Mar 31.01.2012

CONTRATAPA

Homo Juicioso

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO A Rodríguez lo bajan de un avión de Spanair, aerolínea perdedora, hasta ahora bancada por la Generalitat de Catalunya, y súbitamente condenada, sin juicio previo, a no volar vaya uno a saber hasta cuándo, hasta dónde. Todo lo que subía ahora baja y los acontecimientos se precipitan. Aguda ley de gravedad. Y, de regreso en casa, Rodríguez descubre que su familia ha cambiado de lugar el liviano mobiliario marca IKEA para que imite más o menos a la disposición de un tribunal. Esposa, hija e hijo mirándolo fijo. Rodríguez no alcanza a distinguir quién asume cada rol (juez, abogado, fiscal), pero sí tiene clara la verdad y nada más que la verdad de que el acusado es él. Rodríguez busca intuitivamente el rostro de su pequeño hijo (Rodríguez prefiere no detenerse en los rostros ciegos y justicieros de su mujer y de su primogénita, hembras que no lo pueden ver y le echan la culpa de todo) imaginando que al pequeño le habrá tocado el rol de joven e inexperto pero honesto e iluso abogado. Algo así como uno de esos papeles que le tocaban a Chris O’Donnell. ¿Y qué ha sido de Chris O’Donnell?, se pregunta Rodríguez. ¿Se lo comieron Leonardo DiCaprio y Matt Damon? ¿O es que los juzgados de Hollywood nunca le perdonaron eso de Robin? Y Rodríguez, quien siempre se sintió, o le gustaría sentirse, un poco como los triunfales abogados vencidos que retrataron Paul Newman en The Verdict o George Clooney en Michael Clayton –tipos siempre listos para la redención final y definitiva– se descubre de pronto como otra cosa. Otra cosa muy diferente. Rodríguez como una especie de Nicolas Cage, ese alguna vez buen actor que en algún momento se declaró loco, o al menos eso atestigua su demencial y reciente carrera con títulos –inolvidables por todas las razones incorrectas– como The Wicker Man o Ghost Rider y quien en los últimos estrenos ha descollado más bien como tipo con problemas legales, conflictos impositivos y por la insanía temporal haber bautizado a su hijito como Kal-El. Así, Rodríguez escoge a Nicolas Cage en The Weather Man. Una de sus pocas y contadas buenas películas del tercer milenio. Un tipo al que culpan absolutamente de todo mientras sólo intenta hacer las cosas –pocas cosas, decir que saldrá el sol o que se viene la tormenta y llevarse bien con su familia– de la mejor manera posible. Pero hace ya años que Rodríguez comprendió que intentar hacer las cosas bien (y que te salgan mal) es uno de esos crímenes dignos de irrompible cadena perpetua sin fianza o atenuantes.

Y que la inocencia –que vale más bien poco– te valga.

DOS Lo de su familia, en cambio, es síntoma de algo más reciente y preocupante. En la España de la crisis, todo es –de golpe– terminología legal, todo está en tela de juicio. Hay litigios por todas partes y a toda hora. Y los noticieros son algo así como cursos acelerados de retorcido Derecho. Pilas y pilas de inflamables legajos acumulándose, sumarios por restar que se multiplican entre divisiones irreconciliables. Un desfile constante de culpables y de inocentes barajados como las cartas de un tarot loco donde a menudo salen El Juicio, El Loco, El Mundo, La Rueda de la Fortuna, El Ahorcado, La Muerte y muy pocas veces aparece La Justicia. Aquí vienen, éstos son: el superjuez y megaprocesado Garzón paseándose en simultánea por tres tribunales; jueces que se perpetúan en sus cargos (algunos, como revela un informe en El País, con serios problemas psicológicos); la inminente modificación en reversa de la Ley del Aborto; la idea de que las apelaciones en segunda instancia sean de aquí en más pagadas por el insatisfecho (abriendo la puerta a ricos sus querellas previo paso por caja y a la clase media y clase cuarta resignándose al marche preso y a pelar cajas de patatas); el hacker zaragozano que difundió el nuevo tema de Madonna; la interminable picaresca del empresario Ruiz-Mateos & Hijos; la condena al árbitro del último Real Madrid-Barça; la insatisfacción y dudas ciertas por los veredictos alcanzados por jurados populares o profesionales como en el reciente caso de Marta del Castillo (y es que por aquí el pueblo está más cerca del expeditivo Método Fuenteovejuna que del sarcasmo de níveas pelucas británicas o de la tecno-jerga tramposa del legal-thriller made in USA); la cada vez más próxima y más esperada declaración del yerno real Iñaki Urdangarin; la ley SOPA y el cierre de Megaupload y la encarcelación de su rotundo y orondo magnate (quien al menos, piensa Rodríguez, no ha incurrido en posturas del tipo Manu Assange en el bosque de Sherwood); la imputación a José Blanco del PSOE y la absolución en el asunto ese de los trajes regalados o no (por cinco votos contra cuatro) de Francisco Camps del PP quien, en el momento de escuchar la sentencia, frente a las cámaras, no se privó de sonreír, mirar al cielo, guiñar un ojo a las alturas, y decir “Gracias, Dios mío” con la divina satisfacción y sacra soberbia de quien siente que, sí, Dios es suyo.

TRES La cumbre demencial del síntoma se alcanzó días atrás, en uno de esos aulladores programas farandulescos de la tarde donde –luego de meses de bromitas varias cada vez más pesadas– un tertuliano le recordó una vez más a una tertuliana esa torrencial pajita que ella negaba haberle hecho una noche, décadas atrás. Así, ambos consintieron en someterse, en vivo y en directo, a hipnosis y polígrafos para ver quién mentía. Resultado: los dos decían la verdad. O algo así. Enseguida, más alaridos discutiendo la sintaxis y ambigüedades de las preguntas como si uno y otra hubiesen sido abducidos por una novela, por desgracia, más cercana a John Grisham que a Scott Turow.

Ahora, Rodríguez observa la nueva decoración de su pisito hipotecado y –desbalanceado, sin confiar en ninguna balanza– decide dar media vuelta y pedir asilo en el bar de la esquina. Breve libertad bajo palabra. Hace mucho frío y, de camino a la caña y a la tapa, Rodríguez pasa frente a un local del INEM donde muchos hacen cola para anotarse en la lista del paro. Son unos sesenta ahí; pero –según últimos datos– son en total 5.273.600 desempleados, el 22,8 por ciento del censo de población activa. Y va a haber muchos más, parece. Por lo pronto, hacia aquí vuelan los frescos desocupados de aviones y oficinas de Spanair. Más habitantes para esa burbujeante e inmobiliaria casa desolada –legal y dickensiana y en permanente deconstrucción– llamada España.

Rodríguez pasa por al lado, intentando no verlos, pero sintiendo cómo lo miran.

Algunos hablan solos y mueven mucho los brazos. Como Nicolas Cage.

Rodríguez quiere pensar que mantienen apasionadas y salvadoras conversaciones a través de caros móviles de esos que se enchufan en el oído.

Pero no. Silencio en la sala. Hablan solos.

¿Cómo era que se llamaba eso?

Ah, sí: perder el juicio.

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