› Por Juan Forn
Habrá quienes recuerden el festejo de Novak Djokovic cuando ganó, con el último suspiro, una final tremenda contra Nadal en el Abierto de Australia de principios de este año: ambos jugadores estaban agotados después de seis maratónicas horas de partido, Djokovic parecía aun más exhausto que Nadal, pero cuando ganó el último punto se puso a gritar como un poseso y se arrancó en jirones la remera como si se abriera el pecho, para ofrendar esos jirones de remera y corazón a la pequeña hueste de fanáticos serbios que festejaba desde las tribunas en forma tan energúmena como él (después, dejó más de media hora esperando a su novia y a las cámaras de TV a la salida del vestuario, mientras se oían desde adentro inequívocos sonidos de destrucción de las instalaciones y alaridos de triunfo proferidos por el flamante campeón y su pandilla).
La palabra serbia para cojones (muda) es la misma que para decir sabio. Por eso, cuando en serbio dicen que un escritor es muda están diciendo que su talento lo convierte en una criatura especial, un centauro de dos patas con torso humano y cojones de padrillo, si me perdonan el símil, que no es mío sino de Danilo Kis, un formidable escritor serbio que los serbios, cuando eran yugoslavos, no querían nada, porque era hijo de judío húngaro y madre montenegrina y porque se había salvado de ser enviado a Auschwitz y había sobrevivido a la masacre de Novi Sad y en el camino había aprendido a leer en alemán y en ruso y en francés y tenía el tupé de creerse ciudadano del gran mundo en lugar de la Yugoslavia comunista. Y de algo aún peor: de creer que mejor que escribir con los cojones era escribir con el miedo. Con los huevos en la morsa, para seguir con el símil.
La historia fue así. El joven Kis flipó cuando leyó la Historia universal de la infamia, de Borges. Le fascinó el mecanismo y le exasperó el título, y le quiso contestar como el propio Borges decía que se contesta (“Todo libro que no genera su contralibro no tiene razón de existir”). Kis quiso hacer ese contralibro, y que la infamia que retratara no fuese la de meros individuos, sino a máxima escala, como retrato del siglo: ya había escrito en su primer libro sobre los lager (a partir de la historia de su padre, que fue enviado a Auschwitz y volvió vivo, pero loco, y murió de pena poco después), quedaba el gulag. O el epicentro del gulag: la historia del Komintern, esos extranjeros que amaron tanto la revolución que dejaron todo por ella, y la revolución se los devoró. Contando la historia de siete anónimos “buenos bolcheviques” de distintas nacionalidades (irlandeses, españoles, alemanes, ucranianos, polacos) que terminaban fusilados o en Siberia, Kis contaba la historia más triste de este siglo: las aciagas consecuencias de esa enorme esperanza llamada revolución.
Cómo no iba a armar escándalo un libro así, en la Yugoslavia de 1977. Kis había usado los documentos de época tal como Borges usaba las enciclopedias: copió, deformó, sacó relatos de meros datos y descripciones y les dio asombrosa vida. Tanta vida que la cúpula de la Unión de Escritores de su país le exigió que revelara las fuentes, como si se tratara de un libro de denuncia histórica, y cuando él explicó su procedimiento (“Existe un escritor llamado Borges. Existe un escritor llamado Kafka”), lo acusaron de plagio (“Copia escritores decadentes de Occidente, pretende infectar nuestra literatura de sustancias perniciosas”), de cobardía esencial (por judío, por cosmopolita, por pesimista), es decir, de carecer de la proverbial testicularidad que debía tener todo escritor serbio.
Kis contestó la catarata de invectivas (fue una verdadera caza de brujas desde todas las revistas y secciones literarias de los diarios de Belgrado y Sarajevo) con un librito llamado La lección de anatomía, que según confesaba en la primera página le resultaba el más antinatural de sus libros porque lo que se esperaba de él era que pusiese su Boris Davidovich en la mesa de disección y procediera a destriparlo, explicando qué era cada víscera, tal como hacía el doctor Tulp en el famoso cuadro de Rembrandt de ese título. “Si engañar al lector es hacerle creer lo que está leyendo, es imperdonable que se me pida que lo desengañe”, decía Kis. Y procedía a desarmar con infinita tristeza a los ojos del lector aquel artefacto que tanto se había esmerado en armar, mostrando qué función cumplía cada pieza, creyéndose un mago que decepcionaba a su audiencia revelando cómo funcionaban sus trucos, cuando en realidad estaba ofreciendo una lección magistral de literatura.
En su momento supremo decía: “Aprendí de Borges, además del cruce de información real y seca de enciclopedias con la táctica de contarlo como un cuento, el elemento lírico enmascarado: aspirar a hacer poesía muy silenciosamente con esa táctica. El lirismo suele ser fatal para la prosa, y digamos que yo escribo a máquina para evitar el temblor de la mano, metafóricamente hablando. Pero yo quería ser poeta, me preparé toda la vida para eso, así que cuando descubrí que lo que tenía para decir era en prosa, intenté que mi prosa tuviera al menos algo que tiene la poesía: ser siempre sobre la persona que la está leyendo o escuchando”. Y lo más formidable venía a continuación, cuando explicaba qué era aquello que lograba tal vínculo con el lector: “Sería el último en negar que mi visión del mundo es pesimista y creo que eso aparece en mi libro: debajo del tono literario, el lector siente el miedo. Ese miedo que han sentido aquéllos como yo a lo largo de sus vidas”.
En el último de los episodios de su Boris Davidovich, Kis contaba la historia del camarada Darmolatov, un poeta cuyo pánico a caer en alguna de las purgas políticas le produce una elefantiasis genital que desemboca en su muerte, y cuyos testículos en formol, “del tamaño de las calabazas más grandes de los koljós”, fotografiados para las enciclopedias médicas, enseñan a los escritores “que para escribir no basta con tener cojones grandes”. Esa era la última frase de su Boris Davidovich. En La lección de anatomía hacía lo mismo. Esperaba hasta el final y ahí decía: “La historia del infortunado Darmalatov es una fábula y, como tal, lleva dentro la moraleja de todo el libro. Sólo puedo añadir a eso que los escritores que me gustan son los que prefieren ser hombres a centauros de dos patas con gigantismo genital”.
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