› Por Félix Monti y
José Pablo Feinmann
En el cine argentino hubo de todo. Hasta un director de fotografía al que le decían Luna Tucumana, “porque alumbra y nada más”. Ricardo Younis hizo mucho más que alumbrar. Era el dueño de la luz. Así, fue el director de fotografía de innumerables películas de nuestro cine. Lo fue –para su suerte– en una época en que los puestos llamados “técnicos” se valoraban. En que el cine se hacía con un equipo. Y si eran los mejores, todos sabían que eso sería en beneficio de la película, que la hacían todos. El director de fotografía es el que busca la fuente de luz, el que –por ejemplo– busca la ventana que justifique la penetración de una luminosidad que caiga sobre el rostro de un personaje decisivo en un momento álgido del film. Y si esa ventana no existe, no importa. La luz va igual. Pero, ¡cuánto talento hay que tener para decidirse a poner una luz cuya fuente no se explicita, no existe, no importa! Así era Younis. No en vano convocó la admiración del mexicano Gabriel Figueroa, acaso el más grande de todos. El que llamó John Ford para hacer un film con una luz asombrosa: El fugitivo (1947), que hoy se recuerda más por el ardiente trabajo de Figueroa que por la dirección de Ford o la actuación de Henry Fonda. A Ford no le habrá importado excesivamente. El quería un gran director de fotografía y lo tuvo, punto. A veces, incluso, pareciera que se hubiera deleitado en ponerle la cámara a su servicio. Hasta tal punto lo admiraba. Ese hombre, Figueroa, admiraba a Younis. No era para menos.
Ricardo Younis fue un chileno que llevó a cabo casi toda su obra en Argentina. Forma parte del primer grupo de grandes iluminadores argentinos, con Tabernero, Merayo, Etchebere. Su primer film es de 1945: La casa vacía. Después no supo ni quiso ni lo dejaron detenerse. Hizo 150 films. De todo tipo. Las películas podían ser formidables o malas o mediocres o buenas. La luz era siempre la de Younis. Siempre impecable, rigurosa, inspirada. Hizo Yo no elegí mi vida, Armiño negro, acompañó a Fernando Ayala en su debut con una película entrañable, Ayer fue primavera, y en 1956, con Los tallos amargos, logró que la ASC (Asociación Americana de Fotógrafos) reconociera su labor como una de las mejores de ese año. Pero eso no sería todo. Su trabajo en ese film expresó el arte de Younis como pocos. También favoreció –como no podía ser de otra forma– la totalidad de un film valioso que expresaba el tormento de un asesino que cometía un crimen perfecto. Pero se encontraba –como el protagonista de William Wilson, el gran relato de Poe– con un escollo inesperado e invencible: su conciencia moral. No contaba con eso. Todo había salido bien, pero el único error del crimen estaba en él, en su atormentada interioridad: no toleraba haberlo cometido. Younis le entregó una luz poderosa a esa historia fascinante, que expresaba tanto la eficacia del asesino como su sorprendente padecimiento moral. La revista American Cinematographer, la más prestigiosa en el rubro de la dirección de fotografía, realizó, en el 2000, una encuesta sobre los mejores trabajos realizados en la historia del cine por medio del arte de la luz, y el trabajo de Younis en Los tallos amargos aprisionó el puesto 49. Un hecho excepcional en el cine latinoamericano. Un reconocimiento a la altura del gran Gabriel Figueroa. El primer puesto fue al sublime Gregg Toland, el famoso director de fotografía de El ciudadano, el genio que mejor trabajó en cine la profundidad de campo. Welles se la había pedido pero fue Toland quien la hizo. Es conocida y estudiada la escena en la redacción de The Inquirer con Welles en primer plano, Cotten a sus espaldas, unos metros más atrás y, en el fondo, increíblemente visible, la figura de Everett Sloane cerrando un triángulo en que nada quedaba sin verse. El concepto de la profundidad de campo quedó unido desde entonces a Toland y a El ciudadano, pero otros consiguieron hazañas similares. Entre ellos, Younis, que no casualmente había sido alumno de Gregg Toland. Que es como haber estudiado física con Einstein. O piano con Vladimir Horowitz. Como si fuera poco, digamos que Los tallos amargos, en la encuesta del American cinematographer, dejó tras de sí films de la importancia de La strada, El año pasado en Marienbad, La hija de Ryan, Evita y Boogie Nights, entre otros.
Con Torre Nilsson hizo Fin de Fiesta y Un guapo del 900. Apoyó el debut de José Martínez Suárez en Dar la cara, basada en la novela de David Viñas. Y esto es apenas un esbozo de lo tanto que hizo. Porque hacer, lo que se dice hacer, hizo de todo. En el cine argentino –y en América latina– un director de fotografía (personaje absurdamente llamado “técnico”, como los escenógrafos o diseñadores de vestuario, en tanto que cualquier actriz o actor que atrapó un papel por alegrarle algunas noches al productor del film, es un “artista”) tiene que trabajar a menudo sencillamente para comer. Así, realiza films que Gregg Toland no haría, pero que uno –al ver la filmografía de Younis– se los reconoce con calidez, comprendiéndolo.
Trabajaba incansablemente porque su fervor, la pasión por su arte, no le restaba fuerzas, se las daba. Si había que conseguir un farol era el primero en correr a buscarlo. Era capaz de ubicar las fuentes de luz sin prenderlas y sólo prendía cuando tenía todo puesto. Solía decir: no busques la luz haciendo pruebas, la luz la llevás adentro, es tuya, buscala, es tu imagen interior. Ahora se murió. Pero tardó 93 años en hacerlo. Justamente él, un fotógrafo que no sabía perder el tiempo, que ponía las luces sin tomarse un minuto más de lo necesario, porque también sabía que ese tiempo era siempre escaso y caro en la cinematografía en que le tocó trabajar. Fue un gran maestro que nunca se negó a revelar y compartir sus secretos, las claves que dibujaban su grandeza. Supo, como pocos, que una historia se cuenta con muchas cosas, pero nunca sin luces, nunca sin sombras. A veces la ausencia de luz revela la genialidad de un fotógrafo. El cine es un arte en el que no todo tiene que verse. Con frecuencia, la luz tiene que atenuarse o mostrar sólo un segmento o, de pronto, con súbita, inesperada potencia, mostrarlo todo porque hay que golpear, enceguecer al espectador para que –también así– comprenda qué es la luz, perdiéndola y encontrándola después, siempre de la mano del hechicero, del mago del film: el hombre de la luz. No sabemos qué luz lo ilumina ahora. Pero nos permitiremos desearle lo mejor: que sea la suya.
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