Mar 15.05.2012

CONTRATAPA

La entrevista Morin-Hollande

› Por Mario Rapoport

En un país tan complejo y de tan nutrida tradición filosófica como Francia, era inevitable que surgiera Edgar Morin, el filósofo de la complejidad. El hecho de que un futuro candidato presidencial, ahora victorioso, como François Hollande, tuviera con él un larga entrevista en Le Monde pocos días antes del ballottage, puede sorprendernos. ¿Fue una entrevista más de campaña, o sirvió para darle a Hollande los puntos necesarios que le permitieron ganar en los comicios? ¿Influye de ese modo la filosofía en los electores franceses? En todo caso es algo a lo que no estamos acostumbrados.

Cierto es que había que tomarse con filosofía el gobierno de Sarkozy a la espera de que terminara pronto, aprovechando de paso para ver la espléndida y decorativa figura de Carla Bruni en algún film antes de que ya no fuera tan requerida. Porque la gestión del que se va fue lamentable, y su posible continuación habría resultado peor aún, con mayores planes de austeridad para ponerle yugo al déficit fiscal y a la deuda externa con el fin de salvar a los bancos y a los sectores económicos dominantes a costa de la gente común, que debe acostumbrarse a ser austera. Es el polo negativo del neoliberalismo, aunque no se demostró hasta ahora que tuviera polos positivos.

Desde un punto de vista filosófico, los neoliberales esgrimen una teoría simple, como aquellas que Morin aborrece: lo simple es lo que puede concebirse como una unidad elemental que permite comprender al objeto de forma clara y neta, una entidad aislable de su entorno. Por ejemplo, los mercados que se autorregulan por sí mismos o la oferta que crea su propia demanda, ideas que pertenecen a un elemental e ingenuo mundo lógico-matemático que choca con la realidad. En Francia, al igual que en todo el mundo capitalista industrializado, perspicaces hombres de negocios o empresas multinacionales vieron que se conseguía rebajar los costos desmontando sus fábricas, llevándolas a Sri-Lanka, Singapur o Malasia, y pagando salarios que les significaban un quinto o menos de los que abonaban en el Hexágono. Luego podrían vender sus productos a precios inferiores. Pero ¿a quiénes? No por ejemplo al tendal de desocupados que habían dejado en su país de origen y ya no tenían capacidad de compra ni siquiera para pagar los menores precios. Además, la importación de esos bienes terminaba produciendo un déficit comercial que antes no existía. Lo que parecía simple se transformaba en una pesadilla: desempleo, disminución de la demanda, déficit externo. La oferta no creaba su propia demanda, más bien la estrangulaba.

Para Morin, el Occidente quiso durante mucho tiempo dividir las ciencias y las disciplinas así como los problemas económicos y sociales. Sólo un pensamiento político puede unir lo que está separado, superar lo que considera una crisis de civilización. François Hollande no comparte todas las ideas del filósofo, pero antes que a un astro de la televisión o a una estrella del deporte, le concede una entrevista para discutir la grave crisis que atraviesa su país y que, ya lo sabe desde su triunfo en la primera vuelta, le tocará la suerte o la desgracia de intentar resolver.

En primer lugar, ambos interlocutores definen su concepción del rol de la izquierda en el marco de la política nacional. Para Morin se trata de volver a las tres fuentes del siglo XIX: comunista, socialista y libertaria, que se han separado y combatido en la historia. La primera se degradó con el stalinismo y el maoísmo; la segunda terminó por secarse como las hojas de un árbol en otoño; la última acabó aislada. Para Hollande, aunque reconoce esas fallas, la familia socialista sigue viva y su objetivo es hacer que la democracia sea más fuerte que los mercados, que la política retome el control de las finanzas y controle el proceso de globalización. La izquierda debe abrir la vía, imaginar nuevos rumbos. Morin es más escéptico. Y pone el ejemplo de las dos principales experiencias socialistas. Por un lado, el gobierno de Mitterrand, que si bien realizó reformas importantes, llevó a la sociedad francesa hacia el neoliberalismo, lo que favoreció el desarrollo del capital financiero. Por otro, el Frente Popular de Léon Blum no tuvo el coraje de intervenir en la guerra de España para preservar los principios republicanos.

Hollande defiende a Mitterrand porque modernizó el país y, critica, sobre todo al proceso de construcción europea concebido más bien como un gran mercado que como un verdadero proyecto regional. Y es esta Europa la que ha terminado por representar el liberalismo a los ojos de los ciudadanos.

Sobre la noción de progreso, mientras Hollande la defiende, Morin la ataca. Para éste fue concebido como una ley automática de la historia y esa concepción ha muerto. Hay que entenderlo de una nueva manera, no como una mecánica inevitable sino como el resultado de un esfuerzo de la voluntad y de la conciencia. En cambio, fue asimilado solamente a una visión cuantitativa de las realidades humanas mientras engendraba problemas y catástrofes de todo tipo o excesos de consumo. Hollande cree, sin embargo, que el progreso no es sólo una ideología sino una idea todavía fecunda siempre y cuando sea una consecuencia de la acción política. Está de acuerdo con Morin en que no se puede creer en la automaticidad del crecimiento a través de las fuerzas del mercado y le asigna un rol significativo al Estado para mejorar el poder de compra y la calidad de vida de los ciudadanos.

En cuanto a la mundialización, para ambos es necesario intervenir contra la economía de casino y la especulación financiera, preservar la dignidad del trabajador y sujetar la competencia a normas ambientales y sociales. Según Morin, se debería acentuar la globalización en algunos casos y desglobalizar en otros. Lo primero aporta cooperación e intercambios de culturas y destinos comunes, lo segundo salvaguarda tradiciones positivas, territorios y autonomías. Entre otras cuestiones tratadas, deben destacarse las definiciones de François Hollande sobre el trabajo, que, a su juicio, no es un valor de mercado sino ciudadano, y también sobre los excesos: de remuneraciones, de beneficios, de miseria, de desigualdades. El rol de la política debe ser el de luchar contra ellos y reducir las incertidumbres que generan.

Finalmente, con respecto a la crisis, Morin sostiene que no se trata simplemente de una crisis económica sino de civilización y que es necesario realizar una serie de reformas múltiples para salir de ella. Hollande está de acuerdo, y acepta las dificultades que esto implica. Sigue el pensamiento de Morin en el sentido de que hay que concebir el conjunto de los antagonismos y el hecho de que, muchas veces, lejos de oponerse, son complementarios.

La entrevista termina así, pero los interrogantes sobre el futuro de Francia y de Europa continúan, sobre todo teniendo en cuenta lo que han hecho hasta ahora frente a la crisis los partidos socialistas: transformados en simples administradores de medidas impuestas por los organismos financieros europeos e internacionales. El problema es estructural. Pero ninguno quiere entrometerse con esa entidad sin cara denominada mercado. Paul Baran señalaba en los años sesenta que las crisis eran inevitables por las desigualdades crecientes que el capitalismo genera con su propia dinámica. Y que la depresión crónica sería una condición permanente y el desempleo su inevitable acompañante. Este escepticismo es compartido también por Morin, pero François Hollande quiere disiparlo. Al menos, como marcaba otro periodista francés, el nuevo presidente posee lo que le faltaba al anterior: una visión prospectiva de la realidad. La película recién empieza como para saber si Europa tiene también otras respuestas.

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