Dom 20.11.2011

CONTRATAPA

Qué pasa, qué pasa, qué pasa general Urquiza

› Por José Pablo Feinmann

El día es uno de esta semana. El del asesinato. Para peor, llueve. Porque la lluvia no lava la sangre, la expande, la lleva de un lado a otro, la mezcla con el barro. El mayor Irrazábal llega al galope a la casa del caudillo. Agarra una lanza y lo atraviesa. Dicen que preguntó dónde está ese bandido. Dicen que el legendario viejo respondió Peñaloza no es bandido. Inútil. Aunque sin llegar a los extremos de Sandes, Irrazábal era un asesino paranoico, útil para librar al elemento bárbaro de la República después del triunfo de Pavón. El colonialismo de Buenos Aires tenía que hacer esta tarea como los ingleses la hicieron en la India. Utilizó sus mismos valores: la civilización, el progreso, la cultura. Lástima que no quedó algo del espíritu del federalismo. Le habría dado un sentido lateral al sentido racionalista, europeísta de Buenos Aires. Pero a la elite de Buenos Aires poco le importaba el sentido lateral que la barbarie pudiera aportar. Era imposible que imaginara que esa idea estaría más cercana a Heidegger que a Smith, que a Marx. No habría que perdonar la crueldad con que la tarea se hizo. Pero el progreso tiene sus precios.

Tanto Sarmiento como José Hernández escribieron sobre la muerte de Peñaloza. Y muchos más. Sólo hay algo que quisiéramos notar. Sarmiento escribe: “El idioma español ha dado a los otros la palabra ‘guerrilla’, aplicada al partidario que hace la guerra civil fuera de las formas, con paisanos y no con soldados, tomando a veces en sus depredaciones las apariencias y la realidad también de la banda de salteadores. La palabra argentina ‘montonera’ corresponde perfectamente a la peninsular ‘guerrilla’ (...) Las ‘guerrillas’ no están todavía en las guerras civiles bajo el palio del derecho de gentes (...) Chacho, como jefe notorio de bandas de salteadores, y como ‘guerrilla’, haciendo la guerra por su propia cuenta murió en guerra de policía en donde fue aprehendido y su cabeza puesta en un poste en el teatro de sus fechorías. Esta es la ley y la forma tradicional de la ejecución del salteador (...) Los salteadores notorios están fuera de la ley de las naciones y de la ley municipal y sus cabezas deben ser expuestas en los lugares de sus fechorías”.

En 1863, un joven periodista de Paraná, que nueve años más tarde escribirá la primera parte de su poema inmortal, publica una airada defensa de Chacho y un ataque al partido unitario. Interesa ver cómo en Argentina, al partido de la “barbarie”, le sobraban buenas plumas. El sentido lateral, el integracionismo, la búsqueda de un país más amplio, la construcción, no de una ciudad, sino de una nación habría sido tal vez posible. Escribe Hernández: “Los salvajes unitarios están de fiesta. Celebran en estos momentos la muerte de uno de los caudillos más prestigiosos, más generosos y valientes que ha tenido la República Argentina. El partido federal tiene un nuevo mártir (...) El general Peñaloza ha sido degollado (...) en su propio lecho y su cabeza ha sido conducida como prueba del buen desempeño al bárbaro Sarmiento. El partido que invoca la ilustración, la decencia, el progreso acaba con sus enemigos cosiéndolos a puñaladas”. Esta era la parte “pesada” de la “carga del hombre blanco” que Kipling mencionaba. O lo que el mariscal Bugeaud, más íntimamente, sugería: a la barbarie hay que lucharle con la barbarie. La carga es “pesada” porque no sólo incluye la educación de los bárbaros, llevarles las luces y el progreso. También matarlos siempre que haga falta. Y suele hacer falta muy a menudo. Hernández asume la figura del poeta de la maldición: “¡Maldito sea! ¡Maldito, mil veces maldito, sea el partido envenenado con sus crímenes, que hace de la República Argentina el teatro de sus sangrientos horrores (...) Detener el brazo de los pueblos que ha de levantarse airado mañana para castigar a los degolladores de Peñaloza, no es la misión de ninguno que sienta correr en sus venas sangre de argentinos. No lo hará el general Urquiza. Puede esquivar si quiere a la lucha su responsabilidad personal, entregándose como inofensivo cordero al puñal de los asesinos que espían el momento de darle el golpe de muerte; pero no puede impedir que la venganza se cumpla, pero no puede continuar por más tiempo conteniendo el torrente de indignación que se escapa del corazón de los pueblos (...) el general Urquiza vive aún, y el general Urquiza tiene aún que pagar su tributo de sangre a la ferocidad unitaria, tiene que caer bajo el puñal de los asesinos unitarios (...) en San José, en medio de los halagos de su familia, su sangre ha de enrojecer los salones tan frecuentados por el partido unitario”.

Urquiza aprovecha la jugada de Pavón. Se retira de la política y se dedica a los negocios. Pero los federales siguen pidiendo su apoyo. Lo exige Felipe Varela en Manifiesto a los Pueblos Americanos. Urquiza parece no escuchar nada. Apoya a Mitre en la guerra contra el Paraguay, ese genocidio americano, tan secreto, tan oculto como el armenio. Y lo peor: luego de su frustrada competencia con Sarmiento por la Presidencia de la República acepta que éste lo visite en Paraná. Sarmiento llega en un vapor que lleva por nombre Pavón. Imposible una injuria mayor. El líder de los federales se abraza con el asesino de Peñaloza. No hay más que decir.

En abril de 1870 se escucha el bochinche de una caballada embravecida en el Palacio de San José. Son los federales de López Jordán. Urquiza sale armado. Le disparan y después le hunden los puñales de la venganza. “Ricardito, ¿por qué?” “Por traidor y por hijo de puta, general. Traidor al federalismo argentino. Hijo de puta... por usted mismo nomás.” “No era posible derrocar a Mitre. Los ingleses estaban con él.” “Podríamos haber tenido un país mejor. No sé el resto de América. Pero el nuestro pudo haber sido mejor porque tenía a los federales y éramos muchos.” “Pero eran bárbaros, brutos.” “Teníamos los mejores intelectuales. Lo teníamos a usted, el vencedor de Rosas. Otro puerto, Rosario. Un interior mediterráneo que pudo desarrollarse si lo protegíamos. Teníamos a los hermanos del Paraguay. Usted y Mitre les mataron seiscientos mil hombres. Hubieran sido nuestros. Ahora, gracias a todas sus traiciones, vamos a tener un país de porteños. Una gran ciudad y el resto un páramo derrotado.” Urquiza, algo curioso aún, pregunta:

–Cuando venían para el San José les escuché gritar: “Qué pasa/ qué pasa, general/ está lleno de gorilas/ el gobierno federal”.

López Jordán sonríe y se le achican los ojos.

–Es un anacronismo.

–¿Y eso qué es?

–Se va a morir antes de poder entenderlo. Pero cuidado: nosotros somos el pueblo pobre en armas. No somos vanguardia de nada. A no confundirnos. Y ahora, si me permite...

–Qué.

–La puñalada del final.

Y le enterró el puñal con tantas ganas que ya nada podía importarle de lo sucedido ni de lo que pudiera sucederle. Si hay un acto que justifica nuestra vida por completo él acababa de cometer el suyo. El federalismo moría. Pero su asesino también. O, mejor aún, ya estaba muerto.

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