› Por José Pablo Feinmann
Si en el siglo XIX Moby Dick (la ballena blanca) se come una pierna del capitán Ahab, en los inicios del tercer milenio –exactamente durante el año 2001, el día once del mes de septiembre– le devora la otra. Abundan las lecturas sociopolíticas de la inabarcable novela que Hermann Melville publicó en 1851 a la edad de treinta y dos años, cuando ya tenía gran experiencia en la técnica y el arte de la pesca de ballenas y el genio y el coraje suficientes como para atreverse a una empresa casi sobrehumana: escribir una novela genial, que ninguna lectura podría agotar jamás, que soportaría el asedio de los críticos, de los intérpretes de toda condición y aun habría de conservar sus misterios más hondos, impenetrables, por la profundidad con que expresó los vericuetos de la existencia humana. Todos saben que las lecturas sociopolíticas no agotan la densidad metafísica y religiosa del texto de Melville, pero han conseguido predominar en ciertas coyunturas y aun los intérpretes más serios han cedido a ellas, de tentadoras que son. Así, Ahab pasa a representar la ambición obsesiva del imperio norteamericano de ir tras una meta que siempre renace, bajo una y mil formas, porque es el perseguidor el que crea y agiganta a su perseguido, por una causa simple y poderosa: en la persecución está el fundamento de su existencia y la consolidación de su poder territorial. Queda, así, claro que el loco Ahab es la locura imperialista, el expansionismo fanático, indetenible, desde que cada territorio por el que su delirio de persecución lo lleva a atravesar, se lo queda, es suyo; el objeto de su paranoia termina por ser el entero mundo y sólo su dominación aplacará o, al menos, mermará su sed, y le será entonces posible vivir menos angustiosamente, dejar a un lado su desesperación. Pero algo así nunca sucede. Para su desdicha y para la de los otros, Ahab no puede detenerse. Su furia vengativa es el sentido de su vida. No le importa Dios y está enamorado del Mal. El Mal es Moby Dick, la ballena que se atrevió a injuriarlo, a hundirlo en el deshonor de la invalidez. ¿Cómo no habrá de seguir persiguiéndola luego del 11-S? ¿Qué es ahora Ahab? Si antes era un mutilado, un tullido que debía caminar con una pierna de marfil, ahora es un inválido, alguien que despertará en los demás una repugnante piedad –que no desea, que odia–, ya que tendrá que apelar a la indignidad de dos muletas para desplazarse –siempre torpemente– por la cubierta de su barco. Así es como anda por Irak, así planea arrojarse sobre Irán.
Melville desestimaba las lecturas alegóricas de su novela. Se toma el trabajo de explicitarlo en ella misma, en el capítulo XLV, El testimonio: “La mayoría de la gente de tierra ignora a tal punto algunas de las más sencillas y palpables maravillas del mundo, que sin el apoyo de los simples hechos históricos y ahistóricos de la caza de ballenas podría desdeñar a Moby Dick como una fábula monstruosa o, cosa aún peor y más detestable, como una insoportable y repulsiva alegoría” (Moby Dick o la ballena blanca, Sudamericana, 2009, Buenos Aires, p. 267. Utilizo la traducción de Enrique Pezonni, que tal vez sea la mejor aunque no faltan otras con la imprescindible seriedad que tal empresa requiere. Incluso, en el texto citado, el propio Enrique o tal vez alguna mano indigna comete un error gramatical. Se lee: “la caza de ballenas podrían”. El sujeto es, sin embargo, “La mayoría de la gente”. Sucede que la palabra “gente” condena a muchos a incurrir en un plural equivocado, pues, aunque se refiere a un colectivo, es singular y más lo es si la determina la palabra “mayoría”. En suma, “la mayoría de la gente”, que es singular, mal puede corresponderse con “podrían desdeñar” como se lee en la edición de Sudamericana. ¿Fuiste tú, Enrique, pese a lo culto que eras?). Es difícil no ceder a la tentación. Moby Dick, lo hemos dicho, es una novela infinita. Supera, está más allá de todas las lecturas que se busque someterla. Esto lo sabe Edward W. Said: “Nadie soñaría siquiera con reducir la gran obra de Melville a una mera ilustración literaria de los hechos del mundo real” (Edward W. Said, Cultura e imperialismo, Anagrama, Barcelona, 1996, p. 445). Sin embargo, apenas en el párrafo anterior, no ha podido dejar de escribir: “Melville construye en el capitán Ahab una alegoría de la conquista del mundo que Estados Unidos desea; está obsesionado, se comporta de un modo compulsivo y se muestra imparable, absorto completamente en su propia justificación retórica y su sentido del simbolismo cósmico” (Ibid., p. 445). Esta interpretación se ha impuesto y domina sobre las otras. Nunca, si hemos de ser honestos, los analistas de semejante texto desdeñan su riqueza y dejan de lado los otros aspectos. Y si lo hacen no se privan de explicitarlo, a veces como avergonzados. Pero una lectura de la gran obra de Melville debiera ser una empresa totalizadora. Por ejemplo: todas las lecturas sociopolíticas no toman seriamente la lectura teológica. ¿Es Moby Dick el relato de tono bíblico (por su grandeza) de la lucha entre el Bien y el Mal? La lectura sociopolítica tiene claro que –para júbilo y gloria de los norteamericanos– Melville les ha entregado los motivos del imperialismo, de la expansión ilimitada: la persecución del Mal. Dan por hecho –de este modo– que Moby Dick es el Mal. Al menos para la política imperial norteamericana. Algo que no es tan sencillo para la lectura teológica. En esa lucha cósmica del Bien contra el Mal, ¿quién es el Bien, quién el Mal? ¿Puede alguien como Ahab ser el Bien? Ahab es un vengador compulsivo, lleno de odio y deseos de destrucción. Moby Dick es sencillamente una ballena. Tal vez la más poderosa, la que posee mayor poder destructivo, pero sin duda la más bella. ¿Quién puede negar la belleza de Moby Dick? ¿Quién puede encontrar belleza en Ahab? (Menos todavía hoy: totalmente baldado, más parecido a un triste tullido que pide limosna en alguna esquina del imperio que al imperio mismo.) Ahab, dijimos, vive tramado por el odio y la destrucción. Moby Dick no sabe ni puede odiar. Puede destruir, pero sólo porque su naturaleza la empuja, la exige. Moby Dick es ajena al mundo moral. Por consiguiente, nadie puede juzgarla. No hace el Mal, se entrega a sus instintos, algo que le es inevitable. Como a un león, como a un tigre. El mundo animal no tiene valores morales. Melville busca transformar a Moby Dick es un ser que hace el Mal con la conciencia de hacerlo. Así, al menos, la ve Ahab. Pero no hay conciencia en Moby Dick. La conciencia es algo propio de los hombres. En Moby Dick gobierna el instinto de la especie, de una especie magnífica, qué duda cabe, pero carente de un orden de valores, salvo los de la vida, que le son imperiosos e instintivos. Moby Dick es más pura que Ahab. Es Ahab el que la persigue, el que desea destruirla. En la gran escena titánica del final Moby Dick lucha para defenderse. Ahab es el que ataca, el que provoca la lucha. A nosotros, los que estamos en la periferia de esa lucha pero podemos ser incluidos en ella pues se trata de una lucha global, universal, nos da más miedo Ahab que Moby Dick. O aun peor: sabemos que para el imperio todo lo que no es Ahab es Moby Dick.
En el parágrafo Ahab y el imperio de la historia que ha tramado sobre los Estados Unidos, Thomas Bender escribe: “Fueron pocos los norteamericanos (...) que comprendieron mejor la dimensiones globales de la empresa estadounidense que Hermann Melville (...) Después de haber perdido una pierna a causa de la ballena, Ahab tenía una razón muy directa para continuar buscándola: el imperio estadounidense muchas veces ha obrado por una irrefutable preocupación por la seguridad” (Thomas Bender, Historia de los Estados Unidos, Siglo XXI, Buenos Aires, 2001, pp. 199/200). También Bender no sólo se disculpa, sino que se lanza a desentrañar los otros motivos que laten en la obra de Melville. Pero nos ha entregado uno poderoso: el imperio siente que el mundo está contra él. Este es su síndrome Ahab. Tiene que perseguirlo y dominarlo. Seguir expandiéndose hasta cubrirlo por completo. Ahab persigue a Moby Dick por toda la agobiante superficie de la Tierra. Agredimos, dicen, para que no nos agredan. Sólo así estaremos seguros. Todo se ha agravado desde que Ahab se desplaza sin sus dos piernas. La pérdida de la segunda, ese feroz y demoníaco ataque de Moby Dick, autoriza a Ahab a odiar más que nunca, a seguir persiguiéndola hasta morir. Y eso es lo que sucede en la novela de Melville. Ahab, a punto de arrojarse sobre el cuerpo de la ballena, pronuncia palabras terribles, hermosas en su locura demoníaca, palabras que dan forma a uno de los textos más deslumbrantes de la literatura universal. Como homenaje a Melville, aquí están: “¡Ahora siento que mi mayor grandeza está en mi mayor dolor! ¡Acudid desde los confines más remotos olas remotas de toda mi vida pasada! ¡Formad la ola inmensa y única de mi muerte! ¡Me precipito hacia ti, ballena, que todo lo destruyes sin vencer! Lucho contigo hasta el último instante; desde el centro del infierno te atravieso; en nombre del odio vomito mi último hálito sobre ti” (Ibid., p. 681). Este es el Ahab de hoy. Y ese texto de acero que el genio de Melville pergeñó: “Ballena, que todo lo destruyes sin vencer”, ¿no es la imagen que el imperio tiene del terrorismo, la más actual, la más precisa y rigurosa?
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