› Por Sandra Russo
Si se piensa en 2009 y en la primera vez que Wall Street comenzó a experimentar en carne propia el tembladeral que acostumbraba a sembrar en otros lugares del mundo, le viene a uno a la mente el estallido de la burbuja financiera. Las hipotecas, las cuotas de las casas comiéndose los salarios familiares. En ese momento no hubo tiempo de fabricar un relato paliativo para esa crisis; los afectados eran norteamericanos y los reflejos narrativos del establishment global no pudieron impedir que a las cosas se las llamara por su nombre.
El sector financiero había sobregirado su rol, había penetrado el sistema, había convencido a millones de personas para que se endeudaran. Era fácil. ¿Cómo no convencerlas si lo único que había que hacer era subrayar en spots televisivos o en avisos de diario que el sueño americano era posible? ¿Qué tenía de raro consumir en un país en el que el modo de vida prometido y exaltado incluía el acceso al consumo?
Esta crisis mundial empezó, así, con un engaño a los ciudadanos que se sentían más seguros que ningún ciudadano del mundo. Al menos, financieramente seguros. Los que pisaron el palito, y esto es obvio pero conviene señalarlo, son los que todavía no tenían su casa. De modo que esta crisis empezó como una falsa promesa política –la de vivir “a lo norteamericano”–, pero fue una maniobra financiera. Los que tentaron a la base más chata de los incluidos en el sistema para que se endeudaran fueron los bancos, con el implícito consentimiento político.
En aquellos primeros meses de la presidencia de Obama, todo estuvo a la vista más que nunca, mejor que nunca. La presidencia demócrata estuvo comprometida en esa crisis desde su debut y sigue siendo condicionada por ella. Pero apenas el establishment logró reacomodarse, dejó su huella en el lenguaje. En esos meses Obama lidió con el Congreso para que le aprobaran el “salvataje”. También entonces, pero no esa única vez, el presidente norteamericano ha representado frente al Congreso de su país, liderado por el ala dura de los republicanos, un papel bastante emparentado con el que hoy, más patéticamente, asume el premier griego Papandreu. Así como Obama dijo estar de acuerdo con quienes ocupan Wall Street, pero actúa como si no los escuchara o como si escucharlos fuera imposible, algo fuera de los cánones de la realidad, Papandreu tuvo un último gesto de afirmación política llamando al pueblo a pronunciarse sobre el paquete del FMI que debe aprobar y que efectivamente comprometerá el destino y la suerte de los griegos. Pero lo han llamado a la realidad, a esa realidad creada, generada, sostenida y sopleteada artificialmente por los organismos internacionales como la única posible en la que se pueden tomar decisiones. Y en la que la única decisión política será decir siempre que sí.
Ya en 2009, Obama había dejado de dirigirse a los ciudadanos. El “salvataje” no era para las personas, sino para los bancos. Desde entonces, la crisis, esa misma crisis, se ha extendido a todo el mundo pero también, gracias a las lecturas de la crisis que solidariamente con el establishment financiero se hacen desde la mayoría de los medios de comunicación en el mundo, el lenguaje ha sido intervenido para disfrazar la crisis y camuflar cínicamente sus orígenes. Diariamente se escriben, se publican, se leen y se escuchan infinidad de interpretaciones de la crisis que se hacen pasar por descripciones. Esto es lo que los pueblos ya disciernen por sí mismos y lo que reflejan los medios de comunicación alternativos al Pensamiento Unico: hace décadas que una mera interpretación de la realidad se hace pasar por la descripción de la realidad. Y en eso ha consistido la trampa.
En Islandia, en Grecia, en España, en Portugal, en Estados Unidos, en fin, allí donde el único derrame conocido es el de la pobreza y la bancarrota, no se hablaba de crisis financiera hasta que las plazas de todo el mundo comenzaron a llenarse de jóvenes. Sólo un truco de sentido, sólo el tráfico ideológico ha hecho que a los respectivos gobiernos los jaqueen por el presunto mal uso o la exageración del gasto público. Como si la crisis se hubiera originado donde no se originó.
“¡Derrochones!”, parecen gritar desde los organismos internacionales de crédito y el Banco Europeo a los presidentes en problemas como Papandreu. “¡Gastadores!”, les gritan, mientras los ciudadanos de esos países protestan en las calles porque si se ha gastado y derrochado no han sido ellos los beneficiarios ni los destinatarios del gasto. El FMI trata a esos países como si sus Estados se hubieran dedicado al bienestar hedonista de sus pueblos, pero como sus pueblos sufren y no hay empleo ni bonanza, se pasa inmediatamente a la siguiente fase del relato: la culpable de la crisis es la corrupción de la política. Lo gritamos aquí en el 2001 y teníamos bastante razón. Las clases dirigentes que han llegado hasta aquí han demostrado un alto grado de vulnerabilidad ante la cooptación del capital globalizado.
Esta semana, la marcha atrás de Papandreu con el referéndum fue una patética capitulación que lo deja aún más inerme y ya completamente vencido ante sus superiores del Banco Europeo. Que un pueblo se exprese es una amenaza que el FMI no puede tolerar. Porque sabe que cuando los pueblos se expresan, le votan indefectiblemente en contra.
El activista de Attac Islandia Gunnar Skuli Armannsson, entrevistado por la española Patricia Rivas, recordaba esta semana qué pasó en su país cuando el pueblo pudo expresarse. Esa experiencia explica en buena parte por qué Papandreu fue humillado y acorralado esta semana. Anestesista de profesión, el islandés Armannsson trabaja en un hospital en el que faltan insumos. El activista recuerda que el pueblo islandés votó que no al rescate de los bancos y a la indemnización de los inversores extranjeros. Hace apenas tres años, dice, Islandia era “simplemente otro país neoliberal”. En 2008, los tres bancos de Islandia, que constituían el 85 por ciento del sistema bancario del país, colapsaron.
El país intentó pedir créditos a otros países. No quería recurrir al FMI. Uno de los bancos, Landsbanki, abrió una sucursal on line en el Reino Unido, Holanda y Alemania. Tuvo un éxito inmediato por los intereses altos que pagaba uno de los bonos. Dos semanas después de la quiebra de Lehman Brothers, el Reino Unido detectó que los bancos islandeses estaban traspasando dinero de Gran Bretaña a Islandia, y sin más aplicó a Islandia la Ley Antiterrorista, la misma que aplicaban a Al Qaida. Los fondos islandeses fueron inmediatamente congelados.
Fue entonces que un petitorio pidió al presidente islandés que sometiera el paquete del FMI a referéndum, como marca la Constitución cuando una ley del Parlamento no tiene la firma presidencial. El presidente aceptó abstenerse, el referéndum se hizo y el pueblo votó que no. Pero ningún país amigo hizo ningún gesto de apoyo.
Dice Armannsson: “Cuando quedaban entre 10 y 12 días de alimento y combustible, tuvimos que rendirnos”. Un representante del FMI visitó Reikjavik, y el primer ministro islandés le dijo una frase ya tristemente histórica: “Por favor, sean buenos con nosotros”. Una escena más de subordinación, de impotencia. Desde entonces, Islandia es gobernada por un programa standard de ajustes neoliberales: la prioridad fue salvar a los bancos. Por lo demás, ajuste en todo lo social. El presupuesto del hospital en el que trabaja Armannsson ya fue reducido en un 25 por ciento. Islandia fue obligada a contraer deuda. Ya le fueron otorgados cuatro mil millones de euros, pero ese dinero está depositado en una cuenta bancaria en Washington. El gobierno islandés no tiene autonomía para usarlo ni en hospitales ni en escuelas ni en programas sociales. El argumento es que si Islandia tiene una cuenta con mucho dinero, los inversores confiarán en ella. Pero no lo hacen, y crece el desempleo.
En 2009 hubo elecciones en Islandia. Permanecieron los socialdemócratas, pero en lugar de seguir aliados a los conservadores en el gobierno, desde entonces lo hacen con la Izquierda Verde. “Estuvieron prometiendo cosas muy buenas en la campaña, pero han roto sus promesas. De modo que los islandeses, igual que los irlandeses, igual que los griegos, igual que los españoles, sabemos que cambiar de gobierno no es la solución. No importa que haya elecciones. No tienen ningún efecto en las políticas. Es obvio que son los bancos los que tienen el control”, dice el activista islandés. Mientras los mercados se degluten a la política, resuenan triunfales las definiciones de Edmund Burke, el filósofo adorado por los viejos conservadores y los neocultores del neoliberalismo que ya no hacen hablar a los economistas porque todo lo que dicen es demasiado refutable y apelan a las fundaciones, los medios concentrados y algunos intelectuales de la derecha inescrupulosa. Por ejemplo, la que reza que “los apóstoles de la igualdad pervierten el orden natural de las cosas”. Lo escribió en el siglo XVIII, cuando se opuso a la Revolución Francesa. Así de antiguo es todo esto y a eso es a lo que siempre se ha opuesto rabiosamente el neoliberalismo. Su verdadero enemigo es la igualdad.
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