› Por José Pablo Feinmann
En una superficie de 9.598.961 km2 hay en China 1.341.335.000 chinos. Muchos viven en su capital, Beijing, nombre popularizado por las Olimpíadas de 2008, ya que siempre se dijo Pekín, algo que todavía sucede. Pero otros lo hacen en Shanghai, Tianjin y Chongkín. La apertura de las Olimpíadas fue tan espectacular que tradujo visualmente el poderío económico del llamado gigante asiático. Hay una frase hecha: “Crecer a tasas chinas”. Posiblemente sea exacto decir que es la segunda economía del mundo, aunque la primera (EE.UU.) se encuentra tan deteriorada y con una deuda externa tan descomedida que mete miedo. Se definen de un modo atípico: son, dicen, una democracia popular de partido único, algo que para el lenguaje político de Occidente suena a “chino”. El partido político único de este gigante capitalista de Estado es el Partido Comunista Chino. El idioma principal es el mandarín y la moneda el yuán o yen. De pianistas, sólo de pianistas, tienen un millón. El más famoso, célebre ya en Occidente, es el pintoresco pero dotado Lang Lang, que fuera discípulo de Daniel Barenboim. Pese a algunas concesiones a la música de su patria, el repertorio de Lang Lang es el de los pianistas occidentales: Schumann, Schubert, Tchaikovsky, Chopin, Albéniz, etc. En China no se desviven por el culto al individuo ni a los derechos humanos. El régimen es autoritario. En Frankfurt, el año anterior al que presidió Argentina, les tocó hacerlo a ellos. El que habló en la ceremonia central lo hizo largamente: no mencionó la democracia, ni los derechos humanos. Fue una metralleta de datos económicos apabullantes. A la población le conceden lo que necesita para vivir bien, como en pocas partes del planeta: se controla la inflación, educación, vivienda, sanidad, impuestos y se lucha duramente contra la corrupción. (“Duramente” es un eufemismo. No es aconsejable para la buena salud de nadie ser corrupto en China.) Se controla Internet y las voces disidentes tienden a ser controladas, y más que eso si es necesario. Pero esto sucede en todos los países de Occidente que están en guerra con Irak, Irán y los palestinos o deben controlar el ingreso de los inmigrantes indeseados (nombre que les dio Samuel Huntington ya en 1990). Pero, ¡cómo ha crecido China! Es la alternativa al Consenso de Washington, ese diseño del economista John Williamson que ha devastado a los países en que se impuso y que ahora tiene a Europa al borde del abismo: sobre todo a Grecia y España. Se habla –desde hace tiempo– del Consenso de Pekín y si se habla es porque ya existe y está formando una nueva salida al capitalismo, no de Occidente, no de las grandes potencias imperiales, sino al de las economías subalternas, que cada vez lo son menos.
La República de la India –como China– tiene una población desbordante: 1.224.614.000 habitantes, pero en una superficie notoriamente menor: 3.287.260 km2. Fue, también como China, colonizada por el imperio británico durante el siglo XIX y fue, también como China, objeto de la pluma de Karl Marx, que le dispensó su atención por medio de sus notables (y, en general, equivocados aun en su brillantez, o acaso más gravemente a causa de ella) artículos para el New York Daily Tribune. Pese a que la Constitución otorga reconocimiento a veintidós lenguas, es el inglés el idioma hegemónico, más aún que el hindi. La “pesada carga del hombre blanco” que Kipling cantó ha dejado su huella.
India es hoy una potencia es ascenso no menos que vertiginoso. Tiene problemas internos y los ha tenido asimismo con Occidente. Pero su presente pareciera tener otros rumbos. En 2010 se produce la tercera cumbre del BRIC (Brasil, Rusia, India, China) y en ella se consolida la unión de las nuevas potencias emergentes. Se les une Sudáfrica y el BRIC se transforma en Brics, un organismo libre, fuerte. Una voz vigorosa en el nuevo mapa internacional. Y, sobre todo, independiente: India se abstuvo de votar sobre la cuestión Libia el 17 de marzo de 2011 (también lo hicieron sus otros socios del Brics) y hasta se permitió aconsejar a las potencias occidentales evitar el uso de la fuerza.
Brasil es el coloso de América latina y –a la vez– uno de los países con mayores problemas sociales. Se hizo una película de éxito mundial dirigida por Fernando Meirelles. Presentaba de modo explícito la guerra de las bandas de narcotraficantes en las favelas. Se ha permitido entrar ahí al mismísimo ejército a sangre y fuego. No hubo mayores resultados. De las favelas salen los delincuentes, invaden las ciudades de la opulencia y crean algo peor que inseguridad, terror. Pero Brasil, con Lula primero y con Dilma Rousseff luego, creció a grandes saltos. Es, ahora, una potencia mundial con voz propia. En marzo de 2011, Barack Obama lo visita, dialoga, seduce. Algo que exhibe ante el mundo la relevancia del país de la lejana Carmen Miranda, que ya no quiere entretener con el colorido de sus frutos, de sus enormes bananas y sus ritmos, sino entrar en la dura pulseada del poder mundial. Lo ha hecho.
Argentina ha dejado muy atrás las crisis de 2001 y 2002. El país ha crecido durante estos diez años. Los problemas de exclusión y pobreza son menores que los de Brasil. Su Presidenta ha ganado las recientes elecciones del año pasado con el 54 por ciento de los votos. La oposición se ubicó tras de ella a casi impresentable distancia. Se ha acercado a Estados Unidos pero se nota que busca otros caminos. Quiere salir (y está saliendo) del neoliberalismo que arrasó el país en la década del 90. Ha fortalecido el Estado y su intervención en la economía. Es el país que más profundamente ha llevado los juicios a los genocidas de la dictadura militar. Tiene una oposición política muy débil pero una mediática fuerte y agresiva hasta la injuria. Ha establecido su linaje político con la izquierda peronista de los años ’70, la que fuera (no la guerrilla, que era minoritaria y sirvió de excusa a los centuriones) “diezmada” durante esa década por un Estado Criminal apoyado por todas las fuerzas de derecha y por las clases medias del país. Las Madres de Plaza de Mayo (que surgieron en abril de 1977) calculan la cantidad de muertos y, en especial, desaparecidos en 30.000. Ningún país generó una entidad como la de las Madres. Ellas lavaron la “culpa argentina”. Alemania daría mucho por haber tenido unas madres que todos los jueves se nuclearan en la Puerta de Brandenburgo para pedir por la vida. Habría ayudado a Karl Jaspers a ser menos duro con su pueblo en su ensayo La culpa alemana.
Actualmente, soporta una nueva embestida. Esta vez con centro en las corporaciones financieras, como en el 2008 lo fuera en las corporaciones agrarias. Las corporaciones financieras son peligrosas. Tiraron el gobierno de Raúl Alfonsín con el cruel “golpe de mercado” y condicionaron a todo gobierno, sobre todo al de Carlos Saúl Menem que se puso, sin más, bajo su protección y sus dólares rematando la soberanía del país.
Argentina mantiene una excelente relación con Brasil. Esto, en la práctica, la vuelve un miembro –menor pero respetado– del Consenso de Pekín. No se trata –creemos– de estar contra EE.UU. sino de poder hacerle frente, no sometérsele, desde la creación de un nuevo polo de poder. Así están las cosas. Todos los sectores que actúan como representantes de la embajada de EE.UU. atacan estos planes del Gobierno. La resolución de estos conflictos mucho tendrá que ver con el efecto que tenga o no tenga la crisis mundial en Argentina. El Gobierno no cesa de tener la iniciativa política. Del otro lado –aunque se sabe que se defiende el retorno al Consenso de Washington– sólo suenan voces pendencieras, rencorosas, encarnadas por periodistas decadentes o medios de comunicación que apelan a cualquier recurso. Algo que ya hicieron y los llevó a perder calamitosamente las elecciones de 2011. Debieran intentar otra cosa.
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