› Por Rodrigo Fresán
UNO Agotado por la microscópica pequeñez nacional pero tan provinciana de las malas noticias de todos los días –Bankia, prima de riesgo, ¿rescate?, Merkel–, “España es demasiado grande para caer” (lo que no significa otra cosa que “España puede caer a lo grande”), la posible salida del neuro-euro, Rajoy des/haciendo con eso de “haré lo que haya que hacer”, el Mister DT de la selección española advirtiendo que le “preocupa un retroceso en las emociones de los jugadores” por haber ganado todo de cara a la inminente Eurocopa, y el cada vez más avanzado número de padres molidos a patadas por sus hijos adolescentes luego de comunicarles que ya no hay dinero para el inmovilizante teléfono móvil–, Rodríguez decide jugarse el todo por el todo y apostar a la grandeza telescópica y cósmica de inconmensurables pésimas nuevas. Y abre El País y ahí está lo que buscaba y allá va, con dos cojones. El titular no da lugar a dudas, ajústense los cinturones de seguridad: la Vía Láctea chocará frontalmente con su vecina Andrómeda.
Y olé.
DOS Rodríguez, aliviado, sigue leyendo. Y la cosa es así: el choque –de acuerdo con pupila que todo lo ve del Hubble– tendrá lugar dentro de 4.000.000.000 de años. Tiempo suficiente como para que España cumpla con el límite de déficit impuesto por la Unión Europea, razona Rodríguez, y se da una bofetada, porque no puede permitirse desconcentrarse y regresar a minucias de civilizaciones primitivas. Rodríguez, ahora, está para otras cosas, para cuestiones inmensas. Y la colisión será un espectáculo digno de contemplarse: la Vía Láctea se (nunca mejor utilizado este verbo) estrellará frontalmente contra la Nebulosa de Andrómeda y, pasados 2.000.000.000 de años más, se fusionarán decantándose en una única galaxia que bien podría llamarse La Vía Andrómeda o La Nebulosa Láctea. Al turbio Rodríguez –mientras revuelve nubes de leche en el agujero negro de su taza con café– le gusta más la segunda opción. Y, ah, el consuelo de tantos ceros aplicados, por fin, a algo que no son billetes adeudados. Y, enseguida, se imagina a sí mismo allí mismo: curtido por los milenios, eterno astronauta, cruza de Juan Salvo con David Bowman pero con “Marca España”. Contemplando toda esa luz y magia industrial cortesía de un sujeto volador no identificado al que muchos –para no volverse locos– insisten en llamar Dios y todo eso. Otros se limitan a tomar su nombre en vano, a vivir de él y, de tanto en tanto, a perder o que les pierdan los papeles.
TRES Rodríguez sigue leyendo: “Las dos galaxias están aproximándose debido a la mutua atracción gravitatoria que ejerce la materia (incluida la materia oscura que rodea a una y a otra)”. Y otra autobofetada: Rodríguez tiene que hacer un esfuerzo para no compaginar lo de “materia oscura” y la falta de “mutua atracción gravitatoria” con lo que viene sucediendo en su matrimonio (porque el cada vez menos expresivo y desfigurativo tiempo conyugal se mide de modo tan diferente a esa abstracción que es el expresionista tiempo real) de unos 8.000.000.000 de años a esta parte. Rodríguez, consciente de que está de regreso al presente, se pone a leer –ahora en pantalla– lo que piensan los lectores de semejante noticia. Y a Rodríguez le sorprende –o no le sorprende en absoluto, idea fija y reflejo automático– la cantidad de comments aludiendo a la luz cada vez más muerta que emite la estrella Bankia y al eclipse del gobierno del Partido Popular. Unos pocos se preguntan si el presupuesto para la investigación científica no debería concentrarse en cuestiones más cercanas a nosotros como, por ejemplo, la cura de un par de enfermedades que nos acompañan desde la prehistoria. Puede ser. En cualquier caso, aquí y ahora, Rodríguez sigue prefiriendo este tipo de descubrimiento al hallazgo de una nueva cuenta del yerno del rey en la bóveda más gris que celeste de un banco extranjero.
CUATRO Pero nada de eso importa. Apenas ruido blanco en la Red. Finitos 140 caracteres. Lo que necesita Rodríguez –a la espera del estreno de Prometheus, de Ridley Scott– es continuar en “ese lugar donde nadie te oirá gritar”. Flotando en paz y sin dolores raros en el pecho, como si algo fuese a salir de ahí dentro. Rodríguez quiere más materia sideral y menos aullido terreno. Y no le cuesta mucho encontrarla, porque para eso está ese otro Hubble llamado Google. Rodríguez pasa buena parte del día –en la oficina– apuntando el telescopio de su descontento y tangible y sombrío y práctico presente hacia la teórica y lejana e inabarcable felicidad de su futuro de años luz. Lee: En 2012 se podrá hallar o no la última partícula desconocida para la física. Pero lo cierto es que esto le recuerda mucho –ese “podrá hallar o no”– a las dubitativas certezas de banqueros y ministros de Economía y BCE y FMI. Por lo que –Rodríguez sigue sin entender qué es todo eso del “Bosón de Higgs”, cuyo nombre le suena muy Tolkien– pasa de largo y pone rumbo al infinito y más allá, lejos de tanta cuenta regresiva. Pero antes, mejor, por las dudas, trabaja un poco. No sea que vayan a pensar que –con cada vez menos oxígeno en la nave madre oficina– lo suyo es eyectable peso muerto, aunque esté vivo y coleando como cometa.
CINCO Por la noche –después de no hablar con su mujer e hijos y de contemplar en el último telediario otra de esas notas de color YouTube con otro niño oriental que se metió en el lavarropas, o salió con su triciclo a una autopista, o compuso una sinfonía para ser interpretada exclusivamente con palillos chinos–, Rodríguez enciende su ya antigua Mac, y ahí está lo que andaba buscando: Un agujero negro devora una estrella (en tiempo real) y Espectacular agujero negro tritura una estrella víctima totalmente identificada. Titulares tanto mejores que Alemania empuja a España al abismo o Rajoy llama a la unión nacional ante el ataque externo. Y el comentario de astrónomos que consiguieron captar el “violentísimo homicidio estelar” de un masticador de luz tragándose una masa astral compuesta por tres millones de soles. Allí, un tal Ryan Chornock, del Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics, explica que “existe la creencia popular de que los agujeros negros, como los tiburones, son máquinas de matar a perpetuidad, pero en realidad están en calma durante la mayor parte de sus vidas. De vez en cuando una estrella se acerca mucho y empieza el frenesí de su alimentación”. Rodríguez –frenético, triturado, devorado, víctima totalmente identificada y con tantas ganas de cometer un violentísimo homicidio estelar– no entiende mucho de lo que allí se dice. Pero le gustan las fotos. Lo tranquilizan. Son como postales de verdad absoluta, piezas sueltas del monolítico rompecabezas de un gran plan que sí funciona, lejos de aquí, lejos de todo y de todos.
Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Rodríguez –contando estrellas en lugar de ovejas– duerme bien y duerme profundo. Duerme tan profundo como el inacabable espacio que lo rodea y no como el limitado y limitante entorno que lo acorrala. Mientras tanto, ahí fuera, el sol se extingue sin prisa ni pausa y, sí, no está oscuro todavía, pero falta menos. No importa, no hay problema: Rodríguez no llegará a verlo porque Rodríguez ya no llega ni a fin de mes.
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