› Por Rodrigo Fresán
UNO Aquí viene, aquí está, de nuevo, como siempre: el enfermo fuera de lugar, el unimorfo perverso, el sádico aguafiestas, el acosador de menores. Aquí vuelve a hacer su aparición el padre. Rodríguez llevando de una mano a su hijito a la fiesta de uno de sus muchos, demasiados, amiguitos. Y, en la otra mano, sosteniendo un paquete. Y vuelve a suceder lo de siempre: el cumpleañero saluda velozmente al hijo, se arroja sobre el regalo como un pequeño lobo famélico y desgarra el papel metalizado.
Y ahí está, ahí viene, de nuevo, como siempre: un libro.
El degenerado de Rodríguez decide –ha vuelto a decidir– que la mejor ofrenda para un niño en edad de empezar a leer es nada más y nada menos que un libro. Nada electrónico, inalámbrico o a pilas. Todo lo contrario: un objeto antiguo pero de sobrada y eficaz permanencia. Algo que se abre como una puerta para salir a jugar y no se activa como una ventana cerrada (esa pantalla) poniendo marco y límites mientras seduce y engaña con la promesa del infinito.
Y Rodríguez ya sabe cómo sigue: el amiguito de su hijo lo mira sin entender, sosteniendo esa cosa con apenas dos dedos, dejándola caer o haciéndola a un lado; porque aquí llega otro invitado, otro regalo, seguramente más divertido que el suyo. Atrás, vasos de papel en mano, los padres y madres me miran y hacen comentarios en voz baja. O tal vez no; pero Rodríguez –paranoico asumido– no puedo evitar sentirlo así.
Dos o tres horas después, volverán a casa, y caerá la noche y, con la erupción de las estrellas, la voz de su hijo pidiéndole que sigan con el libro que están leyendo por capítulos lo consolará haciéndole pensar en que está haciendo las cosas bien. Y, en sincro, pensará también en que tal vez está arruinándole la vida. Y que no será suficiente proclamar su inocencia recordando que, también, supo calmar su afición a los Transformers, a quienes nunca entendió del todo pero que lo mismo estudia con amor y paciencia de padre. A propósito de la saga Transformers: Rodríguez se pregunta qué necesidad tiene una tecnología superior y cósmica de venir a la Tierra para convertirse en torpes y rompibles automóviles que ni siquiera son ecológicos. Se pregunta, también, qué necesidad tiene un objeto tan atemporal como un libro de mutar a versión futurística y, por lo tanto, efímera. Y se dice que, quizás, de aquí a un tiempo, su hijo lo odie por no haberlo iniciado antes en los misterios de la Xbox o del Wii o del iPad y de tantos otros ingenios de este presente cada vez más fantacientífico. “Mi padre me hizo unplugged” sollozará su hijo en el diván virtual de su psicoanalista hologramático. Pero Rodríguez ya estará lejos, inalcanzable, ligero polvo en el pesado viento posándose sobre los estantes de alguna biblioteca que ni los bomberos inflamables de Ray Bradbury considerarán foco de peligro y a la que, apenas, se dejará sola y bien custodiada –antigüedad y antigua– como se custodia a los huesos prehistóricos de un animal muy pesado ocupando demasiado espacio en las alas cortadas de un museo. Visitantes y curiosos: ¿para qué quemar libros cuando –resulta tanto más ecológico, contamina menos– se puede fundir a lectores biodegradables?
Ahora, la televisión emite imágenes de presidentes latinoamericanos reunidos alrededor de algo que parece un tablero de T.E.G. o RISK gigante, o una atracción jubilada de la primera Disneyland, o un campo de minigolf; postales de presidentes europeos alrededor del vacío absoluto de explicaciones y del casi invierno de su descontento (con la novedad de un nuevo villano en el que descargar presiones y frustraciones: ¡Inglaterra!); vistas del anestesiante clásico Real Madrid; souvenirs de las ventajas y desventajas de un doble-puente/macro-feriado... Pero la gran noticia no es otra que la llegada del Kindle a España a un costo de –la irritación de los números casi redondos– 99 euros. Vino a presentarlo el representante de Amazon Europa, un tal Gordon Willoughby, con look de personaje de sitcom. Ponerlo a los pies de ese arbolito del que, seguro, mañana se hará leña. Porque hace frío.
DOS Y hubo un tiempo –recuerda Rodríguez– en que la televisión era el enemigo. Ahora, dicen, es en la televisión donde se escriben los capítulos de la interminable Gran Novela Americana y todo eso. Pero, antes, en otro milenio, allí estaba él: ocho o nueve años, frente a un televisor antiguo, pocos canales, tres o cuatro, y tanto más primitivo que cualquier libro. Porque ese televisor es en blanco y negro y Rodríguez ya lee, siempre, en colores y en perfumes y en sonidos mucho más fieles y sutiles y atronadores. Rodríguez puede sentir las cuerdas de velas piratas y el frío de hielos polares y el suave viento de las estrellas acariciando su traje de astronauta.
Y Rodríguez está viendo su programa favorito. La serie de televisión The Twilight Zone, conocida en España como En los límites de la realidad. El episodio de hoy –de entonces– se titula “Time Enough at Last” y el “héroe” es un pobre tipo llamado Henry Bemis. Un gris y miope oficinista que sólo alcanza la felicidad cuando lee. Pero su despótica esposa no se lo permite en casa y, mucho menos, se lo permite su despótico jefe en su escritorio. Una y otro no lo dejan leer. Un mediodía, en la hora de su almuerzo, Bemis baja a la bóveda, en el sótano, para poder leer tranquilo. De pronto, temblor; y, al volver a la superficie, Bemis descubre que todo ha sido arrasado por una por entonces muy de moda Bomba H. Bemis comprende que no queda nadie vivo en la Tierra y –superada la angustia inicial que le hace pensar en el suicidio– se da cuenta de que, al fin, en el fin del mundo, concluida la guerra más breve de la Historia, tendrá todo el tiempo del mundo para poder leer en paz. Bemis se dirige hasta las ruinas de una biblioteca y, feliz, comienza a recoger novelas y ensayos y enciclopedias y diccionarios y a organizarlos en pilas, en el futuro de sus libros, en sus libros del futuro. Entonces, de golpe, Bemis tropieza y se caen sus gafas, y se rompen. Igual que se rompería un iPad o un Kindle o lo que sea, lo que vaya a ser. La última escena muestra a un Bemis casi ciego, indefenso, con los ojos bien abiertos, pero ya sin poder leer nada.
Pero ése no es el tema, piensa Rodríguez.
El tema y la advertencia es ten cuidado con lo que deseas porque puede cumplirse y –como decía Kurt Vonnegut– ten cuidado con lo que pretendes ser porque eso es lo que finalmente eres.
Tenerlo todo al alcance de la mano no significa estar capacitado para disfrutarlo, o comprenderlo, o verlo. El acceso a una superficie sin límites puede significar, también, la condena a la superficialidad, al dar saltitos de piedra en piedra, luego de haber perdido la habilidad para mojarse, con dedicación absoluta, en un pequeño pero profundo punto del torrente. Y siempre puede acontecer un pequeño pero definitivo accidente fuera de guión o de programa que te transforme o te vuelva un aparatoso sin retorno. No es fácil, no es sencillo, mañana nunca se sabe.
Mientras tanto y hasta entonces, no, lo siento, así es la vida, Rodríguez no guardó el recibo, no puedes cambiar ese libro por otra cosa, pequeño.
Feliz cumpleaños.
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