› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO ¿Qué se puede hacer salvo ver series de televisión? Seguramente muchas otras cosas. Y algunas de ellas acaso mejores y más productivas. Pero de un tiempo a esta parte, Rodríguez no encuentra por sus alrededores lugar y tiempo mejor que el consumido, embobado, frente a la caja cada vez más inteligente. O al menos eso aseguran varios intelectuales de fuste, repitiendo una y otra vez que si Shakespeare y Austen y Dickens vivieran hoy estarían trabajando para la HBO y sus derivados. Melville no. Melville, como mucho, hubiera llevado su proyecto de Moby Dick a Terrence Malick y a ver qué pasa, qué sale. Pero a no distraerse o confundirse, y Rodríguez consulta su agenda de grabaciones en pantalla, cortesía previo pago del programable artefacto proporcionado por Digital+, y saca cuentas con los dedos de ambas manos más el de algún pie. Rodríguez esta ahora enganchado y comprometido con –por orden alfabético– American Horror Story, Bones, Breaking Bad, Castle, Downton Abbey, In Treatment, Mad Men, Pan Am, Person of Interest, Sherlock, The Killing (la versión nórdica) y alguna otra que pasa por ahí.
Y Rodríguez se acuerda de esa tía suya que solía repetir –como en un mantra circular– aquello de “yo tengo todo el tiempo la televisión puesta porque me hace compañía”. Su tía, claro, se refería a otra cosa: a los tertulianos programas de la mañana y tarde y noche donde todos lanzan alaridos al mismo tiempo o, más cerca, a los reality shows ofreciendo “la vida en directo”. Rodríguez, en cambio, no tiene su plasma latiendo sin parar como blanco ruido de fondo sino, por lo contrario, como colorida armonía en la que hundirse y ahogarse con la apenas secreta esperanza de que nunca encuentren su cuerpo. Digámoslo así: Rodríguez no deja de ver televisión no para sentirse acompañado sino para acompañar a tanta gente. Gente querida que nunca te hará daño y que a lo sumo, como mucho, de tanto en tanto te clavará la espina de algún episodio que ya se vio. Pero –no deja de ser un pinchazo cariñoso– siempre se puede volver a ver.
DOS Gente como uno, como él, aunque no tengan nada que ver con su vida y persona. A saber: vecinos góticos y siniestros, forenses freak, narcos domésticos, escritores que investigan, aristócratas esclavizados por su abolengo y servidumbre ama y señora de su destino, psicólogos neuróticos, publicistas en celo, azafatas de altura, vigilantes paranoides, la versión contemporánea de un detective victoriano, una mujer policía adicta a pesados sweaters de lana... Amigos suyos, todos. Incluidos los malos de la cuestión. Y Rodríguez los mira y los sigue de una manera tan diferente a la que siguió –en blanco y negro, en su cada vez más lejana infancia de tres o cuatro canales– a Rod Serling, a John Steed y a Emma Peel, a Don Diego de la Vega y al parlanchín sordomudo Bernardo... Entonces la televisión era una de tantas cosas, otro estímulo más, algo que sucedía entre el colegio y un parque y un libro. La cosa comenzó a cambiar hace unos años, con la llegada a su vida de muy verosímiles irreality shows como Alias y Battlestar Galactica y The Sopranos y The Wire. Y pronto, para Rodríguez, ya no hubo más tiempo libre para dedicarle al tiempo libre.
TRES Y, claro, lo barato sale caro y todo contrato aparentemente perfecto apenas esconde la mefistofélica letra pequeña en tinta invisible. De ahí que, de unos años a esta parte, Rodríguez ya no pueda entender su mundo si no es a través del ritmo y cadencia de las series de televisión. De este modo, le basta con una conversación semanal con –por orden de estreno en la programación de su vida– su esposa y su hija y su hijo. Y, a diferencia de lo que le sucede con muchos de sus nuevos amigos y amigas, Rodríguez no se queda con ganas de ver más, de seguir viéndolos. Le alcanza y le sobra con esas pocas y contadas palabras, con la muy ocasional risa grabada, y prefiere no pensar en que, de aplicársele los férreos e impiadosos criterios de los canales norteamericanos, su humilde T.V. dramedia cotidiana no llegaría a cruzar ese Rubicón de la primera temporada. Tal vez la defenderían un poco los fans de Seinfeld y Larry David (cultores del “aquí no pasa nada” como trama ocurrente), quizás recibiría algún premio prestigioso cuando ya no esté en el aire y sólo quede esperar el éxito póstumo y sobrenatural: esa box con extras y descartes para uso de aquellos que no se resignan al final y buscan consuelo en la repetición y en el recuerdo, como quien hojea un álbum de fotos familiares.
CUATRO Y el síntoma no se queda allí. De pronto, para Rodríguez, la realidad grande y ajena también parece gozar –pero no hace gozar– con hipnótica cadencia episódica y capitular. Así, en los últimos episodios de sus noticiarios favoritos Letizia salió a comprar frutas y verduras en plan hija de vecina, se le siguen descubriendo paraísos fiscales al infernal Entramado Urdangarin, son declarados inocentes varios de los imputados en el caso Marta del Castillo, Garzón se sienta en el banquillo de los acusados, el Barça y el Real Madrid vuelven a chocar (y abundan los análisis de esa mano de Messi bajo el botín de Pepe en plan C.S.I. Bernabeu), la cosa se la complica a Rajoy y a su popular partido, mientras que Rubalcaba y Chacón luchan por el poder del PSSSE, ese barco italiano no deja de hundirse, y se augura fulminante recesión para las dos próximas temporadas de una serie poco seria llamada España.
Rodríguez, por supuesto, pasa en puntas de pie y bailando el zapping por todo eso y vuelve a su hogar, dulce hogar. A su reino de fantasía, a su divina mansión a la que agrega dos nuevas habitaciones: Once Upon a Time y Alcatraz. Ambas egresadas (por ex guionistas o por producción directa) de la J. J. Abrams Academy. Lo que a Rodríguez le da un poco de miedo; porque recuerda los años dedicados y perdidos en Lost durante los que bien podría haber descubierto –teniendo en cuenta la energía neuronal invertida– la cura para todos los males de este mundo o, siendo más humilde, la forma de comprender y acaso solucionar la crisis europea.
La primera serie nueva trata de personajes de cuentos de hadas condenados, por maleficio, a habitar nuestro mundo. La segunda, de varios presidiarios de la célebre prisión de Alcatraz volviendo desde quién sabe dónde y cuándo para realizar vaya a saber uno qué misión y –ay, Rodríguez tiembla– el gordo de Lost, que aquí hace de escritor, ya mencionó eso de “agujeros de gusano”. Pero no importa. Hay cosas mucho peores ahí fuera, transmitidas por una cadena irrompible. Mejor aquí dentro, piensa Rodríguez. Mejor que la vida no sea un río que fluye sino un canal que transcurre y que, si no te gusta, siempre se puede cambiar de canal.
Canales sobran, hay cada vez más canales, piensa Rodríguez, presionando los botones de lo único sobre lo que tiene el más remoto control.
Ahora, pause para ir del living a la cama.
Pero que la pausa sea breve, ¿sí?
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