› Por Sandra Russo
En 1946, George Orwell ya había publicado Rebelión en la granja, y faltaban tres años para 1984. Ya con una larga historia de militancia de izquierda en el Partido Laborista Independiente, y con su experiencia de miliciano en la Guerra Civil Española, Orwell –que era conocido, por otra parte, por su posición crítica no sólo frente al capitalismo sino también frente al estalinismo– publicó un ensayo que suele usarse en talleres de escritura, La política y el idioma inglés en el que desglosa qué tipo de operaciones de lenguaje no sólo desgastan y achatan la escritura y el habla periodística y política, sino que además ayuda a comprender por qué las batallas culturales se libran palabra por palabra.
En lo que él llama “la decadencia del idioma inglés” encuentra, dice, indudables causas políticas y económicas, pero advierte que un efecto puede provocar una causa, y haciendo uso de uno de sus propios consejos a escritores, busca una metáfora nueva, precisa y clara para explicarlo: “Un hombre puede empezar a beber porque piensa que es un fracasado, y luego fracasar por completo porque bebe”.
Orwell señala la relación que existe entre determinado uso del lenguaje y cierto tipo de pensamiento político que padece su misma y exacta decadencia. De izquierda y de derecha, porque éste es un problema general que atraviesa a la política, el periodismo, el habla general y, por consiguiente, nuestras maneras de pensar. Se posiciona en su ensayo no como un escritor, sino como un ciudadano. Da ejemplos que ha analizado, y que recorren el espectro del lenguaje ensayístico, político y periodístico –va desde una carta de lectores al Tribune a un panfleto comunista–, e identifica cuatro problemas:
1) Las metáforas moribundas. Son las que no se inventan ni se eligen para iluminar alguna zona compleja de la realidad, sino frases hechas y repetidas que alguna vez tuvieron un sentido concreto y ya no lo tienen.
2) Los operadores o extensiones verbales falsas. Son las cadenas de palabras que reemplazan a un verbo simple y fácilmente entendible en el idioma standard. Una complicación innecesaria del lenguaje que sólo sirve para estirar las oraciones o hacerlas más vagas.
3) La dicción pretenciosa. Es el abuso de adjetivos para reforzar los sustantivos, el abuso de citas de autoridad o la inclusión insistente de palabras latinas, griegas o francesas.
4) Las palabras sin sentido. Son frecuentes en la crítica cultural y académica, en las que se hacen ininteligibles los niveles de abstracción, y también en el habla política. Dice en ese ítem: “El término fascismo hoy no tiene ningún significado excepto en cuanto significa ‘algo no deseable’. Las palabras democracia, socialismo, libertad, patriótico, realista, justicia tienen varios significados diferentes que no se pueden reconciliar entre sí. En el caso de una palabra como democracia, no sólo no hay una definición aceptada sino que el esfuerzo por encontrarle una choca con la oposición de todos los bandos. Se piensa casi universalmente que cuando llamamos democrático a un país lo estamos elogiando; por eso, los defensores de cualquier régimen pretenden que es una democracia y temen que tengan que dejar de usar esa palabra si se le da un significado”.
Lo que tienen todos esos ejemplos en común es lo que Orwell señala como los dos grandes pecados del lenguaje de su época: las imágenes trilladas y la falta de precisión. Eso marca el carácter de cualquier tipo de comunicación, personal o pública. Si se recurre a imágenes trilladas, el habla parece salir más de la televisión que de las tripas. Y si hay falta de precisión, es a costa del significado. Algo poco preciso significa menos que algo preciso. Dice Orwell: “Tan pronto se tocan ciertos temas, lo concreto se disuelve en lo abstracto y nadie parece capaz de emplear giros del idioma que no sean trillados; la prosa emplea menos y menos palabras elegidas a causa de su significado, y más y más expresiones unidas como las secciones de un gallinero prefabricado”.
Básicamente, ésta es la riqueza del ensayo de Orwell. La de haber detectado, muy al principio de la comunicación de masas, que el mecanismo de la repetición del lenguaje comenzaba a obturar el pensamiento de los ciudadanos. Nuestros pensamientos sobre muchas cuestiones no nos son propios. Tomamos segmentos, imágenes, pedazos de discursos que circulan a nuestro alrededor, y las completamos con nuestros pareceres. Más allá de las consecuencias políticas que esto pueda tener en uno u otro contexto histórico, el resultado seguro de esta pérdida de autonomía sobre el lenguaje y lo que éste teje, el pensamiento, es la fealdad. La belleza surge de lo genuino, no de lo costurado.
Hay seis preguntas breves que Orwell aconseja a cada periodista o escritor cuando relee lo que escribe. Son muy simples, pero sin embargo, pueden corregir un texto en un sentido: hacerlo más específico, esto es, más personal. Las preguntas son: ¿Qué intento decir? ¿Qué palabras lo expresan? ¿Qué imagen o modismo lo hace más claro? ¿Esta imagen es suficientemente nueva para producir efecto? ¿Puedo ser más breve? ¿Dije algo evitablemente feo?
Finalmente, hay dos maneras de trabajar este tipo de temas que surgieron en un momento y en una coyuntura histórica determinada. La primera, la falaz, la de baja densidad, es pretendiendo extrapolar situaciones totalmente distintas, a través de la inducción de que la escena es la misma. Bastaría con buscar ejemplos actuales de los problemas que detectó Orwell para caer en ella. La segunda, la más interesante y la que sostiene estas líneas, es limitarse a transmitir lo más fielmente posible estas ideas, que obviamente nos incumben como sujetos hablantes y políticos. Los nexos con el presente no son de pertinencia de esta nota. Sí pueden serlo, claro, y esto completa el círculo virtuoso del idioma, del propio pensamiento de los lectores.
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