Mié 06.06.2012

CONTRATAPA

La maldición del escorpión verde

› Por Mario Rapoport *

Los europeos lucen desesperados. Grecia, la cuna de su propia civilización, está por abandonarlos. Su posible retirada del euro parece obrar como la cicuta de Sócrates, un brebaje preparado en forma conjunta por Goldman Sachs y el Banco Central Europeo cuando hicieron trizas el “dracma” griego, lo que muchos consideran un “drama” a lo Sófocles.

Curiosamente, eso dejaría un lugar libre para que se incorporen otros países y, por qué no, la Argentina. Es verdad que aquí se prefiere el dólar al euro, pero de seguro hay quienes estarían dispuestos a hacer cualquier sacrificio para salir del cepo de su propia moneda.

Los motivos son comprensibles: un reducido sector de la sociedad nativa ha tenido siempre oculta en su mente una brújula marcando al norte; llámese París, Miami, Londres o Nueva York. En la etapa oligárquica se fue creando una cultura donde tango y vacas ayudaron a exportarse unos a otros, mientras un puñado de compatriotas estudiaban en escuelas inglesas (los jóvenes) o tenían algún petit hotel en la Avenue Foch, cerca de la Etoile (sus padres).

En sentido inverso, multitud de inmigrantes europeos pobres venían aquí a trabajar en las tierras de esos argentinos que solían frecuentar el viejo mundo, o a construir la infraestructura urbana y rural del país agroexportador, generando la fuente de divisas que les permitía a aquellos afortunados prescindir del peso.

Desde el empréstito Baring de 1824, siempre fue bueno para cierta clase dirigente especular en libras o en oro a fin de librarse de un peso depreciado por préstamos que recibían y no devolvían, o por crear a “piacere” una más que abundante cantidad de moneda local que necesitaban para sus abultados gastos y aceleraba el proceso inflacionario.

En el siglo XIX y más tarde en los años veinte del siglo siguiente la vinculación con el patrón oro no sirvió demasiado y se asistió a varias crisis financieras y a la repetida presencia de un papel moneda inconvertible. Muchos perdieron y, como ocurre siempre, unos pocos ganaron mucho.

Por entonces estábamos en la esfera del imperio británico, aunque fuera de manera informal, y cuando llegó la Segunda Guerra Mundial les vendimos a los ingleses todo lo que pudimos. Ellos fraternalmente nos pagaron con las llamadas “libras bloqueadas” y los que debían recibirlas a cambio de sus alimentos y materias primas, se dieron cuenta de que sólo se trataba de asientos contables en el Banco de Inglaterra; que su adhesión a la libra servía únicamente para saldar deudas anteriores, un compromiso de honor, o para nacionalizar bienes muy poco rentables, como los ferrocarriles, lo que tampoco iba a suceder cuando la libra se hizo inconvertible. Los ingleses habían estado felices de invertir en la Argentina y ahora estaban igualmente encantados de retirarse de ella, manteniendo guardadas bajo llave sus ya desgastadas libras.

Como lo de la libra no funcionó era el turno del dólar. El gobierno militar “libertador” adhirió fervientemente al FMI y el país comenzó a endeudarse con el billete verde. Los que se creían más inteligentes se dedicaron también a atesorarlo; siempre iba a valer más que nuestro depreciado peso, devaluaciones mediante.

Gracias a la hiperinflación, la Ley de Convertibilidad inclinó definitivamente la balanza hacia el dólar, haciendo creer a la gente que era emitido por el mismo Banco Central, “un peso, un dólar”, lo que por la ley de Gresham significaba pagar en lo posible en pesos y guardarse los dólares. Pero vinieron dos corralitos, los de Erman González y Cavallo (el primero permitió que llegara luego el segundo limpiando el camino para la mencionada ley), y los que no pusieron los verdes billetes en sus cajas fuertes y prefirieron “garantizadas” cuentas bancarias, quedaron atrapados nuevamente en la “maldita” prisión del peso.

Otra vez soberanía monetaria ¡qué desastre!, se decía. Los más vivos, que habían escapado al corralito y fugado sus dólares al exterior tampoco se libraron de fuertes pérdidas. Desvalorizadas casas y departamentos comprados en Miami; títulos ya inútiles de Lehman Brothers u otras compañías del top financiero mundial; ahorros perdidos en manos de un estafador internacional como Bernard Madoff; gastos en diversiones y apuestas para escapar del stress en Las Vegas o Montecarlo. Todo ello hizo desaparecer en el torrente de la crisis mundial, que ya se avizoraba, millones de dólares, considerados más seguros colocados así que mantenidos debajo de un colchón, creyendo además que rendirían buenos beneficios.

Después de la devaluación del 2002, muchos argentinos tuvieron nuevamente que volver al peso nacional, mientras observaban de lejos la brusca caída de los mercados financieros e inmobiliarios en los centros de poder económico. Pero en ellos prevalecía la opinión de que la moneda local sólo servía para comprar bienes de inferior calidad y estaba erosionada por la inflación.

En cambio, se necesitaban dólares para invertir en el mercado inmobiliario (aunque materiales de la construcción y trabajadores se pagan en pesos), o para viajar al exterior, donde sólo cuenta la moneda extranjera, aquella que realmente vale por sí misma y nos permite acceder a objetos deseables.

La caída del euro trastornó no sólo a los europeos-europeos, sino también a los argentinos-europeos, que no podían creer que esta vez no se trataba de un simple chiste alemán, sino de algo más serio. Pensaban que la crisis mundial estaba alejada de las cálidas playas que frecuentaban: al menos las costas de Europa no se veían ni desde Punta del Este ni desde Pinamar. Entonces, cuando las cosas parecían volver a apretar a nuestra economía y el Gobierno tomó medidas, cierto que algo bruscas y no bien comunicadas, para detener la sangría de capitales que fugaban al exterior, renació el mercado paralelo y la urgente necesidad de poseer dólares. Pocos parecen saber que el dólar no goza de buena salud a nivel mundial y se mantiene a fuerza de bajas tasas de interés y una fuerte emisión, y que muy pronto China y Japón comerciarán en sus propias monedas.

Ahora bien, retornando al principio, ¿por qué no reforzar con nuestra masa de dólares al decaído mercado de la UE, reemplazar a Grecia y volver a la época del paraíso agroexportador, siendo ahora de verdad un país europeo? El rey Juan Carlos, una vez recuperado de sus heridas de caza, nos recibiría con los brazos abiertos y, por fin, podríamos sentirnos bien en esta malhadada tierra, unidos para siempre a la infancia de nuestros remotos ancestros. Porque la patria de uno es su infancia y más aún la infancia de abuelos, bisabuelos o tatarabuelos. Quizás en ese momento, protegidos por el recuerdo de tiempos más felices, nos libraremos para siempre de la maldición del escorpión verde.

* Economista e historiador.

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