› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Rodríguez, cuando era un niño, nunca vio Sombras tenebrosas, bizarra telenovela, especie de Dallas sobrenatural; pero yo sí me crucé con alguno de sus 1225 episodios. En cualquier caso, la decepción es la misma a la hora de su flamante adaptación cinematográfica: Tim Burton vuelve a maquillar las morisquetas de Johnny Depp, lo originalmente gótico muta a freak-mix de Beetlejuice con The Addams Family, y sobran los chistes sobre las dificultades de un inmortal para acomodarse a los mortales e incómodos tiempos en los que vivimos. Y así un nuevo vampiro maltratado –el noble Barnabas Collins al que puso rostro y dignidad el recién fallecido Jonathan Frid– en tiempos en los que ser Nosferatu equivale a hacer y ser el ridículo. Ya se sabe: True Blood, la saga Crepúsculo y apenas el tibio consuelo de Déjame entrar.
Y, claro, desde que Rajoy anunció que todos los viernes habría nuevos anuncios de nuevas reformas, Rodríguez no deja pasar el día de los estrenos –friday, bloody friday– para, vampirizado y exprimido hasta la cáscara, buscar abrigo y consuelo en la oscuridad de un cine. Afuera, después de la película, esperan, tan jugosos, los verdaderos chupasangre.
DOS Un ex presidente es algo así como un no-muerto. Rajoy contó que se encontró con el casi invisible Zapatero (Rodríguez no puede dejar de imaginárselo pálido y lunar, con bronceado de eclipse, como abducido por sus esquivas hijas amorticiadas). Y el diagnóstico del encuentro a cargo del actual presidente de gobierno (que no deja de ver nubes negras) con su antepasado directo (que alucinaba brotes verdes) fue, sí, inequívocamente rajoyano: “El está ahora en una posición distinta. Está más tranquilo y yo, pues menos tranquilo, pero eso es absolutamente normal y lo entiende cualquiera”. Ahá. El tipo de frases que dice Rajoy –como en trance entre hipnótico o hipnotizador– cuando no está diciendo otras del tipo: “Si tengo que hacer cosas que dije que no iba a hacer, aunque no me guste hacerlas, las haré” y “No hemos cambiado nuestro programa sino que hemos modificado el ritmo de cumplimiento”.
De hecho, Rajoy se parece cada vez más a una suerte de ex presidente en funciones. Lo peor de ambos mundos: alguien que parece gobernar desde una eterna oposición en la que, de golpe, se descubre en el lúgubre Palacio de La Moncloa enfrentándose a las más tenebrosas e inasibles sombras. Desesperado como un Renfield por ganarse los favores y el cariño de un Amo –una Carmilla/Vampirella nada sexy que habla alemán y que recuerda a una de esas feroces guardianas en film de cárcel de mujeres– que no deja de clavarle los dientes a todo aquel que se niegue a arrodillarse frente a la insaciable y siempre sedienta diosa Austeridad. Y ante semejantes vampiros, todos somos un poco zombis. Y la diferencia entre unos y otros es clara: vampiros hay pocos y gozan del santuario de majestuosas mansiones y mullidos ataúdes; los zombis brotan de esas necrópolis europeas en la que ya no crece nada y hay demasiados, muchos, y sumando. Y, desocupados y sin rumbo fijo, se arrastran, siempre hambrientos, porque no tienen dónde caerse muertos.
TRES Y días atrás Rodríguez vio en directo el instante en el que Sarkozy –-otro jefe de Estado arrastrado por la Gran Crisis y el voto castigo y van...– asumía toda responsabilidad por la derrota con esa sonrisa y gesticulación tan Louis de Funès. Y anunciaba que sólo quería “volver a ser un francés entre los franceses” mientras Hollande se convertía en la nueva esperanza para los desesperanzados que –adjudicándole sin demora la eficiencia de un Abraham Van Helsing– hablaban de un nuevo y dorado amanecer (no, se entiende, el golden dawn de los neonazis de Grecia presentándose con un tronante “Temednos, que aquí llegamos”) en el que el socialismo volverá a brillar y se dejará de recortar todo lo recortable devolviéndonos a un humanismo apolíneo acuariano. Pero después de lo sucedido con Zapatero y sus desmedidas medidas y giros centrífugos, a Rodríguez ya no pueden venderle eso de los malos y los buenos. Y, atención, si Hollande –con algo de la blandura de los actores Christian Clavier y Michel Blanc, y lejos del perfil de “gran estadista” de De Gaulle o Mitterrand– hubiese sido el inquilino del Elíseo y Sarkozy el candidato desafiante, bueno, seguro que ahora sería Sarkozy el que se mudaría ahí mientras Hollande tendría el rol de enterrado vivo. Rodríguez desearía un presidente francés parecido a Daniel Auteuil; pero no se consigue. Aquí y ahora, en una Europa diestra para lo siniestro, la única diferencia entre derecha e izquierda es que mientras la primera hace lo suyo mostrando los colmillos, la segunda hace más o menos lo mismo intentando no enfrentarse a ese espejo que ya no la refleja y le informa de que ha perdido toda capacidad de reflejo. Hollande –a quien ya se le ha advertido desde Alemania que más le conviene no pasarse de revoluciones– se presentó victorioso pero, como todo mandatario recién llegado, aún sin haber ganado nada. “Seré el presidente de los jóvenes”, dijo. ¿Y de lo viejos? ¿Y de los de mediana edad?, se pregunta Rodríguez. Y qué quiere decir con eso de “de los jóvenes”: ¿les conseguirá a todos trabajo y futuro? ¿O apenas se limitará a afrancesar la mascarita de Anonymous cambiándola por un Cyranous hasta que esos mismos jóvenes –-indignados de aniversario, acampadores campantes enarbolando antorchas y crucifijos y blogs y tweets– vayan a por su cabeza y sarcófago al grito de liberté, égalité, fraternité, interné? Y es que ése es el problema del pacto vampírico y lo más interesante del Drácula de Bram Stoker, muerto hace cien años. Esa cláusula protocolar y hospitalaria: el conde no puede morderte a no ser que le ofrezcas antes el cuello; si no se le abre la puerta para entrar a jugar, el vampiro no puede pasar a nuestras vidas, de nuestras muertes en vida. Y aún así...
En lo que hace a España, parece ser que todo el “Efecto Hollande” pasará por un año más de (des)gracia. Prórroga para rogar hasta el 2014. Para cuadrar el porcentaje de déficit e intentar pagar lo impagable. Doce meses más de caída libre y pérdida de fuerzas y acosos nocturnos y España como la hasta hace poco ardiente y victoriosa y ahora lánguida y victoriana Lucy Westenra. Mientras tanto y hasta entonces, Rajoy –quien por la mañana dice que no es amigo de inyectar dinero público para sanear instituciones bancarias, pero “no renunciaría a hacerlo en el sistema financiero español, si fuera necesario para salvarlo”– firma por la tarde la vacuna de miles de millones para emprolijar las deficitarias cuentas de Bankia. Y –se pregunta Rodríguez– cuando dicen “inyectar” dinero público, ¿a quién se lo “extraen”? Fácil, se responde: al público con dinero menguante, a los consumidos y crucificados espectadores de una danza de consumados y consumidores vampiros que se ríen de las cruces porque la cruz son ellos.
Allí, en la pantalla, Johnny Depp –y, no, decididamente no tiene gracia–- chupa y succiona y no deja de sorber mientras Rodríguez, sombrío, sigue deshaciéndose y haciéndose mala, muy mala, malísima sangre.
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