› Por Rodrigo Fresán
UNO Fn, Ctrl, Alt, Bloq, Num, Esc y –por qué no una nueva tecla en nuestras computadoras– la tecla Detox. Una tecla que no haga falta presionar, que se active sola, y cuya función sea la de desenchufarnos, al menos por un rato.
DOS Aunque en realidad, en la realidad (recuerden que Nabokov dijo que la palabra realidad debería escribirse, siempre, entre comillas) me entero de que ya existe algo por el estilo. Lo leo en la coda agregada al reciente paperback de The Shallows, de Nicholas Carr. El libro en cuestión –ya comentado aquí, y traducido como Superficiales (Taurus)– funcionó como señal de alarma: pasamos cada vez más tiempo allí dentro y funcionamos cada vez peor aquí fuera y nuestro pensamiento lineal va siendo suplantado, link a link, por un frenético rebotar en el pinball de las ideas y de los conocimientos. Sabemos mucho de nada y cada vez nos cuesta más concentrarnos para reflexionar, sin prisa ni pausa, con un libro largo entre las manos. La nueva edición de The Shallows se adentra un poco más en las turbulentas aguas del tsunami informático y comenta la existencia de recursos –con nombres como Freedom o Anti-Social– diseñados para decomisarte por un rato la tabla de surf y desenredarte de las redes sociales, permitiéndote el lujo “de pensar por las tuyas o terminar un trabajo sin interrupciones”. Otras aplicaciones más sutiles como Readability o Instapaper –informa Carr– hacen que tu pantalla mute a algo más parecido visualmente a una página de libro eliminando toda gráfica y logos de sites. Y Ommwriter convierte a tu ordenador en una simple y solipsista máquina de escribir sin interferencias del mundo exterior. Aunque en las nuevas últimas páginas de The Shallows Carr admite que nada ha cambiado demasiado. O que cambia cada vez más: desde la primera edición de lo suyo, Facebook ha pasado de 300 a 600 millones de usuarios, las ventas de iPads y derivados no deja de dispararse y el adolescente norteamericano medio procesa 1000 mensajes de texto más al mes que en el 2010: 3,300. Carr también enumera la aparición de nuevas alertas ensayísticas –You Are Not a Gadget, Hamlet’s Blackberry, Overconnected y Alone Together son algunos títulos– acerca de lo que se nos viene de seguir yendo una y otra vez allí. Y todos son –a su manera– manuales de autoayuda. Para adictos.
TRES Y cada vez se invocan más conceptos como “retiro digital” o “siesta informática”. Y no se trata de una variante de ideología hippie predicando una vuelta al papel que sale de los árboles, sino de recomendaciones de médicos y psicólogos. Está claro: conectar nuestro cerebro a una red de cientos de millones de cerebros acaba produciendo “tecno-stress”. De ahí –piénsenlo– esas vistosas instalaciones con bares y zonas recreativas en empresas como Google, Facebook o Yahoo! Por algo será. Lo recomendable –según los expertos– es parar entre cinco y quince minutos cada media hora. Y, de acuerdo, Internet y el teléfono móvil van convirtiendo al concepto de la oficina en sitio prescindible, pero –como sucede con todo pacto más o menos mefistofélico– no hacen otra cosa que prolongar la jornada laboral más allá de su espacio y horario natural. Por no hablar de la constante tensión por la puesta al día y aprendizaje de sistemas cada vez más complejos y más diseñados para aquellos que, generacionalmente, recibieron su primera computadora junto con el primer autito a cuerda.
Por eso, 2011 viene siendo el primer año de una nueva era que vaya uno a saber si va a durar mucho o poco: la Era del De-Techning.
CUATRO La era en cuestión ha sido proclamada por los mad men de JWT Intelligence, una de las mayores redes de agencias de publicidad del planeta. Allí, los primeros síntomas se detectaron vía estudios de Microsoft donde se ponía en evidencia que sus clientes comenzaban a estar “tecnológicamente fatigados”, cansados de la carrera armamentística por el nuevo modelo de aparatitos invasores. Trascendió también –lo leí en la revista dominical de El País– el caso y (buen) ejemplo de Daniel Sieberg, autor de The Digital Diet, donde incluye un programa para reformarse sin que eso signifique entablar una batalla ludita contra terminators y transformers domésticos, pero sí para devolverlos al justo lugar que les corresponde. Y dejar de estar conversando con esos pocos y fieles amigos de carne y hueso mientras todo el tiempo se cuentan los minutos que faltan para poder volver a conectarse con esos miles de amigos a los que nunca le vimos la face. Recuerden: hubo un tiempo en que ver las fotos de las vacaciones de gente conocida era una tortura. Ahora, parece, no hay nada más atractivo e interesante –el tweet como diapositiva– que saber lo que más o menos desconocidos hacen cada cinco minutos y en ciento cuarenta caracteres.
CINCO La última campanada ominosa la ha dado un muy comentado artículo de la profesora de la Columbia University y psicóloga Betsy Sparrow en Science. Allí –“El Efecto Google: consecuencias cognitivas de tener la información en la punta de nuestros dedos”– se nos informa de que los diferentes buscadores en Internet son, ya, nuestra “memoria externa y transitiva”. Y que así vamos perdiendo la capacidad de recordar, retener datos y almacenar información en nuestros cerebros porque, despreocupados, sabemos y contamos con que disponemos de ella a apenas unos clicks de distancia. El equipo de Sparrow descubrió a lo largo de varios tests que, cada vez que alguien no sabía alguna respuesta, el reflejo automático era pensar en la palabra “Google”. La solución a todas nuestras dudas, problemas, olvidos. Sparrow afirma que esto último no es muy diferente o peor que las viejas técnicas de enseñanza, en las que se obligaba a memorizar sin pensar fechas de próceres y nombres de batallas y fórmulas químicas y conjugaciones verbales. Pero señala que habría que buscar un punto medio entre el rigor y la comodidad. Y lo más inquietante de todo: los participantes en el experimento recordaban a la perfección dónde –en qué site– habían encontrado lo que buscaban, pero no recordaban qué era aquello que habían estado buscando. El dónde por encima del qué. Como saber que se viajó en avión, pero no tener claro por qué y a dónde se llegó y qué fue lo que se hizo o se deshizo a lo largo de esa noche loca y amnésica en una ciudad que tal vez sea Las Vegas o Bangkok.
SEIS La muerte física de Lucien Freud y la muerte política de Zapatero postergaron la salida de esta contratapa. No importa. Hay tiempo. Será noticia para largo. Tres décadas atrás, el psicólogo Daniel Wegner ya había postulado lo de la memoria ajena y la interdependencia cognitiva. Por ejemplo: en una pareja, la mujer se encargaba de recordar cumpleaños mientras que el hombre almacenaba vencimientos. Ahora, Sparrow dice que Internet ha asumido esa función: el tercer lado del triángulo, el o la amante. El asunto es qué haremos cuando –amnésicos digitalizados, casi sin huellas digitales por darle tanto al teclado, fieles en nuestra infidelidad– acudamos a ella o a él para que, con un click/chuick, nos recuerde, por favor, dónde cuernos fue que dejamos y perdimos a nuestros pequeños hijos.
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