. Pero Kertész decepciona a su auditorio, hace en Alemania lo mismo que en Hungría y en sus libros: rehusarse a que le abran las puertas de su celda.
Me explico: Kertész sale vivo de Auschwitz a los dieciséis años, a los veintiséis se decide a poner por escrito su experiencia, le lleva diez años encontrar el lenguaje justo y otros diez que se lo publiquen. El libro es una patada en los huevos: sólo los azares burocráticos del “comunismo goulash” (cuando el oso soviético desvió su atención a Afganistán y dejó en piloto automático sus satélites europeos) explican su publicación. Kertész escribe en un departamentito subalquilado de 29 metros cuadrados. La cocina es dormitorio y comedor y oficina, el baño está afuera, al final del pasillo, uno por piso. El alemán le parece lengua maldita, el húngaro también, pero son lo único que tiene, lo único que no le pueden arrebatar. Del alemán hace traducciones, que firma otro a cambio de buena parte de la paga; para escribir usa el húngaro y nadie le paga nada. Escribe como si mascara vidrio, literalmente: no le sale tinta, le sale sangre con astillas de cristal. Su prosa es líquida, tibia, familiar; uno ya la dejó entrar cuando se da cuenta de esas astillas que cortan por donde pasan.
Kertész no tiene nada que perder, es inmune al soborno de los buenos sentimientos, en Leipzig dice que a lo largo del siglo “cada cosa se ha vuelto más auténticamente ella misma: el soldado se convirtió en asesino de civiles, la política en crimen, el capital en industria exterminadora, el sentimiento nacional en genocidio; cuando se grita Amor todos saben que ha llegado el momento del asesinato, cuando se grita Ley todos saben que es la hora del atraco”. También dice con una risa seca que su única virtud es no suicidarse. “Mi problema no era cómo vivir en este mundo, sino cómo describirlo. No se trataba de estar con él ni contra él, sino fuera de él: en mi celda. Mi repugnancia era una náusea platónica; nunca participé de la disidencia ni de la oposición. Viví como un perro, encadenado a mis herejías solitarias, aullando de tanto en tanto a la luna.”
Con el cambio de régimen viene el temor a perder su soledad. Ya que ahora puede salir de su país, reproduce el exilio interior en cada lugar adonde va. Las impersonales habitaciones donde se aloja (en Munich, Viena, Verona, Avignon, Tel Aviv) son diferentes variaciones de aquel ínfimo departamento subalquilado en Budapest, al que sigue volviendo cada vez que retorna a su país. También la rutina sigue siendo la misma. En uno de sus libros dice: “El viejo estaba pensando que debería estar escribiendo. Porque el viejo escribía. Era su ocupación. O, para ser más precisos: escribía porque no se le permitía ninguna ocupación”. La frase se hará doblemente cierta cuando le den el Nobel, en 2002: no se le permitirá el silencio. La clase de humor patibulario que tan bien conoce Kertész, que tanto padeció y practicó toda su vida.
Para los húngaros, Kertész no es un compatriota, es un judío. Para la policía austríaca, en un trasbordo que hace en el aeropuerto de Viena, es lo suficientemente húngaro y tiene tal aspecto de ilegal que planea quedarse que lo escoltan hasta el avión para asegurarse de que abandone el país. En Avignon, cuando el coche alquilado con patente alemana en que lo pasean se introduce inadvertidamente por una calle peatonal, una vieja francesa le grita por la ventanilla: “¡Vuélvase a su tierra, nazi!”. Cuando pisa Israel por primera vez, dice: “No sé qué clase de judío soy. No busco ni mi hogar ni mi identidad. Soy distinto de los judíos de Israel y de los judíos que no viven en Israel, porque soy distinto de mí mismo. Esa clase de judío soy”. Cuando vuelve a Budapest y le reprochan que ha perdido profundidad, responde: “¿Mi situación de esclavitud y el infantilismo de la dictadura me conferían profundidad? ¿Vivir durante cuarenta años en contra de mi propia naturaleza y de la naturaleza en general es profundo? ¿Debo demostrarle a alguien que no me haré el ingenioso si no tengo nada que decir?”.
Tenía algo más que decir, pero recién se decidió a hacerlo cuando Primo Levi se desnucó luego de caer por el hueco de la escalera de su departamento de Turín. Kertész dijo de esos sobrevivientes de los campos que se suicidaban diez, veinte, cuarenta años después, aquellos que habían hablado y hablado del tema para exorcizarlo y aquellos que habían callado con el mismo objetivo: “Lo que terminó matándolos no fue ni hablar ni callar. Fue volver a la normalidad del mundo libre, tener que adaptarse a esa normalidad. A mí se me hizo más fácil no salir de mi celda: no se me ofreció opción”. Así terminó labrándose un destino el hombre que tituló Sin destino su primer libro y vivió en consecuencia el resto de su vida: “No puedo ni imaginar la armonía del ciudadano que se identifica con naturalidad con su condición de ciudadano. Yo descubrí a los quince años que era parte de una minoría maldita, me tocó una forma de vida basada en la experiencia negativa de manera tan radical que me ha conducido en última instancia a la única libertad que he conseguido: la llave de mi celda. Y aquí me quedo, aunque todo empuje hacia afuera”. Imre Kertész tiene hoy 82 años. Quizá se muera algún día, pero dudo que se suicide. Yo espero con ansia cada libro que publica y con la misma ansia lo devoro: son los últimos renglones de la última página de ese expediente de iniquidades conocido como Siglo Veinte. Esos últimos renglones de esa página postrera, que dicen en pomposa primera persona del plural: “Y hubo uno que no matamos, ni se mató, y nos vio morir desde su empecinado rincón, y siguió viviendo”.
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