› Por Rodrigo Fresán
UNO Leo que es en verano cuando los inteligentes se ponen tontos. O, mejor dicho, cuando los mortales de coeficiente intelectual promedio descubren que las mentes científicas y precisas mutan a mentalidades de sabio loco de historieta. Porque es durante los tórridos meses estivales –insolaciones, fiebres raras– cuando salen a la luz los resultados de todas esas investigaciones absurdas a las que va a parar buena parte de los presupuestos para iluminar cosas como la cura para todos los males de este mundo y otras pequeñeces por el estilo. Ejemplo: se ha “descubierto” que, a la hora de los penales, los arqueros del equipo que va perdiendo tienden a tirarse a la derecha. O que los empleados arrogantes e insoportables cobran hasta un 18,31 por ciento más que los empleados simpáticos y siempre listos. O cuál es la inclinación ideal a la hora de mojar un bizcocho en una taza de té para que no se ablande y se deshaga allí dentro. Este último hallazgo se llevó el Premio Ig Nobel de 1999 (donde se honran entre carcajadas este tipo de hallazgos sin sentido) recopilados año tras año por un tal Marc Abrahams, organizador de la ceremonia (con la anuencia, participación y regocijo de auténticos Premios Nobel) y editor de AIR (o Annals of Improbable Research), publicación donde, cada dos meses, se recopilan eurekas bizarros. Leyendo AIR me entero de que los microbios tienden a preferir las barbas de los científicos, y una reciente encuesta revela que los superpoderes que más se les envidian a los superhéroes son los de la superfuerza y la habilidad de viajar por el tiempo.
DOS Esta elección de dones sobrenaturales sólo puede significar una cosa, pienso. La gente sólo quiere moler a patadas el presente y proyectarse hacia delante o hacia atrás, hacia cualquier parte y tiempo que no sea el aquí y ahora. Semejante deseo vuelve a ponerse de manifiesto con el ya muy anunciado volver a empezar que por estos días inaugura la venerable DC Comics, hogar del hijo de Kriptón y del Hombre Murciélago y, desde hace años, a la retaguardia de la humana Marvel Comics en su humanidad conflictuada de siempre y su reciente Spider Man mitad afroamericano y mitad chicano. Revisión absoluta, génesis flamante, vale todo y a olvidarse de lo mucho aprendido y memorizado desde los años ’30. Detrás de semejante maniobra revisionista está, por supuesto, el aspecto económico: las cosas no andan muy bien en Ciudad Gótica y en Metrópolis, los paladines justicieros llevan gente al cine a la hora de la constante refundación, y sólo queda el gesto desesperado –el supergesto– de un nuevo comienzo. Y así intentar seducir a una nueva generación de adictos a niños magos y a vampiros cosméticos y a videojuegos con el guiño de la historia ya no continua sino que empieza con ustedes y para ustedes. Ya saben: la Mac/Adicción y el mito del eterno retorno al modelo nuevo. El tiempo transcurrido entre un “Había una vez”... y el siguiente es cada vez más breve (ya se viene una nueva de Spider Man al que volverá a picarle una araña radiactiva; ya se está planeando una nueva trilogía Batman para después del esperado estreno de The Dark Knight Rises en 2012), el espectáculo empieza cuando usted llega, y a quién le importan los ya ancianos seguidores de la primera o segunda o tercera hora. La idea no es nueva, ya se puso en prácticas otras veces a lo largo de las décadas, pero jamás se la llevó a cabo con semejante potencia y prepotencia. Los especialistas –en tiempos de pantallas pequeñas y grandes– aseguran que en esta jugada se apuesta el futuro todo de los cuadritos.
TRES En un reciente artículo en The New York Times sobre el asunto –a la altura de los comments– coinciden defensores líricos de la medida extrema (“Las grandes historias y mitos, como La Ilíada y La Odisea, son contados una y otra vez”) con los cansados de tanto baile (“Mi paciencia tiene un límite”), los sociólogos pop (“No es otra cosa que otro de los síntomas del síndrome de baja atención de la sociedad”), los desmitificadores “Como dijo Robert Crumb: no es más que líneas sobre papel, chicos”, las feministas (“A ver si ahora...”), los práctico-realistas (“Basta de tanta ‘novela gráfica’, de ese papel satinado, de esa impresión cara, de esas páginas confusas o con una sola viñeta y de esos precios exorbitantes, y por qué no volver a ser un arte apto para bolsillos juveniles”) y los disfrutadores del absurdo dentro de sus límites entre los que me cuento: recuerden aquellas inolvidables “aventuras imaginarias” de la DC y los “What if...?” de la Marvel en las que todo era posible, pero siempre en el contexto de sueño y, finalmente, despertar. Ahora, de pronto, todo adquiere la textura de una pesadilla despierta donde lo freak se funde con lo aburrido: Batman aterriza en La Boca para conocer a su versión porteña llamada Gaucho, Superman ahora va de camiseta y blue jeans (y sin slip rojo en próxima película) y...
... es el escocés Grant Morrison –quien saltó a la fama como guionista con hitos como Arkham Asylum (1989)– uno de los responsables de esta última revolución. Morrison advierte de un posible final de línea con el uniforme cine de uniformes, tomando el relevo y habla sobre este crepúsculo de los dioses y derivados en el muy pero muy interesante Supergods: What Masked Vigilantes, Miraculous Mutants, and a Sun God from Smalville Can Teach Us About Being Human. Parte exploración total del género, parte tractat filosófico, parte apasionada autobiografía, las 420 páginas del profundo y ancho y largo ensayo de Morrison acaban ocupándose no de los múltiples planetas de los que vienen y van toda esta gente con raros trajes nuevos sino de ese planeta que los crea y recrea una y otra vez. Y allí, en la primera página, una explicación digna de un Ig Nobel: históricamente, los superhéroes tienen mayor éxito entre los mortales en tiempos de graves crisis económicas. Es entonces, parece, cuando necesitamos creer más y mejor en todos ellos y nos imaginamos –en la noche onomatopéyica y oscura del alma– cómo sería eso de parar un tren con el pecho o de volver atrás para corregir viejos errores o dispararnos adelante para averiguar qué será de nuestro amor y, ya que estamos, anotar el número ganador de la lotería.
De ser así, de ser cierto, entonces todos ellos están salvados y nosotros estamos perdidos y sólo queda mirar el cielo y esperar, una vez más y nunca la última, a que nos salven.
Mientras tanto, por suerte, siempre tendremos a Odiseo, a Aquiles y, por supuesto, al Corto Maltés.
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