› Por Rodrigo Fresán
UNO El algoritmo como nueva versión de la fórmula mágica, de pócima secreta, de solución o problema para todos los males de este mundo. Se persigue el algoritmo del todo y la nada como alguna vez Ahab persiguió a la ballena blanca de su locura y como Viktor Frankenstein persiguió el rompecabezas de la vida artificial. Y –como en todos estos contratos con letra pequeña y donde sólo unos pocos iniciados son parte de la empresa y de la gesta– siempre está el riesgo de que tu obsesión y tu creación se vuelvan en tu contra.
Como en Moby-Dick, como en Frankenstein.
DOS Steve “Big Mac” Jobs. Que estás en los cielos y descansas en Pad. Su rostro en todas partes. Primero y hasta hace unos días su foto de despedida mirándote a los ojos en el site de tu Mac cada vez que la encendías. Ahora, esa misma foto es la que se repite en la portada de su flamante biografía firmada por Walter Isaacson y recién aparecida, en simultáneo con la edición norteamericana, bajo el sello Debate. Número 1 en ventas non-fiction aquí y allá y en todas partes. El libro de Jobs, sí. Dicen que se trata de una biografía autorizada, pero dicen también que Jobs no se metió y dejó hacer. Lo único que le preocupaba –y para lo que se reservó la aprobación última– fue la portada del libro, que tiene mucho de la elegancia de todo producto/pack/mac. Muy blanca y muy negra. Adentro, claro, zonas oscuras, desperfectos, imperfecciones en el programa donde lo zen hace cortocircuito con el materialismo. Así, en la investigación de Isaacson a la caza del algoritmo vital de Jobs –con quien estuvo conversando casi hasta el final–, el magnate del diseño informático suele aparecer como un tipo más bien complicado, torturado y torturador, exprimidor de colegas y aplastador de competidores, obsesionado con Bob Dylan (una de las pocas personas frente a las que, al conocerlas, se quedó sin palabras) al punto de salir durante un tiempo con Joan Baez, experto en el tormento psicológico y la agresión en público y, en ocasiones, más preocupado por la apariencia y el envase que por el contenido y la realidad. Alguien abandonado por sus padres biológicos lanzado desde un garaje a la conquista del infinito y más allá con modales de Conde de Montecristo y Citizen Kane sin jamás perder de vista a su Némesis y gemelo techno-espiritual Bill Gates. Y, en sus últimas páginas el Steve Jobs de Walter Isaacson no resuelve el enigma de alguien apostando fuerte a la compulsión adictiva y coleccionista de nuestra raza. Y ganando. Pero, también, perdiendo al jugarse –inicial y un tanto ingenuamente– su salud a la automedicación alternativa y a jugos espiritualistas new age hasta que ya fue demasiado tarde (cuenta el biógrafo que despreciaba las máscaras de oxígeno por estar mal diseñadas) y el cáncer había saltado a otras piezas de su modelo. “No quería que su cuerpo fuera abierto”, reporta Isaacson, como si Jobs pensara que la exploración de su carcasa revelaría algo que no debía ser revelado. Lo que –hasta sus últimas horas de este lado de la pantalla– no le impidió a Jobs aullar a los cielos que no descansaría en paz hasta destruir a algo llamado Android ahora responsabilidad de la gente de Google o algo así. ¿Sus casi últimas palabras de casi científico loco?: “Emplearé hasta mi último suspiro si es necesario y gastaré cada centavo de los 40.000 millones de dólares que Apple tiene en el banco para corregir esto. Voy a destruir Android porque es un producto robado. Estoy dispuesto a ir a una guerra termonuclear” y alt y esc.
TRES Así, Google y sus derivados eran la bestia negra de Jobs y meses atrás, en The New York Review of Books, leí un largo artículo de James Gleick. Leer sobre estas cosas –en mi caso– no significa necesariamente comprender. Pero yo sigo hasta el final con disciplina y optimismo y es por ahí donde me encuentro con algo más bien inquietante que no sabía pero que sí entiendo. O al menos eso creo. Parece que el codiciado algoritmo que alienta divinamente a Google tiene voluntad propia y que, en palabras de Gleick, mientras nosotros buscamos cositas, su inteligencia artificial lee nuestra mente y nos cataloga y codifica. Y no demora mucho en analizarnos y ofrecernos los resultados que –según el fantasma de la máquina– más nos conviene sacar. Es decir: Google –eso que acabó con toda duda y discusión de sobremesa acerca de quién actuaba en tal o cual película– no es democrático ni mosqueteril, no es todo para uno y uno para todos. Y, según los creadores de Google, el próximo paso será un implante neuronal: pensar y encontrar sin necesidad de apéndice exterior a nuestro cuerpo y –expandiéndose, absorbiendo los algoritmos de otras empresas– I’m feeling lucky. En uno de los libros analizados por Gleick en su ensayo –The Googlization of Everything (And Why We Should Worry), de Siva Vaidhanathan– se lee y se advierte: “No somos clientes de Google: somos su producto”. Y así, sin prisa ni pausa (pero cada vez más rápido, con más que algo de ritmo), Google acaba trazando el algoritmo de cada uno de sus usuarios. Hasta darnos en la tecla.
CUATRO Voy y vuelvo de Holanda a dar una conferencia sobre ese google/relato que es “El Aleph” de Jorge Luis Borges. Y en el aeropuerto de ida –junto a decenas de Steve Jobs– está lo nuevo de Robert Harris: The Fear Index. Lo compro, lo leo, lo entiendo y lo tiemblo. Y si en su anterior thriller contemporáneo –tan bien filmado por Roman Polanski– Harris se “vengaba” de su gran desilusión con Tony Blair, aquí Harris se mete con el caótico mundo de las finanzas de ahora mismo. The Fear Index –que filmará Paul Greengrass– trata del destilado de un algoritmo milagroso llamado Vixal-4 con capacidad para medir y provocar aullidos en los mercados y actuar según le convenga llegando a provocar, cuando lo considera pertinente, rampantes apocalipsis en picada en las Bolsas del mundo. En la novela de Harris, el siempre impreciso miedo de los seres humanos es el factor a precisar, a destilar, a bajar a una serie de letras y números como, por ejemplo, “casi 5.000.000 de desocupados en España”. Y enseguida Vixal-4 –cuya inteligencia y libre voluntad crece exponencialmente, como kudzu arrastrándose por los cables del planeta– decide que ya no necesita de órdenes para poner orden en nuestro desorden. Así, el terror como algoritmo calibrable y Vixal-4 creciendo a versión bursátil de HAL 9000. Y en un gran momento de The Fear Index, Harris apunta que alguna vez soñamos con máquinas que se ocuparían de hacer todo aquello que nos disgusta, como limpiar la casa y dejarnos tiempo libre para ocuparnos de los grandes asuntos. Pero resulta que está ocurriendo todo lo contrario: somos cada vez más parecidos a robots de carne y hueso ocupándose de trabajitos sin importancia a cambio de pagas cada vez menores mientras las computadoras suplantan –en el acto y día tras día– a profesionales capacitados luego de años de estudios.
Por las dudas, por si les interesa, no creo estar arruinándole nada a nadie: The Fear Index termina mal, muy mal.
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