Mié 21.12.2011

CONTRATAPA

El moderno tenebrismo

› Por Mario Goloboff *

En pleno Barroco surgió esta tendencia fundamental en la pintura europea, el “tenebrismo”, fruto, como aquél, de los ajustes de la Reforma, de los desbordes permisivos de una Contrarreforma que seguramente no los quiso tantos y, claro está, de la reivindicativa y voraz presencia de la imagen y de los sentidos contra la que luteranos y calvinistas habían arremetido sin descanso. El cuerpo, que comienza a reaparecer con rasgos marcadamente bárbaros –marcadamente naturales y reales– en la obra de Il Caravaggio (Michelangelo Merisi, 1573-1610), sus pies toscos y sus manos de dedos laboriosos y retorcidos, alcanzará los acentos más terrenales y los tintes más chocantes en Lo Spagnoletto (Jusepe de Ribera, 1591-1652).

Del primero (que fue también el primero en promover los cambios, sin que se le conozcan demasiados antecedentes, aunque sí la mar de seguidores), a quien muchas veces la maliciosa crítica supuso rebajar a la categoría de “naturalista” ignorando su luz incomparable y la composición renovadora, llegó a contarse que detenía a sus modelos por la calle para hacerlos posar y que no ocultaba ni corregía sus defectos. Por ello, quedan esa suerte de revuelta plebeya y esas formas vitales que no por casualidad los franceses del XIX, Théodore Géricault (pintor romántico de la vida cotidiana) y Gustave Courbet (saliendo del taller hacia el sol y el aire), rescataron de los depósitos de los museos, y que para Renato Guttuso constituyen “una pintura nueva, compleja, irreducible a esquemas y a escuelas, solitaria grandeza de una poesía aún más solitaria”.

Del segundo, Lo Spagnoletto, luego de tolerarse que utilizara los elementos más rústicos y de sostenerse con Lord Byron que “alimenta su paleta con la sangre de todos los santos”, admitieron que sensualizaba mediterráneamente la luz, que llegara a ser un eximio colorista, y que muy poco más que las celdas martirizantes e inquisitoriales, los claustros y la carne desgarrada pudiese mostrar del sombrío catolicismo español.

El gran escritor cubano, maestro de literatura y de estética Reynaldo González, recuerda y resalta en Insolencias del Barroco el papel que aquí le cupo a una mujer: Artemisia Gentileschi (1593-1654). Sombría desde los títulos de sus telas (Susana y los viejos, Historia de una Pasión, La penitente Magdalena, Judit degollando a Holofernes), reflejó sus propias penas y ultrajes en una pintura de gran elaboración formal y, sobre todo, fue en el arte un adalid (y hoy así se la reconoce) de reivindicaciones femeninas frente a los abusos masculinos de la sociedad. Si bien sólo quedan treinta y cuatro obras autenticadas como de su mano, se presume que entre extravíos y falsas atribuciones (generalmente, a hombres, ya que parecía normal no adjudicar tanta fuerza expresiva a una dama) ellas suman muchas más. Su trayectoria, en efecto, fue a saltos audaces y a violentos retrocesos desde el principio. “Luego de reveses tan definitorios como mal historiados (cuenta Reynaldo González) se hizo con el negocio paterno, burló el fatalismo de los encargos simpáticos –supuestas condescendencias a su condición femenina–, acometió intrincadas empresas creativas con fuerza y decisión tales que su padre (Orazio Gentileschi, pintor oficial del Papa), en lo que quizá consideró un raptus lírico, le regaló una definición drástica: . Con el tiempo, ella lo tomó en serio.”

Había sido violada en la adolescencia por un aprendiz del taller del padre, Agostino Tassi, quien por toda reparación le prometió indefinida e incumplidamente matrimonio; torturada (¡en los dedos de las manos!) por la justicia romana para que no perjurara; acusada de no ser “illibata” al momento de la violación; casada finalmente con otro pintor (Pietro Antonio de Vicenzo Stiattesi) y mudada a Florencia para recomponer su vida, la que por fortuna (y cierta ayuda de los Médici) rehizo con una gran carrera, alguna hija y aún simbólicamente, degollando varias veces a Holofernes, para lo que se valió de la obediente mano de Judit.

Jeanne Hyvrard, escritora y economista francesa, alude con inteligente asociación en ¿La mujer existe? a la actitud de Artemisia ante la vida, que hoy se reivindica desde el feminismo: “Trató de obrar por su propia cuenta, en tanto que eso le estaba prohibido, imaginándose que el Renacimiento le daría la posibilidad de ello, antes de descubrir que la cuestión de la perspectiva y del punto de vista, en el sentido más propio del término, no era tan simple como lo parecía”. Llama muy poco la atención, entonces, que tal mujer haya quedado en la historia del arte entre las figuras mayores del tenebrismo barroco.

Una ligera comparación del legado de este movimiento con la función de la imagen y de la palabra en los medios de hoy, radiales, televisivos, periodísticos (los cuales, vaya si justificarían la frase de Byron sobre Lo Spagnoletto en cuanto a la alimentación con sangre), sería simplista y demasiado considerada para con la pobre estética que los infunde, pero en la exasperación de su papel puede verse hasta límites inimaginables cómo ha ido acentuándose y rebajándose aquel tenebrismo. Quizás el deseo de escarbar y de exhibir zonas recónditas y oscuras de nuestra condición provenga de las necesidades de la dostoievskiana alma que portamos y esté casi en la constitución psicológica y antropológica, pero es evidente que fue afinándose y, a la vez, degradándose con los tiempos. Ha ido perfeccionándose en la mostración que los medios de comunicación permiten cada día más y mejor, y se ha ido haciendo más solazada, más cínica, más perversa y canallesca. Es difícil hoy encontrarle alguna virtud estética, puesto que de las éticas sería disparatado hablar.

Podría argumentarse en su defensa (y averiguar más fina y desprejuiciadamente si no cabría algo de razón) que no es la mecánica de representación de la realidad la que fue acentuando sus caracteres macabros sino la realidad misma, la cual, en sus campos de concentración y de exterminio, sus matanzas colectivas durante el siglo XX y lo que va del XXI, su obscena producción y exhibición de la muerte infantil y juvenil, su violencia de género, su infame explotación del trabajo sexual, su hacinamiento de minusválidos y de ancianos, su condena al hambre, a la miseria y a la ignorancia de vastísimas masas, su proliferación de maltratos, torturas, ultrajes y daños a la humanidad de los humanos sobrepasa con creces cualquier imaginería que pretenda exhibirla o relatarla. Y que este de la pintura fidedigna y exacerbada es tal vez uno de los extraños modos que han encontrado las sociedades de exorcizar sus temores ancestrales, sus propios miedos actuales.

Otra hipótesis de trabajo se me sugiere, ésta más argentina. La de que aquí la violencia y el “descarnamiento” (de larga tradición económica, alimenticia, guerrera y política), habiendo llegado a sus inconcebibles extremos con la última dictadura cívico-militar, haya dejado una secuela casi de naturalidad en la consideración y tratamiento de estos fenómenos. Cosa que a veces se hace muy evidente en el asalto cotidiano de la razón y, pareciera, en el lenguaje brutal y sin matices que utilizamos a diario. Es probable. Es probable que, también aquí, haya una especificidad nacional, pero, en tal caso, no tendríamos de qué jactarnos.

* Escritor, docente universitario.

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