Dom 28.08.2011

CONTRATAPA

De la construcción y destrucción de las ciudades

› Por José Pablo Feinmann

No hace mucho –junto a Roberto Doberti– presenté el monumental ensayo de Margarita Gutman Buenos Aires, el poder de la anticipación. El ensayo es monumental en muchos sentidos: su tamaño es considerable, sus ilustraciones son deslumbrantes y es hondo y ameno el esmerado (erudito y atrapante a la vez) texto de Gutman. El libro explicita –como corresponde a la obra de una arquitecta– la pasión de los hombres por diseñar y construir ciudades. También por imaginarlas: ¿cómo serán las del futuro? Todo arquitecto es un utopista. Donde ve un espacio abierto, libre, imagina una ciudad, y hasta con frecuencia persevera en construir una. La dimensión temporal de todo utopista es el futuro. El diseñador de ciudades vive en estado de proyecto. Su e-yectarse sobre el mundo tiene la densidad, el espesor del ladrillo, la vocación constructivista del cemento, que siempre suma, que siempre une elementos para que jamás se dispersen, para que permanezcan eternamente cómplices, adheridos para una aventura que los requiere así: inseparables. La condición de ser proyectante del arquitecto hace de él un enamorado de la posibilidad. Todo futuro se define por ser posible. De no serlo no sería futuro. Cuando nada es posible, no hay futuro. Cuando nada es posible, no hay nada. Pero sobre todo: arquitectos. Esta condición existencial es fascinante. Un ente atropológico que habita la tierra planificando ciudades que construirá y –al hacerlo– dará la forma a la cara del futuro. Hay otras formas que el arquitecto suele imaginar. Cuando está inmerso en sociedades empobrecidas su tarea es proyectar el presente para dar cobijo en construcciones posibles ahora, hoy, a los que carecen de techo. Los conglomerados urbanos que surgen ya no son opulentos, tienen una urgencia social que también suele dar satisfacción al arquitecto: construye lo que la sociedad le demanda para una situación de rareza, de estrechez. Una situación en la que “no hay para todos”. Pero todos –sin embargo– deben tener un techo donde protegerse, una vivienda escueta pero digna, que otorgue calor. Aquí, la función social del arquitecto es enorme y necesaria: ¿cómo planificar una ciudad o un segmento de ella basada en la rareza? (Nota: La rareza es un concepto sartreano de la Crítica de la razón dialéctica. Sencillamente significa –por ejemplo– que el bienestar ha desaparecido. Se ha vuelto “raro”. Se ha vuelto “extraño”. Al haber poco para muchos, lo poco es la rareza, aquello de lo que la mayoría carece. El Otro es mi enemigo. En el mundo de la rareza, en el mundo en que no hay para todos, el Otro –todo Otro– me constituye como “sobrante”. En un mundo en que pocos tienen, si el Otro tiene y yo no, su “tener” lo aparta de la rareza. Además, si él tiene es porque yo no tengo. Mi condición de “sobrante” tiene relación directa con su condición de necesario. El tiene lo que yo podría tener y no tengo. Es un mundo de sujetos enfrentados. Lo que fundamenta ese enfrentamiento es lo que “no hay”. No hay para él. No hay para mí. ¿Quién de los dos es el sobrante? De esta situación surge la violencia. El mundo de la rareza engendra violencia. Volveremos sobre este concepto sartreano. ¿Por qué los inmigrantes ilegales saltan los muros que levantan las ciudades? Porque en su país de origen “no hay”. Porque en las ciudades opulentas “hay”. Acaso se avecine una historia de una nueva lucha de clases, siempre basada en la clásica. Pero lejos de ella. Más primitiva, salvaje. El asalto del mundo de la rareza, del mundo en que “no hay”, al mundo de la opulencia, en que se concentra “lo que hay” y determina que en otros lados “no haya”, sólo haya rareza, escasez.) De aquí que en los días que corren es posible que a los arquitectos se les pidan planificaciones o ciudades de la escasez. En el mejor de los casos. Una ciudad de la escasez siempre es superior a un Muro de la negación, de lo imposible.

El libro de Gutman se centra en la Argentina del Primer Centenario. Según la élite dominante había y habría para siempre. Para los carentes había diseñado los conventillos. Los carentes eran los inmigrantes. Pero a los felices hijos de la patria, a los patricios, les entregaba una ciudad opulenta cuyos sueños nacían en la París del siglo XIX y se prolongaban largamente en la Nueva York del veinte. El proyecto, el futuro era ése: el de la ciudad vertical, la ciudad que se arroja hacia lo alto, la ciudad de los rascacielos, la ciudad irreverente que se propone hacerle cosquillas a Dios.

Gutman acumula formidables ilustraciones de las revistas de la época (El Hogar, Caras y Caretas, PBT) y vemos en ellas la soberbia de una clase confiada en el gran papel que la Historia le deparaba y habría de seguir deparándole. El Granero del Mundo trazaba todo tipo de maravillas urbanas. Una de las características de la riqueza es ensanchar el campo de lo posible, de la imaginación desbocada. Nada es imposible porque hay y sobra dinero para tenerlo todo o construirlo todo. Así, “la ciudad del porvenir será una sola enorme construcción con un enorme arrecife de arcadas, galerías parques y jardines superponiéndose hasta una altura inconcebible” (Hudson Maxim, “Cómo será el mundo en lo futuro”, El Hogar, N 383. 2 de febrero, 1917, citado en Margarita Gutman, ob. cit., 186). Este optimismo histórico de la generación del Primer Centenario (la del ‘80) encontraba sus fundamentos en la filosofía positivista tal como había sido diseñada por Auguste Comte. El positivismo en un canto a la fáctico (con lo que consagra el orden establecido) y a su prolongación técnica en un futuro inalterable en que la Ciencia solucionará todos los problemas de la vida.

Los arquitectos son seres optimistas porque viven planificando horizontes, futuros que esperan para que ellos construyan las ciudades que merecerán, que darán identidad a esa dimensión temporal. La “anticipación” es el alma del arquitecto. Donde no hay nada (en lugar de angustiarse como los filósofos) el ve lo que ahí podría erguirse, lo que ahí podría haber. Para anticiparse a algo hay que creer fervorosamente que ese “algo” existirá. Que la existencia está abierta. Que no hay fin de la historia, ni apocalipsis alguno que erosione ese futuro en que el constructor de ciudades “ve”, “anticipa” las ciudades que habrán de arrojarse hacia lo alto. Sin embargo, si bien las ciudades inspiran a los más diversos artistas (además de los arquitectos que lo son en grado superlativo), si bien han inspirado a genios como George Gershwin, que hasta llegó a escribir una Rapsodia en remaches (Rhapsody in Rivets, nombre que luego cambió por el más académico de Segunda rapsodia para orquesta con piano), o como Astor Piazzolla, cuyo tango, lejos de expresar la nostalgia del barrio que se ve ganado por el avance urbano (Pesadumbre del barrio que ha cambiado/ la esquina del herrero/ barro y pampa/ todo ha muerto ya lo sé, Homero Manzi y Troilo, Sur) da testimonio de la ciudad moderna, neurótica, disonante (ver la versión de La muerte del ángel de Sergio Tiempo y Karin Lechner con arreglos de Pablo Ziegler, excepcional), también han sido objeto de la pulsión destructiva que anida en la conciencia humana. Podríamos decirlo de este modo: el ser humano construye ciudades para luego destruirlas. Paradoja triste, que duele, porque en ese dolor radica el fracaso de la historia humana más visible hoy que nunca. Siempre transformable, pero siempre retornante, el pathos destructivo de la realidad humana se ensaña con sus más bellas construcciones. El ángel de la historia de Benjamin sólo alcanzaba a ver en el pasado “un paisaje de ruinas”. El oscuro protagonista dostoievskiano de Memorias del subsuelo, luego de admitir que el hombre propendía a construir ciudades, se preguntaba: “Pero, ¿por qué se desvive hasta la locura por el caos y la destrucción?”. Marx vaticinaba que el poder revolucionario de la burguesía, si no era detenido, habría de arrasar con el planeta. Adorno y Horkheimer, en Dialéctica del Iluminismo, culpaban a la razón instrumental de haber hecho posible Auschwitz. Freud, en 1930, se rendía ante una evidencia: era ya poco lo que Eros podría hacer para frenar la pulsión de muerte. Heidegger condenó al tecnocapitalismo que adviene con Descartes y el Discurso del Método (1637) y coloca al hombre en la centralidad en tanto logos y éste se proclama Amo de lo Ente. Esto no se resuelve con ser optimista o pesimista, cuestiones subjetivas, meros modos de ser. Se puede ser optimista con una simple y eficaz negación de la realidad. Además, la filosofía no utiliza esas dos categorías. Escribe Heidegger (en uno de sus más famosos textos): “El oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre, la sospecha insidiosa contra todo lo creador y libre, ha alcanzado en todo el planeta tales dimensiones que, categorías tan pueriles como las del pesimismo y el optimismo, se convirtieron, desde hace tiempo, en risibles” (Introducción a la metafísica, Nova. Buenos Aires, 1959, p. 76). Es admirable que en este mundo algunos hombres (los arquitectos eyectados hacia el futuro) se obstinen en construir ciudades. Expresan una de las expresiones del antagonismo. En un mundo sin Dios (si creemos en el irrefutable axioma de Primo Levi: “Existe Auschwitz, no existe Dios”) el ser humano sigue horadando las alturas. Para encontrar a Dios o para serlo. Entre tanto, sus ciudades son pulverizadas por las guerras que crea el espíritu de dominación y su servidora, la pulsión de muerte. Piensen en Berlín en 1945. En Londres. Piensen en la prolija y vengativa destrucción de Dresde. O en Hiroshima. O en Nagasaki. O en las Torres Gemelas de esa Nueva York que era el modelo inconmovible de la élite utópica porteña del Primer Centenario.

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