Mié 07.09.2011

CONTRATAPA

En diminutivo

› Por María Moreno

Mucho se ha criticado a Sarmiento, pero pocos sospechan que hubiera sido el mejor ejemplo del libro de Arnaldo Rascovsky El filicidio. Su hijo, dicen que “natural”, Domingo Fidel (Dominguito), adoptado por él –probablemente se conserve en la memoria argentina la cara de Angel Magaña, que lo interpretó en la película Su mejor alumno–, sólo vivió 21 años. Y no hacía falta aún el psicoanálisis para leer en todos los textos que Sarmiento escribió sobre su hijo, las pruebas de un proyecto fatal: construir una suerte de Pinocho para la nación. “De una arcilla generosa, yo había moldeado una estatua, según un bello ideal que me había formado... Estaba seguro de ver continuada, cuarenta años más tarde, la obra de regenerar a nuestra sociedad por la palabra, la inteligencia y acaso con el talento”, confiesa en una carta luego de la muerte del joven en la Guerra del Paraguay (no nos detendremos en el sentido de adelantarle un “acaso” al talento del hijo muerto).

Vida de Dominguito, publicado por Sarmiento en 1886, pretende ser elogio de conciudadano y réquiem de padre. Pero es otra cosa; testimonio de un legado aplastante y de una vigilancia que el hijo sólo pudo vencer con la muerte. El educando concebido por Sarmiento –qué oportuno el término, qué económico– se diferencia del Emilio, de Jean-Jacques Rousseau, en que parece lejos de la sospecha de entregarse al vicio solitario, hábito considerado como el más funesto para un joven; más bien parece diseñado para un instructivo católico ya que, obligado a tener siempre un libro entre las manos, nunca podría tocarse ahí. Si desde los griegos y los ritos iniciáticos, la educación tiene una huella pederástica, Sarmiento, al democratizarla, la heterosexualiza: en lugar del filósofo o el preceptor, él prefiere la maestra. Salvo con Dominguito. Y a pesar de la recomendación de Rousseau que invalida al padre como maestro –“Emilio” es huérfano– Sarmiento, hombre que condenaba al salvaje a primaria perpetua, no se abstuvo de fagocitar para su hijo los tres casilleros del boletín escolar en el que figura la firma autorizada del padre, tutor o encargado. ¿Qué hizo Sarmiento con Dominguito? Ilegitimarlo como hijo –se sospecha– para legitimarlo como hijo adoptivo y como educando, para luego volver a legitimar con su éxito pedagógico el común Sarmiento capaz de garantizar su propia grandeza. Porque ¿quién que lea las crónicas de época pensará que el que invoca la sombra terrible de Facundo, el hombre retratado en El mosquito, el apólogo de Benjamin Franklin es este Sarmiento, Dominguito? No hay salida para él: tendrá que vivir en diminutivo (firma Junior).

Desde las primeras líneas de la Vida de Dominguito Sarmiento, el pedagogo, cuenta cómo le ha enseñado a leer y escribir al niño quien, a los tres años, en un mítico cuadernito en blanco que él suele llenar con frases en carbonilla, es capaz de borronear la palabra fatal. ¿Cuál? ¿“Mamá”? ¡No!: ¡“Sarmiento”!

Para René Scherer y Guy Hoquenghem, autores de Album sistemático de la infancia, es el rapto (el de los lobos que prohíjan niños a pesar de las opiniones del psicoanalista Bruno Betelheim, el de los ladrones que enseñan la baraja trucada y el precio de las nalgas, el de los gitanos que adornan a sus presas con polleras dentadas y gorros de cascabeles, el de los maestros de la calle como el señor Vitalis de Sin familia) lo que, entre la triangulación con los padres y el dúo pedagógico, constituye la libertad del niño. El raptor puede no ser una persona ni el rapto ser trágico, más bien cualquier cosa. Se trataría simplemente de otro lugar, entre la casa y la escuela: una salida. Dominguito tuvo a su alcance un rapto bajo la forma de un bosque misterioso, unas calles bulliciosas de tentaciones paraescolares, un caballo mampato que lo desviaba de la escuela y lo llevaba a las charcas, pero a ése también lo enderezó Sarmiento cuya mirada no era la del Tigre de los Llanos sino la de la INSTITUCION ESCOLAR, capaz de atravesar todos los límites. Cada vez que Dominguito escapa de la sombría mansión de Yungay adonde se cría, en busca de ese rapto que le haga eludir el destino freudiano –o los padres o los sustitutos–, se encuentra en un teatro donde los actores son dirigidos por el propio Sarmiento: si se va tras los soldados que desfilan entre carretones y perros chuscos o se para frente a unos títeres callejeros, el padre le da una peseta a un vigilante para que entre a la casa y, con gran alharaca, lo amenace con llevarlo a la penitenciaría. Todos gestos de intimidación y control de los que del niño escapa al educando con peligro de que se vuelva “cimarrón” y exige el soborno hasta de las autoridades más solemnes: cuando Dominguito se presenta como votante en las elecciones para renovación del Congreso de Chile, el presidente de mesa le sigue la corriente, subyugado por el apellido notable pronunciado con ingenuidad antes las urnas. En otra ocasión, Sarmiento propone a Dominguito que aproveche la explosión religiosa desatada en Santiago por los rumores de fiebre amarilla y mande imprimir para su venta una oración a Santa Brígida. El negocio da 20 pesos y Sarmiento se restriega las manos de satisfacción cuando el dinero desaparece en un trompo, un regalo para el hijo del jardinero y unas pastillas de goma. Su éxito de Papá-Gepetto-Gloria Nacional consiste en que la vigilancia sea anticipatoria, es decir en prever los resultados en la marioneta pedagógica, con ese triunfante ¡ya lo sabía! que suele atormentar tanta infancia inventora, ya que la sorpresa es el fracaso del maestro.

Lo que arruina a un niño no es la represión como agente exterior o la vigilancia sino, como a Dominguito, ¡un Padre-Maestro-Panóptico! Y Dominguito –estudiante irregular y calavera– tuvo que saltar de la pluma a la espada y de allí a la muerte.

¿Morir en la guerra puede asimilarse a un suicidio? Sin duda que no, pero ¿todos los combatientes suelen mandar cartas como ésta?: “Resolví entonces hacer algunos apuntes personales y dejar correr a esta cartera su suerte, en el bolsillo izquierdo de mi blusa”. “Mas si lo que tengo por presentimientos son ilusiones destinadas a desvanecerse ante la metralla de Curupaití o de Humaitá, no sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor. Morir por su Patria es vivir, es dar a nuestro nombre un brillo que nada borrará”, le escribe Dominguito a su padre desde el frente: su Patria, nuestro nombre, ¿hace falta el subrayado?

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