Lunes, 21 de mayo de 2012 | Hoy
Por Eva Giberti
Que el procurador general de la provincia de La Pampa acusará sin titubeos, con convicción y certezas propias del análisis de los hechos, es una suposición fundada.
Que la Cámara de Diputados –según informan los medios de comunicación– sostendrá una denuncia contra dos de los jueces que promovieron el avenimiento en la historia de Carla Figueroa constituye un modelo de responsabilidad legislativa.
Que los denunciados, refugiados en la legalidad de la jubilación y de la licencia, se sumerjan en estas pausas, que los aíslan del contacto con sus pares y otras gentes, sugiere un modo de estar en el mundo. Eligiendo ausentarse para cuidarse a sí mismos y anticipándose a cualquier roce incómodo. No se puede dudar de la capacidad de anticipación de estos jueces.
Cuando fue preciso analizar el expediente de un violador y la alternativa del “perdón” por parte de su víctima, dispuesta a casarse con él, la figura del avenimiento calzaba justo para “cuidar “a los dos. Un contrato matrimonial sacralizado, como si el violador y su víctima estuvieran en el mismo plano.
Esta realidad pudo concretarse porque contamos con la fuerte y sólida figura del consentimiento, que reclama la garantía de una aplicación ética por parte de los jueces.
La solución propuesta por los jueces se complicó con el homicidio de Carla y este avenimiento trascendió. De lo contrario hoy tendríamos un violador en libertad (otro más).
Los fiscales y los informes psicológicos habían advertido que el consentimiento de Carla para “perdonar” al violador y casarse con él debía ser libre y pleno. Para que el consentimiento sea válido es preciso que quien consiente disponga de capacidad de reflexión y lucidez como para evaluar los posibles resultados de su decisión. Y en este caso, tampoco estar expuesta a presiones interesadas en la libertad del preso.
No se trataba del mero “consentir” cuando la voluntad simplemente acepta llegar al fin que se propone, pero mediatizada por quien se lo sugiere. Porque en esa circunstancia se termina consintiendo en la mediación, o sea aceptando la propuesta de los jueces. Tal como sucedió.
El consentimiento que se solicitaba para Carla era “libre y pleno”, consciente en el bien y el mal, de allí su relación con la vida real, que precisa claridad por parte de la víctima según sean sus condiciones emocionales. Carla, una adolescente, había sido violada y sobrellevaba desde niña una historia vinculada con violencia familiar. Era un ser humano superlativamente vulnerable, cuyo consentimiento “libre y pleno” para casarse con un violador resultaba dudoso.
Entonces ese consentimiento exigía la presencia del consilium, “aquello que la razón aconseja”, pretensión que introdujo interminables discusiones en la Edad Media y que los fiscales pampeanos enarbolaron por estar a derecho y porque para ellos era evidente la situación de vulnerabilidad en la que Carla se encontraba.
El “consentimiento” interpretado ad libitum, o sea a gusto y placer, según el deseo de quien dirige los avatares de una causa, puede derivar en una imposición encubierta.
Cuando quien escribe se entrevera en causas judiciales sin disponer del expediente, arriesga equivocarse. Los medios nos cuentan los hechos y los asumimos. Pero no hay error en un procurador general que, decidido, acusará a un magistrado. Tampoco lo hay en una Cámara de Diputados que denuncia a dos jueces y en fiscales y psicólogos que escriben aquello que piensan y diagnostican ante una víctima en peligro. Caído el avenimiento del Código Penal, tardíamente, fenomenal descuido de los legisladores y penalistas ¿qué van a inventar para liberar a los violadores cuyas víctimas eran novias o mujeres cuya vulnerabilidad las torna capaces de retirar la denuncia inicial?
Cualquiera sea la derivación de esta historia, el ejemplo de lo que puede hacerse, tal como se asume en nombre de la ley, se rastrea hoy en el meridiano de La Pampa.
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