› Por Juan Forn
Cuando el jovencito Saul Bellow leyó por primera vez a Delmore Schwartz, supo al instante que era la voz que habían estado esperando, él y América toda, y partió en peregrinación al Greenwich Village de Nueva York a conocerlo, a rendirle tributo, a absorber de él todo lo que pudiera y, por supuesto, a envidiarle cara a cara el talento, la suerte, la fama. Porque con apenas dos años más que Bellow y un solo libro (En los sueños empiezan las responsabilidades), Schwartz ya había tomado el cielo por asalto: de izquierda a derecha, del Partisan Review a la revista Time, de Harvard a los bares del Village, él hablaba y todos callaban de golpe para escucharlo. Schwartz era esencialmente un poeta. Aunque escribía ensayos y cuentos tan brillantes como sus poemas, era esencialmente una voz irresistible. Bellow se arrimó encandilado, como discípulo, pero al mismo tiempo como secreto par de Schwartz, porque en lo más íntimo sentía que él también estaba destinado a una voz equivalente y a equivalente grandeza. Schwartz ha de haberle sacado la ficha enseguida porque eran tal para cual: hijos de la Depresión, judíos pobres de padres inmigrantes que vieron en la inteligencia, en los libros, la posibilidad de construirse a sí mismos y salir al mundo y decir “Eh, todos, escuchen”, y tener la convicción absoluta de que el mundo se iba a parar a escuchar.
La cuestión es que hicieron contacto al instante, y durante un tiempo glorioso Bellow fue para Schwartz el compadre perfecto: partenaire, sparring, alma gemela, cofrade de delirios. Eran los eufóricos años posteriores al fin de la Segunda Guerra, todo era posible, todo estaba empezando de nuevo, y Schwartz le hizo creer a Bellow que no sólo eran el futuro de la literatura norteamericana, sino que en cualquier momento serían convocados desde lo más alto para definir el nuevo orden de las cosas en su país. Bellow iba subido a la ola de Schwartz, era imposible resistirse. Déjenme decir algo sobre la estampa de Schwartz. En un arranque de candorosa pretenciosidad, sus padres le habían dado el patricio nombre de Delmore, y él respondió fisonómicamente a su nombre con tan asombrosa fidelidad que esa estampa se transmitió a su actitud ante el mundo. Hasta sus peores enemigos lo llamaban Delmore, que no era lo mismo que decirle Schwartz. Quiero decir con esto que Delmore Schwartz creía realmente que lo tenía todo, que estaba llamado a llegar más alto que cualquier otro escritor americano. Había leído todos los libros, los tenía a todos danzando en un guiso bullente en su interior, todo eso encontraría plena expresión a través de su voz, y eso pasó a ocupar tanto espacio en su febril cabeza que no le dejaba tiempo para escribir los libros que supuestamente debía escribir entretanto. Bellow, en cambio, entendió bien rápido que él no era Delmore, que a un rusito de Chicago más valía escribir los libros que seguir desvelándose con el llamado de las altas esferas, y se fue a París con dos mangos, a encontrar su voz. Aunque ya estaba un poco grande, igual la encontró: escribió Augie March (“I am an American, Chicago born...”) y volvió a su tierra y con esa misma voz escribió Herzog (“If I’m out of my mind, it’s allright with me...”) y, mientras tanto, los sueños de grandeza de Delmore Schwartz habían ido virando a pesadillas, el estupor de no haber sido el que iba a ser lo había convertido en un monstruo autodestructivo que, en 1966, terminó muerto en un hotel para indigentes del Bowery. El cadáver estuvo dos días en la morgue de Nueva York hasta que supieron quién era. Nadie se acordaba de él. Mejor dicho, se acordaban demasiado bien de las homéricas borracheras, los brotes psicóticos, las internaciones en Bellevue, las escapadas del loquero, las apariciones fantasmales en el Village, los autos chocados, las llamadas telefónicas furiosas a las cinco de la mañana, demandando lo que le correspondía, porque Schwartz creyó hasta el fin de sus días que tenía “derecho soberano sobre la fortuna del mundo”.
En los momentos de gloria, cuando tuvieron brevemente a su cargo todo el departamento de literatura de Harvard, Schwartz y Bellow sellaron en una noche de borrachera su amistad, su confianza en el futuro mutuo, firmándose sendos cheques en blanco (“¿Qué clase de norteamericanos seríamos si fuésemos inocentes respecto del dinero?”). Nueve años después, cuando Schwartz estaba envenenado con el éxito de Bellow y su propio ocaso, le escribió en una carta (en lápiz y en un papel arrugado, metido de cualquier manera en un sobre igual de sucio y arrugado): “¿Quieres saber por qué te la tengo jurada? Porque tú creíste que yo iba a ser el gran poeta del siglo. Viniste desde Chicago y me lo dijiste. Y yo te creí”.
Nueve años después de la muerte de Schwartz, Bellow escribió una novela que cuenta la historia de su amistad y su enemistad con él. Está todo: la admiración a distancia, el acercamiento, el rol de discípulo confidente, la competencia, las primeras grietas de la decepción, la envidia, la pelea, el triunfo, la contemplación del fracaso del otro, el mal sabor de ser el que ganó, el que vio morir al otro. Parecen personas casi, aunque sean escritores. En un momento glorioso, un personaje femenino les dice a los dos: “Las mejores cosas de la vida son gratis. Eso significa que no puedes regatear con ellas”. Y uno de ellos mira al otro y le dice: “Eres igual de imbécil que yo. Te crees cualquier cosa si está bien dicha”. El libro se llama El legado de Humboldt porque Humboldt, el muerto que muere indigente y olvidado, le deja algo al vivo, que es exitoso y millonario, pero sólo va a quedarse al final con el legado que le dejó el hombre que más lo odiaba en el mundo, y ese legado alude genialmente a aquellos mutuos cheques en blanco. En uno de los momentos de máxima camaradería de los dos personajes en el libro, Bellow los pone a escribir un guión para Hollywood que ambos están seguros de que va a hacerlos millonarios: es la historia de Amundsen y el italiano Nobile y la llegada al Polo Norte. Amundsen quería llegar al Polo Sur, en realidad, y no podía juntar la plata para la expedición, le apareció un financista que le propuso llegar al Polo Norte en globo, que era más factible y más barato que llegar en barco a la Antártida, llevaron a Nobile como piloto, que era el as de los dirigibles. El italiano se envenenó de que Amundsen se llevara los laureles y convenció a Mussolini que le financiara una nueva expedición. El globo cayó en el Artico y el primero en salir a rescatarlos en un hidroavión fue Amundsen, que odiaba a Nobile. El avión de Amundsen se perdió en una tormenta y nunca se lo encontró. Nobile fue rescatado por un barco ruso y volvió, maltrecho pero vivo, a una Italia que lo celebró eufóricamente como héroe, para su estupor y malsabor. Hollywood descartó de un plumazo la idea: a quién le importaba Umberto Nobile, quién se acordaba de él. Y a quién le importaba Delmore Schwartz, quién se acordaba de él hasta que su mayor enemigo, el hombre que lo había traicionado, el que le había robado la gloria, lo rescató del olvido.
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