Sáb 25.08.2012

CONTRATAPA

Qué quiere decir Assange

› Por Sandra Russo

De una manera que no deja de ser asombrosa, tomando un rumbo cada vez más verosímil pero a través de caminos impensados, día a día se suceden hechos políticos que confirman el fin de un ciclo y el principio de otro. Esta semana se linkearon entre sí dos contenidos de la agenda mundial: por un lado, Julian A-ssange emergió como algo más que el ha-cker platinado que le dio a Estados Unidos uno de sus peores dolores de cabeza, difundiendo las enaguas mal cosidas de su política exterior. Assange, lo que le sucede y lo que le sucederá, ya es un símbolo de la libertad de expresión que surge de los nuevos soportes y coyunturas históricas y que todavía no alcanzamos a conceptualizar, disciplinados como fuimos para creer que la libertad de prensa es eso que defiende la SIP.

Por el otro, el Ecuador que le dio asilo político a Assange es el país que emerge de una región emergente, unida como nunca atrás de algo que puede caracterizarse de muchas maneras pero que, en una línea más descriptiva que adjetivadora, puede llamarse “autodeterminación”. Precisamente eso que tanto Gran Bretaña como algunos vistosos sectores de opinión locales pretenden para los kelpers, la autodeterminación, lo lleva adelante una región enorme, multiétnica, pluricultural, rica en recursos estratégicos, en puja constante con lo que lleva adelantando y lo que tiene pendiente, que por primera vez crece sin que crezca la desigualdad, con gobiernos de derecha y de izquierda pero todos elegidos democráticamente, y que han decidido darse la oportunidad de ser juntos un actor económico relevante, y de tener, en consecuencia, voz y voto en el juego mundial.

Que el ALBA y la Unasur hayan reaccionado tan rápido para respaldar a Ecuador, sobre cuya sede diplomática Gran Bretaña no tuvo empacho en mandar los rayos y centellas de la amenaza de la violación –relativizando el tratado de Viena por una reglamentación posterior, de 1987, basada en un incidente armado en la Embajada de Libia–, en principio no dice más que eso que afirmó indignado el canciller ecuatoriano: “Por si no se enteraron, ya no somos colonia”. A nivel regional hay gobiernos que de distintas maneras construyen poder popular, aliados con gobiernos de derechas con más cintura política y más banderas en alto que las derechas locales. Gran Bretaña fue tan lejos y tan inercialmente soberbia que le dio a Ecuador su primera victoria diplomática: puede que algunos países latinoamericanos no comulguen ni con el ALBA ni con la Unasur, pero será difícil encontrar a alguno que no comprenda la gravedad y la subestimación que surgen de esa amenaza de asalto a la embajada.

En su mensaje de agradecimiento en el balcón de Londres, Assange nombró dos veces a la Argentina. Probablemente no haya sido un deseo de insistencia, sino más bien el producto de dos listas de apoyos superpuestas. Pero no dejaba de ser impresionante ver salir de la boca del platinado, uno por uno, los nombres de la región a la que desde los centros de poder global se intenta doblegar otra vez, a través de golpes institucionales o pulseadas de mercado. Esos mismos países sobre cuyos presidentes, caracterizados como tiranillos populistas –si en lugar de eso describieran sus políticas, posiblemente sus pueblos advirtieran más rápido que hay vida fuera del neoliberalismo–, escriben a diario despectivamente los editorialistas de los grandes medios.

Tampoco dejaba de ser asombroso como, en una voltereta política de esas que sólo proveen las coyunturas, las imposibles de planificar, allí estaba él, el tipo que obtuvo y difundió los cables secretos entre el Departamento de Estado y sus embajadas en todo el mundo, y este lado del mapa en el que estamos librando batallas culturales hace años. Pero el caso Assange permite ver en perspectiva. La pelea doméstica es apenas un capítulo de la pelea global por un mundo distinto, viable para las mayorías.

Las noticias vinculadas con el asilo político que Ecuador le otorgó a Julian A-ssange reeditan en los grandes medios mundiales la banalización que esos mismos medios hicieron cuando tuvieron acceso a la primera tanda de los documentos de Wikileaks. En ese momento, en la Argentina, el cable más difundido y sobre el que giraron coberturas enteras fue el perfil psicológico de la Presidenta de la Nación que le fue requerido a la embajadora Vilma Martínez. Ahora, hemos consumido larguísimas peroratas sobre si la Embajada de Ecuador en Londres tiene o no tiene garaje, y hemos leído que es el presidente Rafael Correa el que “desafía” a Gran Bretaña y a Estados Unidos –ése fue el título literal de El País de España–. Faltaba que dijeran que “tiene el tupé”.

No son pocos los observadores que han mirado esa escena y han percibido en ella un nuevo giro de sentido en ciernes, que tampoco será fácil de advertir desde aquí, porque ese giro implica un salto de capital simbólico a favor de la región que, como ha dicho hace ya años el propio Correa, aspira “a que dejemos de querer ser la Suiza de los Andes, y esperamos el día en que Suiza quiera ser la Ecuador de los Alpes”. Incluir el derecho a la información y el conocimiento libre suma en esa línea. En el diario español Público, el politólogo de la Universidad Complutense Pablo Iglesias Turrión escribió esta semana que el caso Assange se ha dado vuelta. Assange, dice, “ya no es un peligro por haber publicado documentos secretos del gobierno de los Estados Unidos o por haber dejado a la vista la corrupción y la hipocresía de la política interna de las grandes potencias. Hoy Assange es peligroso por otra cosa. Si algún efecto está teniendo su presencia en la Embajada de Ecuador en Londres es el de hacer crecer exponencialmente el prestigio de Ecuador y de las democracias latinoamericanas que lo apoyan. Y créanme que en tiempos de crisis como los que vivimos con la legitimidad de los regímenes políticos europeos en horas bajas, que América latina se cuelgue la medalla de oro de la democracia tiene su importancia”.

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