› Por Rodrigo Fresán
UNO Entronado frente a su televisor –butacón marca Ikea y de nombre mitad onomatopéyico y mitad de dios nórdico, que demoró un par de días en ensamblar, pero a lo largo de los cuales envejeció unos cinco años– Rodríguez no entiende nada. Pero nada de nada, ¿eh? Rodríguez está viendo un episodio de la segunda temporada de Juego de tronos. Con ojos entrecerrados y un hilo de saliva corriéndole boca abajo y, de nuevo, qué pasa ahí, por qué, quién es quién, qué hora es. Nada que ver con el efecto que, durante años, le produjo Lost. Tiempos en los que Rodríguez aún intentaba comprender algo de todo. Ahora no. Ahora ya no hay fuerzas ni ganas y Juego de tronos es como un tornado centrifugando nombres y rangos y apellidos y títulos nobiliarios en el que de vez en cuando (una vez por capítulo) alguien es decapitado o violado o arrojado a los perros. Lo más parecido a la guía telefónica como escrita por Shakespeare. Pero, para Rodríguez, aquí la cuestión no pasa por ser o no ser sino quién es quién.
DOS Así, una dosis de Juego de tronos después del noticiero es para Rodríguez no la panacea, pero sí al menos el placebo para todos los males del reino de España. Una forma de olvidarse de todo en un trance de sables, coitos, conspiraciones y huevos de dragón. Algo similar le ocurre, por las tardes, cuando de regreso del trabajo sintoniza los últimos tramos del megamagazine-tertuliano ¡Sálvame! (buen título; pero cualquier día de éstos pasará a ser ¡Rescátame!, más a tono con los días que sufrimos) donde un puñado de criaturas abismales tiñe de amarillo bilis al periodismo rosa y desmembra los ascensos y caídas de la farándula más rancia y cutre. La autodesfigurada, pero patológicamente narcisista Belén Esteban –miembro real de ese panel de verdugos a la vez que popular víctima esporádica al haber convertido su vida en una suerte de telenovela-reality con destellos de Almodóvar y Berlanga– suele ser el crudo platillo principal. Pero de un tiempo a esta parte –cortesía del yernísimo Iñaki Undargarin– se ha levantado la veda a la caza y pesca de borbones. Así, el último best-seller no-ficción se dedica a examinar la imponente cornamenta que ha ido adquiriendo la reina Sofía desde hace tantos años. Así también, la última edición de la Vanity Fair ibérica pone en portada a una tal (para Rodríguez, cuyo segundo apellido Rodríguez, el nombre de la señora es puro Juego de tronos) Corinna zu Sayn-Wittgenstein, definida como “misteriosa amiga del rey” y, por supuesto, presente en el accidentado safari de Botswana, ¿recuerdan? Juan Carlos I seguro que sí. Aunque lo único que quiere es olvidarlo por más que no lo dejen. Rodríguez contempló, casi extasiado, antes de volver a viajar para extraviarse en la densa cartografía de los siete reinos de Westeros, cómo el rey recibía al gobernador republicano Rick Scott –de modales sinuosos y voz sibilina como la de John Malkovich– diciéndole “Al fin conozco a mi héroe”, no dejándole de preguntar sobre sus hemingwayanas hazañas paquidérmicas, relatando la vez en que fue casi aplastado por un pariente más o menos cercano de Tantor y mostrando, ante el desconcierto absoluto del coronado jefe de Estado español, su decepción al enterarse de que el accidente del soberano se había producido apenas bajándose de la cama. “Me esperaba una historia mejor”, comentó decepcionado Scott ante las cámaras. Rodríguez no. Rodríguez ya no cree en la posibilidad de historias mejores. De ahí que se conforme con Juego de tronos: una historia que, como la realidad, no entiende y jamás podrá entender...
TRES ... porque si algo no entiende Rodríguez es la actual historia de España devenida histeria. Un frenesí donde todo es irritante o todos están irritados con el siempre al frente telón de fondo de primas de riesgo, caídas de Bolsa, la “novedad” del agujero negro de Bankia y sucesivos pedidos de auxilio de Rajoy disfrazados de preocupación por rescatar a los muchos más de siete reinos de Europa. El resto es sucio y estruendoso ruido blanco. La polémica por si se silbaría el himno nacional y se abuchearía al príncipe en la final de la Copa del Rey donde el Barça (Cataluña) y Athletic de Bilbao (País Vasco) lucharían con espada y brujería por el trofeo. Uno y otro fueron abucheados con entusiasmo porque días antes la condesa de Murillo y grande de España y presidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre (para Rodríguez, una perfecta cruza de Margaret Thatcher con gremlin) había propuesto cancelar el partido si se silbaba y jugarlo a puertas cerradas. Después, la obsesión de Madrid con ser ciudad olímpica en el 2020 y con ser sede de Eurovegas, con ganar ese Juego de tronos en versión musical que es Eurovisión. Y el cataclismo para pasar el fin de semana en cuanto a que Cataluña también necesita dinero. Y las buenas intenciones y aire bonachón de Hollande (que a Rodríguez le evoca cada vez más al efímero Juan Pablo I o cualquiera de esos secundarios de George R. R. Martin cuyos restos serán arrojados a los perros) junto al frente y perfil panzer de Merkel. Y el traidor mayordomo del Papa (¡El Cuervo! ¡Más Martin!) y las declaraciones tan cristianas del cardenal madrileño (a las ya habituales condenas al divorcio, al aborto, a los gays a las que ahora se suman las amenazas en cuanto a que si la Iglesia tendrá que pagar impuestos, entonces esos dineros saldrán de Cáritas, a la que la Conferencia Episcopal Española aporta, apenas, el 2,17 por ciento de su presupuesto). Y finalmente no habrá enmiendas y Franco seguirá no siendo dictador y Escrivá de Balaguer recibió órdenes directas de Dios para el Diccionario biográfico español de la Real Academia de la Historia. Y la caída de las acciones de Facebook (a Rodríguez, quien tampoco pudo seguir mucho la trama de La red social, todavía le inquieta que uno de los héroes de esta era sea poco menos que un traidor y delincuente de aire más bien bovino, versión diet y light del joven y despótico reyecito Joffrey Baratheon de Juego de tronos que, seguro, va a terminar mal, muy mal). Y, por supuesto, el enano.
CUATRO Porque el enano Tyrionne Lannister es el único y lo único que le despierta algo de interés a Rodríguez en Juego de tronos. Es decir: Rodríguez quiere entenderlo porque se siente identificado con él, Rodríguez quisiera ser exactamente así: un pequeño hombre sabio moviéndose entre las piernas de gigantes ignorantes para, espera, poder salirse con la suya al final. Además, no hay nada en el presente español que ensucie su diminuta y luminosa sombra. Nada que se le parezca. Pero Rodríguez se equivoca y aquí viene la noticia de último momento que disfrutará de amplia cobertura hasta que vuelva a abrir la Bolsa o la Vida. Aquí viene un pequeño pequeñito –colombiano, miembro de la agencia Los Pekeboys que oferta “espectáculos de enanitos” y ocasional actor porno– quien abordaba a mujeres por los callejones de Madrid, las convencía de ser un chamán, las drogaba con algo llamado burundanga y después dunga-dunga.
Después de esto, comprende Rodríguez, Tyrionne Lannister ya nunca volverá a ser lo mismo para él. Así, entre sollozos, descubre que tendrá que volver a doparse con el sueño imposible de ser el mad man Don Draper. Pero –no demora en despertarse– Rodríguez sabe que ése es un sueño imposible: al imparable Draper, en Mad Men, nadie puede dejarlo en el paro.
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