› Por Sandra Russo
Pasa algo curioso con el libro que vino a presentar a la Argentina Ignacio Ramonet, La explosión del periodismo. Internet pone en jaque a los medios tradicionales. Lo curioso es que es un libro que sigue la continuidad del pensamiento de Ramonet, un pionero observador del comportamiento de los medios en el capitalismo global, y de la alteración del periodismo bajo las reglas de las corporaciones mediáticas. Es decir, no es un libro sobre la Argentina ni la menciona. Y sin embargo, cae en un momento en el que cada línea puede ser leída interactivamente, en el sentido más despierto de la lectura, bajo una lluvia de asociaciones que permiten comprender mejor algunas cosas que ocurren en el periodismo argentino.
Cuando llegó esta semana, Ramonet no estaba enterado del caso Candela, pero muchas de sus descripciones de prácticas periodísticas corporativas en todo el mundo echan una luz oblicua y necesaria sobre algunas aristas de las coberturas del caso. La pelea política en torno del periodismo, aquí, detonada por la ley de medios, ha hecho perder de vista que muchos mecanismos de los que los grandes medios se defienden iracundos cuando se los critica, no son “ataques”, en el sentido del consabido “ataque a la libertad de expresión”, sino descripciones de una lógica periodística global, en la que hay un poder de un solo nombre: concentración de capitales.
Sobre lo que Ramonet da información y opinión es sobre esas corporaciones mediáticas mundiales cuyo interés en la comunicación es subsidiario de sus intereses económicos extraperiodísticos. Aunque el eje del libro es el impacto irrefrenable que las redes sociales están teniendo sobre los medios tradicionales, se refiere como “medios tradicionales” a la interminable lista de medios que fueron fusionándose en los ’90, y cuya aglomeración generó, por un lado, la muerte de la noción del “cuarto poder” –destinado al control de los otros poderes–, y derivó en un poder en pugna con el poder político.
“Se plantea también la identidad del periodismo profesional. Si ahora cualquiera puede ser ‘periodista’, ¿qué es entonces un periodista? ¿En qué consiste su especificidad? ¿Cómo se lo va a distinguir, por ejemplo, de un web-actor que observa y ofrece su punto de vista sobre una realidad de la que es testigo? ¿Millones de personas presentes en el terreno de la noticia y transmitiéndola a través de la red no encarnan acaso la verdad que aporta Internet? En una sociedad de redes como la nuestra no es posible dar una respuesta sencilla a estas preguntas. La justificación habitual argumenta que el periodista profesional se toma el tiempo necesario para contrastar la información, corregirla y confirmarla. Pero esto ya no es así. En primer lugar, porque en un sistema de información sometido a la dictadura de la urgencia, que prácticamente se ha convertido en instantáneo, pocos periodistas disponen del tiempo necesario para hacer su trabajo de forma concienzuda. ‘Se requiere informar rápido en lugar de informar bien, y la verdad no sale ganando con ello’, afirmaba ya Albert Camus en 1944.”
Por lo menos en lo que involucró a los medios televisivos y radiales a lo largo de la cobertura del caso Candela, esa dictadura de la urgencia quedó en absoluta evidencia. Siempre hubo medios amarillos, pero ahora la amarilla es la bestia, el gran dispositivo que se dispara y que logra que la madre de Candela no haya podido enterrar a su hija. En lo que pasó entre su último llamado a la aparición con vida y el momento del entierro, los medios habían dado vuelta el relato sobre esa madre, difundiendo sin parar una grabación filtrada en la que una voz reclamaba el pago de una deuda. Sin darse el tiempo para chequear el vigor de esa pista en la investigación, los medios juzgaron y fallaron que la madre no era una víctima: estaba haciendo el pasaje a victimaria.
Ese día hubo hasta especialistas en los estudios de televisión reprochando que el caso no estuviera ya en manos de la Justicia Federal, habiendo caratulado por su cuenta la causa como “secuestro extorsivo”, basándose en lo que los medios daban por cierto, e ignorando el origen y el propósito de esa filtración.
En este punto ese relato provisorio ya había convertido a Carola en alguien sospechoso y despreciable, alguien hasta con posibles antecedentes penales. En esa especie de linchamiento moral instantáneo, eventualmente a una mujer con antecedentes penales se le quita el atributo honorable del dolor. Algo así debe haber pensado la vecina que le gritó “Ahí tenés el vuelto” en el cementerio, justo cuando empezaba a bajar el cajón de Candela. Hubo una refriega, un ataque de nervios. La madre se fue, se la llevaron. No llegó a ver la tierra cayendo sobre el ataúd de su hija.
Fue un detalle en el que los medios no se detuvieron. Fue un gesto trágico e incomprensible, invisible incluso para millones de personas que lo vieron. La urgencia televisiva no se detuvo en ello, porque eso hubiera requerido revisar su forma de trabajo. A la madre se la tragó la tierra, dicen ahora. No, a la que se tragó la tierra fue a la hija, y a la madre no le fue concedido ni siquiera el tiempo para enterrarla y despedirse. Una consecuencia imprevisible, claro, un efecto colateral de la urgencia bajo la que los medios pierden los estribos, gestado lejos de la causa judicial y de las evidencias, derivado directo de ese mal casamiento entre vecinos seducidos por las cámaras y movileros obligados a llenar el tiempo.
Cuando se tenga más clara esta historia compleja y terrible, cuando se sepa lo que se pueda de la verdad, es bueno que recordemos que el caso Candela incluyó un entierro del que fue echada su madre. Ese linchamiento moral derivado del relleno televisivo también la privó a la niña de esa última mirada de su madre.
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