› Por Hugo Soriani
La cadena de mails recuerda que ya pasaron cuarenta años desde que egresamos “del Vieytes” y que nos vamos a juntar en el gimnasio de la escuela para festejar el acontecimiento.
De a poco aparecen las respuestas de más de cien compañeros de todas las divisiones del turno mañana. A algunos los conozco y a otros no. A algunos los recuerdo y a otros no.
Llegué al Vieytes cuando empecé el tercer año del colegio secundario. Los primeros dos los hice en la misma escuela de curas en la que había cursado la primaria. Mis padres decidieron que tenía que ser perito mercantil, porque “vas a conseguir trabajo más fácil”, y ahí marché a cumplir con el mandato.
Los primeros días en la escuela pública, luego de tantos años en la privada, no fueron fáciles. Era “el nuevo”, y si bien la timidez siempre me fue ajena, no podía dejar de añorar el patio “del Calasanz”, donde jugábamos al fútbol, y el ambiente protector del colegio que acababa de dejar.
Al poco tiempo se terminó la soledad. Un grupo de cinco compañeros, fuertes en la división, decidió adoptarme y me sumaron a sus “picados” en los bosques de Palermo. En la Argentina del ’69 aún no existían las canchitas de césped sintético, los arcos se hacían con los bolsos de los jugadores, los límites de la cancha eran inciertos y las discusiones para determinar si una pelota había sobrevolado el imaginario travesaño (“alto”, gritaban los de un equipo, “no saltó, no saltó”, retrucaban los contrarios refiriéndose al arquero) o si había pasado por adentro o por afuera de los bolsos que hacían de poste, eran interminables...
Fue entonces que empezamos a juntar fondos para el viaje de egresados. En aquella Argentina tampoco existían las empresas que los organizaban y todo se hacía sin la ayuda de fondos paternos, a fuerza de fiestas, rifas e imaginación. Junto a ese grupo de cinco compañeros no dejamos timbre sin tocar hasta que juntamos la plata para irnos a Bariloche, y ese viaje consolidó una amistad que soportó hasta hoy todos los golpes de la vida.
Estábamos en cuarto año y el ambiente represivo, común a la educación de entonces, rodeaba nuestros recreos y nuestras aulas. Había que ir al colegio de uniforme (saco azul, pantalón gris, camisa blanca, corbata azul y el escudito correspondiente), el pelo cortísimo y los zapatos recién lustrados.
El “rengo” Rodríguez, temido jefe de celadores, se paraba en la puerta y decidía, como el patovica de un boliche, quién entraba y quién no. Su decisión era arbitraria y, por lo general, perjudicaba a quienes ya estaban en el límite de faltas, aunque estuvieran impecables. Así quedaban libres y debían rendir todas las materias en marzo. “Aprendí a ser formal y cortés/ cortándome el pelo/ una vez por mes”, escribiría por entonces un joven Charly García, alumno de Instituto Social Militar Dámaso Centeno.
Nada de eso nos impidió buscar formas de organización para resistir las directivas cada vez más duras del temido rector, que continuó en funciones también en la siguiente dictadura, y que ponía a tono al colegio con un país en el que no faltaba mucho para que Lanusse fusilara a 22 militantes populares en el aeropuerto de Trelew.
Ya había nacido el FLS (Frente de Lucha de Secundarios) que miraba con simpatía el accionar de las organizaciones armadas y le disputaba a la “Fede”, ligada al PC, la organización y dirección de la incipiente movilización estudiantil.
La bronca hacia el autoritarismo que reinaba en las aulas del Vieytes a veces se expresaba de manera espontánea con líos comunes a cualquier escuela secundaria, y otras con modos algo más sofisticados de lucha, como la “expropiación” al bar del colegio y el reparto en los baños de toda la mercadería entre los alumnos, para protestar por los precios demasiado altos que ahí se cobraban.
Así llegamos a finales del ’71 y nos recibimos. La despedida fue caótica. Gran parte de los egresados montaron barricadas sobre la avenida Gaona y bombardearon el colegio con bombas de alquitrán, huevos, etc. Fue un pequeño acto de repudio hacia la mano dura del “Colorado” Delucchi.
Desde entonces la escuela nos debe el diploma. Esa fue la sanción hacia el adolescente acto de resistencia. Nunca nos dieron el diploma.
Los mails se cruzan ahora con detalles de la organización del encuentro. Los compañeros adelantan sus fotos, la de sus hijos y algunos también las de sus nietos. Se propone hacer una colecta para donar dinero al colegio al que, afirman, le faltan hasta las tizas. Casi todos están de acuerdo.
Los mails van y vienen hasta que alguien recuerda que también la escuela está en deuda con nuestra promoción. Y propone reclamar el diploma que todavía nos deben.
Pero no recuerda solamente eso, señala además que en febrero de 1978 el flaco Guillermo Segalli, recibido un año antes y amigo de muchos de nosotros, fue sacado de la celda que ocupaba en el “pabellón de la muerte” de la cárcel de La Plata y desde entonces está desaparecido.
Quizás éste sea el momento para pedir también que un aula del colegio, al que representó en varias olimpíadas, como el atleta que era, y que lo vio nacer a su vida militante, lleve su nombre. Sí, un aula del Hipólito Vieytes, en su recuerdo y su homenaje, debería llamarse Guillermo Segalli.
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