› Por Mempo Giardinelli
Nació el 1º de agosto de 1912 en Estación María Lucila, un pequeño caserío de la pampa bonaerense, apeadero del Ferrocarril Midland en 1908, transferido al Belgrano en 1948 y clausurado en 1977 por los militares.
Aledo Luis Meloni –de él se trata– llegó al Chaco en 1937, cuando tenía veinticinco años y era un joven maestro de los que enviaba el Consejo de Educación a los territorios nacionales, y se radicó en Campo del Cielo, en el extremo sudoeste de la provincia y casi en el límite con Santiago del Estero.
Pero no lo sedujo la historia del lugar, impactado hace unos 6000 años por una lluvia de meteoritos que hoy, cada tanto, son noticia, sino el amor de Nidia Gutiérrez, también maestra en esa colonia agrícola que abrían a hacha y palo algunos inmigrantes rusos y alemanes del Volga, y con la que tuvo cuatro hijos y un montón de nietos y bisnietos.
Allá vivieron y enseñaron durante casi tres décadas, hasta que pasados sus 50 años él decidió dar a conocer los versos que escribía desde los 16. Eran coplas, cuartetas simples, haikus y poemas breves que se fueron esparciendo como semillas por todo el territorio chaqueño. Con descripciones minimalistas, austeras y llenas de encanto, y un fluir pausado y sereno, la poesía de nuestro Aledo –como lo llamamos los chaqueños– devino lectura habitual en todas las escuelas de esta provincia desde hace por lo menos dos generaciones.
Su primer libro, de 1965, fue Tierra ceñida a mi costado: una modesta, pero digna edición, que desde entonces se reeditó muchísimas veces y hoy es un clásico local. Su obra se amplió después incesantemente, con los años y con otros títulos como Costumbre de grillo, La palabra desnuda, Don de lágrima, Memoria y olvido, Leve fulgor y La hora del cierre, entre otros. Su obra poética casi completa está reunida en un libro estupendo: La tentación de la palabra (2009).
Este hombre irreprochable vive en Resistencia desde 1956 y aquí se jubiló como maestro en el ’63, aunque siguió trabajando en la Biblioteca Popular Herrera y fue corrector de pruebas en el ya desaparecido diario El Territorio, y luego en Norte.
Respetado y querido con inusual unanimidad, recibió diversos premios por su trayectoria, entre ellos la Orden de Mérito de Italia en 1982 y el Santa Clara de Asís en 1990. Y en 2006 la Universidad Nacional del Nordeste lo distinguió con el Doctorado Honoris Causa.
Para quienes no lo conocen, lean por favor este bello poema, titulado “Distancia”, de su primer libro:
“En la polvareda verde
del monte, al sol, galopando,
desde mi escuela a tu escuela
hay una legua de canto.
Si lo sabremos
Yo y mi caballo...
Y en la polvareda oscura
de la noche, paso a paso,
hay de tu escuela a mi escuela
diez leguas de sobresalto.
Si lo sabremos
Yo y mi caballo... ”
De entre sus cientos de coplas, que muchos chaqueños incorporaron a su lenguaje cotidiano, suelo escoger dos. Una que dice: “Ya no le pido a la vida / cosas de mucho valer; / sólo le pido una nada: / que me devuelva la sed”.
La otra la usé hace treinta años en Luna Caliente: “El hombre llega al otoño / como a una tierra de nadie: / para morir es muy pronto / y para amar es muy tarde”.
Casi todo el último año, antes de cumplir los cien, sucedió que innumerables escuelas, instituciones y funcionarios del Chaco empezaron a organizarle homenajes, sin cesar, uno tras otro y a cual más imaginativo y rimbombante. Se evidenciaba así el respeto y el afecto que se ganó Aledo, sin dudas, pero a la vez –y como los chicos– desconociendo todos los límites. Entonces Aledo no tuvo más remedio que enviar a un diario local, hace poco más de un mes, una sintética carta de lector, breve pieza magistral de cordura y sentido común:
“Sr. Director: Permítame una confesión y un ruego. Aunque muy agradecido, estoy saturado de homenajes. Demasiado incienso termina por ahogar. Quiero, necesito andar mi último tramo de vida en silencio, lejos de toda perturbación, por afectuosa que sea. Después de todo, acercarse a los cien años no es ningún mérito. Muchas gracias”.
Ahora en silla de ruedas, pero siempre con la cabeza más lúcida del pueblo, Aledo ya no camina las calles de la ciudad como lo hizo durante los últimos treinta años, ni toma su habitual cafecito matutino con los japoneses del Bar Zan-En, frente a la plaza principal. Pero sigue hablando con nosotros, sus amigos, por teléfono, como sigue escribiendo coplas y poemas incesantemente.
Así recibe, este 1º de agosto, el saludo silencioso de un pueblo que lo admira y lo quiere. Y ése sí que es mérito grande.
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