CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Es sabida la brillante tesis de Ricardo Piglia respecto de Borges, que se puede sintetizar en la alevosa construcción, por parte del mismo maestro, de una doble tradición personal, dos linajes que confluirían en su obra y le darían (in)equívoca identidad: el linaje de la sangre –encarnado en la memoria de su madre, que narra / confunde la historia familiar (Isidoro Acevedo, el coronel Francisco Borges) con la Historia a secas, el devenir de la Patria– y el linaje de los libros, representado por la infinita biblioteca de su padre, esa multitud de volúmenes ingleses entre los que –dice– se crió.
Inevitablemente argentino y deliberadamente universal, Borges –el conjunto de la obra borgiana– es impensable e inexplicable si no se reconoce la convergencia / superposición / complementariedad única y enriquecedora de estos dos reconocidos linajes. Por eso es original y, además, por talento, es un genio.
Claro que no siempre –o casi nunca– la apreciación de esa totalidad compleja irreductible a categorías simples resulta satisfactoria para ciertos lectores, críticos o clasificadores dispuestos a desechar todo aquello que no quepa o calce en la budinera previamente dispuesta: qué clase de escritor tan argentino es éste, tan universal que parece que podría ser de cualquier otra parte. Algo así.
El tema de Borges, su carácter excepcional y las dificultades que presenta encasillar su figura para cualquier mentalidad que piense la identidad en términos de apropiación (nacionalista o de cualquier tipo) reaparece, transpuesta, corrida, pero con renovados elementos de análisis, en el caso, no tan distante como parecería, de Lionel Messi, un genio argentino / universal absoluto con identidad –por lo menos– en discusión.
Al respecto creo, sinceramente, que si bien el maravilloso jugador no ha formulado al menos hasta ahora –que yo sepa– teoría o declaración alguna en cuanto a lo que considera sería el origen de sus habilidades y saberes, el entramado íntimo de factores y experiencias, las vivencias clave que han hecho de Messi lo que Messi es jugando al fútbol, tenemos elementos más que suficientes como para proponer en su nombre y para su / nuestra mejor comprensión del fenómeno (que lo es) algunas hipótesis tal vez no descaminadas.
Cabe acaso hacer un leve rodeo conceptual. Es sabido que para jugar al fútbol primero hay que saber jugar a la pelota. Un saber no implica el otro ni lo sobreentiende ni lo sustituye. Como la relación entre hablar y leer-escribir. Son dos cosas distintas y de aprendizaje sucesivo, habitual/naturalmente no simultáneo. Hoy está en crisis esto.
Antes de los arcos, del gol, de la idea de compañeros y de rivales, antes del fútbol mismo están la pelota, la relación individual con ella, el de-safío de controlar, amansar, manejar, dirigir, escamotear un objeto que está hecho intencionadamente para moverse, ser incontrolable... Además, maravillosamente, el fútbol adquiere su sentido y grandeza a partir de imponerse libremente la inhumana dificultad inicial: la interdicción básica, el tabú de no usar la mano.
No en todas partes se aprende a jugar a la pelota de la misma manera. Creemos que en la relación con la pelota (cómo se juega, cómo se la usa, se la concibe, piensa y trata) suele radicar la escurridiza identidad –concepto hoy en crisis– de una comunidad futbolera: país, región, cultura, clase, raza y sus mezclas. Y eso tiene que ver con la experiencia primaria, inicial, de contacto con la movediza esfera.
El padre futbolero argentino llega a casa y trae de regalo a su tambaleante hijo varón de año y medio la primera pelota. La suelta y cuando el bebé va a agarrarla escucha: “No, con el pie”. Esa es la regla primera y fundante. La otra es meses después, cuando tras patear ida y vuelta durante rato largo, el padre no devuelve la pelota sino que pone el pie encima y dice: “Vení a buscarla, sacámela”. Y cuando el pibe tira la patadita patea el aire, ya no está ahí. Y hay que sacársela a papá, que la pisa, la oculta con el cuerpo, pone el culo, gambetea. Primero se aprende eso. Y al socializar, se nota. En un cumpleaños de cuatro años, se suelta una pelota y todos corren detrás, el que la consigue gambetea hasta que otro se la quita y éste sigue hasta que la pierde y así... La primera relación con la pelota –en la Argentina– es de dominio y posesión: es algo que uno consigue, tiene y retiene, gambeteando, a base de habilidad, manejo, astucia, hasta perderla. Los arcos y los compañeros vienen después, con la idea de partido –que ya es fútbol, no pelota– y finalmente se adquiere, a regañadientes, como debe ser, la idea de pase. El pase es el último recurso cuando no puede tenérsela más...
En este país y en esta cultura, esta manera de concebir empíricamente el juego desde la posesión individual de la pelota se desarrolló históricamente en un ámbito irregular e improvisado, el potrero –que exigía destreza extrema en el dominio–, y se expresó en una forma de enfrentamiento ocasional y anárquico, el picado, que no era otra cosa que suma de individualidades. Demás está decir que no todas las culturas futboleras están basadas en esta idea-fuerza primigenia. La argentina, sí. Con todas sus virtudes y limitaciones, es desde esta base conceptual inconsciente que hemos generado nuestras grandes individualidades desequilibrantes: grandes jugadores de pelota –aptitud técnica– que, a veces, fueron grandes jugadores de fútbol: concepto táctico. No siempre, claro. Lo que sí, la ecuación no es reversible. Porque la (destreza) técnica se desarrolla, se aprende, pero no se enseña.
Así, aprender –y enseñar– a jugar al fútbol es una operación radicalmente diferente, que requiere un salto cualitativo, con la adquisición de otros conceptos, que pueden ser diferentes según la experiencia, la escuela, incluso la ideología de los responsables de impartirlos como válidos. Y no en todas partes ni momentos se ha jugado ni se juega al fútbol de la misma manera. En eso también hay diferencias que marcan idiosincrasia.
Volviendo, tras el necesario rodeo, al caso de Lionel Messi, creo que se trata, como en el ejemplo borgeano, de la notable confluencia de un doble linaje. Parafraseando a Piglia, en la Pulga hay un linaje de la sangre, mamado intuitivamente en la primera infancia y preadolescencia, que tiene que ver con la experiencia inigualable e intransferible de haber aprendido a jugar a la pelota en la Argentina. Lionel no se crió en Manresa ni a orillas del Llobregat, sino en Rosario: respiró, transpiró esa tradición y esa técnica. Y fue y es un extraordinario, único, jugador de pelota.
Pero también o sobre todo –a diferencia de otros o de todos los demás– confluye en él, se superpone, sobre esa base técnica furiosamente argentina, otra tradición conceptual, no intuitiva sino más letrada –digamos– que tiene que ver con una manera de concebir el juego, de jugar al fútbol con todas las letras, que es la que recibió, como un dotado Harry Potter en bruto, cuando fue a escuela del fútbol universal que es la del Barcelona, del gran Johan Cruyff y los ancestros holandeses, vía Guardiola & Co, hasta ahora.
Las perplejidades que genera su aparente rendimiento dispar según juegue con la camiseta que representa una tradición o con la otra, tienen que ver –estoy seguro– con no reconocer en él esta condición genial, insólitamente anfibia de su talento. A la inversa de lo que solemos preguntarnos con tantos de nuestros precoces y muy buenos jugadores de pelota arruinados por jugar al fútbol en condiciones –países, clubes, tácticas– que no aprovechan sus aptitudes, hay que atreverse a preguntarnos si Messi hubiera sido lo que es si se hubiera quedado a jugar al fútbol acá.
Yo creo que no.
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