Lun 23.01.2012

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Ojota & Porción

› Por Juan Sasturain

Antes –hace muchos años, digo: cuando yo era pibe–, casi todo el mundo tenía sobrenombre. En el interior sobre todo, en los pueblos donde me crié. Ahora se cree o está bien pensar que decirle a alguno Petiso, Dado, Manteca, Pelado, Zurdo, Ropero, Negro, Rengo o Gallego o Ruso o Colorado o Fideo o Chino es agresivo, prejuicioso, discriminatorio. La verdad –y que me perdonen los bien pensantes– me parece que son boludeces. Claro que hay diferencias de tiempo y espacio que deben considerarse.

Por ejemplo, en los lugares chicos, en los barrios, en los pueblos, el apodo sirve para individualizar, para diferenciar, para hacer a un tipo único, personalizarlo; en los lugares grandes es exactamente al revés, sobre todo cuando son calificaciones de grupo: los negros, los coreanos, los bolitas, los putos, los chilenos... Son como bolsas en las que cada uno se disuelve, indiferenciado en el grupo, en especial si son calificativos raciales o por la apariencia, la pinta o las costumbres sexuales. Ahí sí los individuos pierden su condición personal e intransferible y se definen (se difuminan) por pertenecer a una clase. Porque la clase –con toda su carga connotativa– es anterior al apodo.

Pero en aquella época, o entre aquella gente, era al revés: el apodo fundaba, recortaba una clase de uno. El Oreja Trinchero y el Oveja Zacarías –se llamasen Juan Carlos, Oscar o Roberto: clases saturadas e indiferenciadas– eran alevosamente únicos. Qué suerte, digo yo. No sé si era mejor, ni presumo inocencia, pero era cualitativamente distinto.

En cierta manera, y siguiendo con la misma línea de razonamiento, es lo mismo que pasaba con las calles, los nombres de las calles en los pueblos. En esa época la gente no usaba (no salía/entraba con) la cédula de identidad, del mismo modo que las calles no tenían nombre, o sí tenían –como el documento–, pero no se usaban para ubicarse, para entenderse a partir de la experiencia única. Uno se orientaba/se indicaba así: la casa verde frente a la estación, lo del Turco, al lado de la verdulería, a la vuelta de lo de la Vieja Ayala, enfrente del kiosco del Zorrino Sosa, y así. Personas singulares, individuos, lugares específicos con referencias puntuales en tiempo (historia vivida) y espacio (recorridos hechos). Un mundo denotativo hecho de pura connotación, que ya no es el de ahora.

El que no entiende que, en un pueblo, la calle del vivero es más exacta y verdadera que la calle 7 o la calle Belgrano, no entiende nada. Porque calle 7 y calle Belgrano hay en todas partes, no deja de ser una clase (los números, los próceres), pero la calle del vivero, como la del cementerio, es sólo ésa, evoca una imagen precisa y única.

Un ejemplo es el viejo balneario donde –desde hace años ya– paso estos meses de verano. Las calles tienen, o en algún momento les pusieron, doble denominación, por si una fuera poco: así, tienen número (pares e impares, según dirección respecto del mar) y, además, nombres de flores. Por ejemplo, la 52 es también Jacintos. Y así, todas. Bien: esos rótulos sólo sirven para los turistas que se asoman por las absortas ventanillas a preguntar direcciones que, para los lugareños, suenan tan distantes y convencionales como los nombres de los cráteres lunares o los canales de Marte. Nadie las usa.

Eso es: el uso. Los nombres más genuinos son siempre consecuencias del uso, son un resultado más o menos demorado o explosivo, ocasional, del uso y de la experiencia... Por eso es lindo sumar a la idea de uso –válida sobre todo para la topografía– la idea de ocurrencia, inseparable de la denominación humana: los (mejores) apodos, los que no decantan de la pereza o la simple imbecilidad –la tele genera idioteces todo el tiempo, poniéndoles a los jugadores de fútbol sobrenombres de anteriores con el mismo apellido–; los apodos, digo, son o surgen de ocurrencias. Ocurrencias casi en sentido filosófico: hechos únicos, sucesos singulares, marcas indelebles.

El ocurrente cuasi compulsivo y sistemático –el “humorista cordobés”, digamos–, el proveedor de comparaciones y símiles al estilo de los que popularizó el gordo Cognigni en Hortensia, es un ejemplo de nuestro mejor humor popular. Pero no es necesario ir hasta esos extremos de pericia y sutileza. Uno se encuentra todo el tiempo con ejemplos de ocurrencias memorables –me pasa a mí, sin ir más lejos, en mi novela de bañeros, que el apodo de Salvador Noriega, “Dudoso”, es perfecto–, porque el de los sobrenombres es un mundo oral, no codificado ni con otras referencias que las dadas por la ocasión. Claro que ya no hay tantas ocasiones/necesidades de apodar o sobrenombrar. Una son los picados playeros, experiencia en extinción.

Seamos obvios. Cualquiera que ha jugado en la playa lo sabe. Ahí nadie se presenta y dice me llamo Ignacio Salazar, soy Juan Carlos Colombo, Hernán Paladino... Van, pelotean, se ven jugar, eligen, “vení vos, pibe”, “el amarillo para nosotros”, “usted, señor, gorrito, juegue para ellos”, “gordo, vos andá al arco”, “vos, remera, andá atrás”, “el pelado es nuestro”, y así.

Ayer asistí como espectador y auditor privilegiado –no jugué, no podría jugar– a la constitución y el desarrollo de un picado playero. Atardecer con playa ancha y marea baja, seis contra seis y arco chico, pelota normal. Pibes y grandes, conocidos y sueltos adosados. Y de esa experiencia me quedan dos nombres, dos voces, dos denominaciones que me dejaron maravillosamente asombrado, lleno, me salvaron el día. En distintos momentos, dos de los participantes del juego fueron nombrados por sus compañeros por necesidad de llamar su atención, aplauso o reproche: “‘Ojota’, acá”, “‘Ojota’, hacelo” clamó sin resultado un frustrado goleador esperando frente al arquito vacío mientras el flaco con sus increíbles hawaianas seguía demorando el centro, amagaba en terreno mojado y no lo hizo nunca. La sinécdoque elemental –la parte por el todo– nunca fue más expresiva.

Y la otra es una joya hermética, la dejo como enigma, les tiro el hueso, el nudo para desenredar: a uno de los del grupo mayoritario, los que trajeron la pelota, los cuatro o cinco amigos fundantes del suceso, hacedores del picado, le decían “Porción”.

“Porción” fue uno de los mejores: callado, criterioso, siempre ubicado en medio del quilombo que suelen ser estos picados, puso un par de pases gol y cerró tres o cuatro veces sobre la línea evitando goles hechos.

“Porción”, qué maravilla: un pedazo de jugador.

Les dejo la inquietud.

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