› Por Noé Jitrik
Cada vez que la computadora me traiciona, o sea cuando se comporta de manera caprichosa y en apariencia arbitraria –aunque seguramente alguna torpeza mía la llevó a proceder de modo criminal y digo criminal cuando me pierde una página entera, concebir y armar la cual me costó sangre–, pienso dos cosas; la primera, que me obliga a serenarme, es un aforismo de Tito Monterroso: “Acabo de escribir una línea: me siento un Balzac”.
La segunda, que me produce una perplejidad sin límites, tiene que ver, precisamente, con ese Balzac que escribió cincuenta u ochenta novelas o más sin computadora, a pura fuerza de pluma, a pura vela prendida durante noches interminables y vacilantes. Pensamiento trivial acaso porque no hay comparación entre lo que se podía hacer en el siglo XIX y en los precedentes y lo que los avances de la civilización nos permiten hacer hoy. Pero tal vez no tanto: el que hayan podido, Balzac y la banda de formidables escribidores del XIX (Zola, Tolstoi, Dostoievski, Dickens, Hugo, Kant, Verne, Payno, Manzoni, Sarmiento, Stevenson, Pérez Galdós, Melville y tantos otros) escribir tanto en esas condiciones tiene que ver más con la genialidad que con la tecnología, aunque lo más evidente sea la obstinación. Lo mismo reza para Mozart, Schubert, Schumann –que por añadidura escribía artículos además de música– y hasta para Wagner. Por no hablar de Monet –que sin duda pintaba de día por el tema de la luz descompuesta y recompuesta– o de Cándido López, con su mano válida, o de Delacroix. Y qué decir de los médicos –imaginarlos operando de noche es dificilísimo– y de los científicos, calculando la estructura del universo contra la oscuridad.
La falta de luz, porque la de las velas o candiles e incluso la de los mecheros de gas podía no ser suficiente, debía constituir un obstáculo importante para todo tipo de creación, hasta tal punto que acaso esa carencia haya inspirado las últimas palabras que Goethe pronunció instantes antes de morir: “¡Luz, más luz!”, suspiró. En esa suprema exhalación hay no sólo una exaltada fidelidad a la filosofía que rigió toda su vida –el iluminismo–, sino también un angustioso pedido, algo así como si dijera “sin más luz no se puede seguir”.
¿Inspiró esa frase a los que encauzaron la electricidad que estaba en la naturaleza y crearon, más de un siglo después, la lamparilla que permitió escribir en otras condiciones, totalmente diferentes? Esa tan pequeña, tan humilde y tan poderosa cosa había logrado vencer nada menos que las sombras de la noche, en la cual, durante siglos, los humanos habían permanecido hundidos, salvo, desde luego, los pertinaces artistas, escritores, músicos, pintores y científicos que precisamente las desafiaron y en muchos casos las derrotaron a fuerza de pulmones, de ojos, de sueño, de temores, de rebeldías y, desde luego, de imaginación. Caravaggio por supuesto, ni qué decirlo.
¿Cómo lograron hacerlo? O sea, ¿cómo pudieron producirse esas extensas maravillas a la luz de las trémulas velas, los quinqués o el gas? Ya lo dije, por pura genialidad, concepto o dimensión que preocupó a todo el siglo XVIII y aun al siguiente, una dimensión de lo grande que no dejaba de sorprender. ¿Y qué? ¿Hay que concluir de esa melancólica o tal vez mejor reverenciable descripción, que con la electricidad y su última consecuencia, la computadora, se eclipsó la genialidad, al menos en su aspecto cuantitativo? Si lo que entendemos por genialidad es la manifestación incontenible de una cualidad del imaginario quizá la computación detiene su fogosa marcha lo que, por otro lado, es congruente con los modos de lectura, urgidos y simplistas, que le responden y corresponden. A menos tiempo disponible para recibir, menos largos son los libros y aun las frases, los argumentos y las divagaciones: las editoriales, los diarios, la televisión hacen de la brevedad una casi religión. Y a nosotros, pobres sujetos sujetados, ¿no nos espantan acaso las novelas de 900 páginas, quién es el valiente que haya devorado las obras completas de Manuel Gálvez o Los Soria, de Alberto Laiseca, o la poesía completa de Juan L. Ortiz? ¿De dónde si no de una oposición frontal con la extensión surge el minimalismo en el que tantos escritores y artistas se internaron en el siglo XX?
Pero tal vez haya una contraparte menos deprimente: la síntesis. Yo creo que eso lo comprendió, aunque aún no había luz eléctrica –¿o la había?–, Mallarmé y luego, magistralmente, Borges, que era ciego, y Monterroso, que gozaba de la luz y además veía y que no eran precisamente unos negados. ¿Genios pese a todo? ¿O Quizágenios? Así le dio nombre a un personaje de Museo de la novela de la Eterna Macedonio Fernández, su eterno autor.
Se diría, entonces, que la genialidad, a la que en primera instancia nos acercamos por el tobogán de la cantidad, aunque estaba implícito que si no la acompañaba la densidad no merecería ese calificativo, en la era computacional está visto que no pasa por la cantidad, más bien, en el mejor de los casos, por la densidad. Hay, eso se ve con frecuencia –no es el caso de Monterroso–, quien escribe corto y lo que hace no es denso y, por lo tanto, no es nada genial, sólo es breve: si enfrentamos el epistolario de Sarmiento con el correo electrónico corriente estos términos son evidentes.
La genialidad, me parece, debe pasar, como ocurrió en todos los tiempos, más bien por una continuidad, no condicionada por la falta o la presencia de luz durante la noche, sino por la acción de un incesante sistema asociativo que en ciertos sujetos se da y en otros no, aunque tengan el oficio, con luz o sin ella. Mozart es genial sin luz pero, como se vio cuando ya había luz eléctrica, también, de otro modo, Prokofiev, por no mencionar a Debussy y a Rufino Tamayo y a Einstein, reyes de la concentración y continuos de primer orden.
Ignoro cómo será, aunque lo puedo apreciar, ser continuo en música, pintura o ciencia. Lo sé un poco más en escritura porque a veces percibo en ciertos textos un movimiento interno, un burbujeo que arrastra tanto las ideas y las imágenes como las palabras en una catarata que no necesariamente prescinde de la lógica. Es lo que puede llamarse una gestación en el inconsciente que procede por reminiscencias asociativas que se piden unas a otras o se arrastran unas después de otras, como cuerpos ingrávidos, como si las imágenes que después leemos y nos conmueven –porque tocan nuestro propio inconsciente– estuvieran en los dedos que escriben, a la espera del brote que las sacará del silencio, una salida gusano de seda, a partir de una nada un hilado que podría continuarse infinitamente si no fuera que el tiempo acecha y hay que terminar alguna vez. Para recomenzar después porque la psiquis no se detiene, los sonidos escondidos en las letras son apagados pero arrastran hasta por fin hacer una melodía que a su vez nos arrastra en el vértigo de una lectura que es por su parte incesante. Eso, no reducido por convencionalismos o por retóricas oportunistas, es la genialidad, la de siempre, es lo que comprendemos de los inmensos textos románticos, de Juan Sebastián Bach, Cervantes, de Kafka, de Sor Juana Inés, de Maurice Blanchot y Marc Chagall y, la actual, la que ahora puede ser que permita los vastos descubrimientos de la física e incluso de la computación, aunque cueste administrar el adjetivo a la literatura y a la filosofía.
Y eso que sucedió en todo tiempo, con luz de velas o de gas, también sucede con la luz que los seres humanos han aprendido a conducir y que, por fin, culmina en ese prodigio que llamamos computadora y sin la cual se nos hace cada día menos difícil convivir, aunque no sea del todo amigable, socorrida palabra de la jerga comunicacional que a veces se comporta como todo lo contrario, o sea más bien ofreciendo desalentadoras dificultades.
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