› Por Mario Goloboff *
Fallecido hace ahora sesenta años, en febrero de 1952, en el umbral de sus ochenta, Macedonio Fernández fue abogado y doctor en Jurisprudencia, aunque en realidad ejerció poco la profesión y terminó dejándola por la literatura. Si bien, en su caso, hasta estos mínimos datos biográficos son muy relativos. El mismo nos desconcierta: “El Universo o Realidad y yo nacimos en 1º de junio de 1874, y es sencillo añadir que ambos nacimientos ocurrieron cerca de aquí y en una ciudad de Buenos Aires”, o bien: “Nací tempranamente: en una sola orilla (aún no me he secado del todo) del Plata. Me encontraba en Buenos Aires, a la sazón; era en 1875: fue el año de la revolución del ’74, como después tuvimos un año de la revolución del ’90”, o aún: “Nací el 1º de octubre de 1875 y desde este desarreglo empezó para mí un continuo vivir”. Otra cosa que le inquieta, pronto, es la muerte, presentida como pérdida de amor, no de vida física, concepción que se delinea en uno de sus poemas: “No es Muerte la libadora de mejillas, / Esto es Muerte: el Olvido de ojos mirantes” (“Hay un morir”, 1912).
Entre estas dos circunstancias (tan imprecisa la primera como la segunda: baste recordar que en una carta de 1905 habla de trabajos a realizar en 1906, “si vivo”) puede recortarse una imagen retrospectiva, siempre indirecta, tanto de su biografía como de sus quehaceres literarios. Publicó pocos libros en vida; un enorme trabajo de busca y ordenamiento seguido por el hijo, Adolfo de Obieta, rescató su obra copiosa y profunda. De aquéllos, se conocieron No toda es vigilia la de los ojos abiertos (1928), Papeles de recienvenido (1929), Una novela que comienza (1941). El texto que por muchos motivos se considera mayor, Museo de la Novela de la Eterna (1967), se debe también a la generosa tarea de su hijo. Viene de una elaboración teórico-práctica admirable (y anticipada en varias décadas a las búsquedas y reflexiones del Nouveau Roman, que revolucionaron la escritura de la novela) sobre el arte de escribir, el tema en la narración, sus personajes, su autor. Macedonio pensaba publicarla junto a Adriana Buenos Aires; ésta llevaría como subtítulo “última novela mala” y Museo... “primera novela buena”, con un prólogo en común titulado “Lo que nace y lo que muere”. No sabemos qué impedimentos frustraron la edición; acaso para la época fuera algo descabellada.
En “Para una teoría del arte”, artículo de 1927, ya Macedonio predisponía contra Calderón, Shakespeare, Dante, Quevedo, Goethe... Salvaba, sí, a Cervantes, el único que habría tenido presente la situación del lector, su realidad frente a la irrealidad del arte. Los otros no contenían más que “pueriles catálogos de asuntos”. Para Macedonio, el arte realista es falaz, verosimilista, extra-artístico. Lo intra-artístico, afirmaba, es consciente, se trata de un procedimiento, de una técnica; él intenta operar sobre un lector no engañado, salteado, para que “se pierda del ser, se libre de la realidad”. Hasta aquí, Macedonio dirige el ataque contra “el asunto”, los “sucesos”. Luego vendrá, en Museo de la Novela de la Eterna, la embestida total: contra la copia de la realidad, contra los estados alucinatorios que se imponen al lector. Para ello, propone la participación activa de los personajes en su más límpida función, la de ser personajes, contraídos al “soñar ser”, actividad completamente “inasequible a vivientes”. Los vivos son; los únicos que pueden, pues, soñar ser, son los personajes. Este es el material genuino del Arte.
Macedonio, como ninguno en el Río de la Plata y muy pocos en Occidente, señala así, precozmente, el camino para alcanzar la soberanía de lo ficticio. Concepto que, para él, cubre la única literatura posible: “Fantasía constante quise para mis páginas, y ante lo difícil que es evitar la alucinación de realidad, mácula del arte, he creado el único personaje hasta hoy nacido cuya consistente fantasía es garantía de firme irrealidad en esta novela indegradable a real...”. No confunde los planos: “Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando (vida)”.
¿Qué nos llevó, en los magníficos y vilipendiados setentas, a prendarnos de este escritor, a hacer de él una suerte de adalid de subversiones culturales y literarias en época de tanto anhelo de otras transformaciones, de otros cambios queridos? Jóvenes, leíamos sus versos, algunos de sus “papeles”, sabíamos de sus dichos o frases humorísticas (gracias a menciones de Borges, enaltecedoras de su talento, poco de su escritura), pero nada de eso tenía todavía un peso en nuestros devenires ni, creo, en nuestros incipientes escritos.
Es realmente extraordinario, entonces, que se haya dado tal conjunción entre nuestro descubrimiento de Macedonio, todo lo que sus ideas y su obra implicaban de remoción, de desnudamiento y de desestructuración, y aquello que, para decirlo sin demasiado dramatismo, “estaba pasando” en nuestro país, en nuestra sociedad y en nuestras cabezas en lo que respecta a la crítica del sistema tradicional de poder, a la lucha por nuevos modos de ejercerlo para distribuir de otra manera la enorme riqueza que aquí se genera, y por el ejercicio de la libertad de pensamiento.
¿Qué extraños mecanismos juntaban, en un mismo espacio y en un mismo tiempo, dos fenómenos aparentemente tan distantes: los que acontecían en el campo de la política, de la economía y de la sociedad y la revisión hasta el hueso de las formas de narrar? ¿O tales fenómenos y tales campos no eran tan distantes y, casi como si tuviera que ser necesariamente en Macedonio, se juntaban en su reflexión y en su práctica textual? ¿Por qué justamente él? ¿Por su pensamiento anarquista, por su vanguardismo, por su yrigoyenismo posterior, por haber simpatizado con Forja, uno de cuyos fundadores, Raúl Scalabrini Ortiz, admirándolo hasta la devoción, lo declaró “el primer metafísico de Buenos Aires y el único filósofo auténtico” y consagró “el primero y más grande en la secuela de profetas porteños”? Y, en otras instancias: ¿Porque la revelación de la materialidad de la literatura descubría otras materialidades? ¿Porque el cambio que él preconizaba en la textualidad implicaba, suponía, exigía, el cambio en otras relaciones de producción y en la elaboración de otras “textualidades”? ¿Porque desnudar la trama de una producción simbólica supone desnudar la de otras? ¿Por el carácter material de la literatura? ¿Por el carácter material de la historia? ¿Por el carácter material de la materia?
No lo sé, pero hasta hoy encuentro enigmática esa relación implícita que se fue plasmando, que se fue constituyendo entre aquel escritor y pensador y los aires de la época, y creo que tamaño interrogante justifica con creces que sea exactamente a Macedonio Fernández a quien se dediquen estas líneas.
* Escritor, docente universitario.
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