› Por Sandra Russo
Hace dos semanas, cuando Julian Assange obtuvo asilo político del gobierno ecuatoriano, se puso en evidencia –desarrollé esta idea en mi artículo “Qué quiere decir Assange”– que en esa controversia entre Gran Bretaña y Ecuador se visibilizaban, ante la opinión pública mundial, dos ideas contrapuestas sobre la libertad de expresión, y que por ahí pasa un eje de la discusión política contemporánea. Por un lado, la que entendemos inercialmente, la que nació en el siglo XIX con la prensa obrera y se fue degenerando hasta terminar siendo un fetiche de los medios concentrados, la que hoy lleva como estandarte la SIP –que nuclea a patronales de grandes diarios que a su vez tienen radios y canales de televisión– y, por el otro, la que surge de medios alternativos, redes sociales, portales periodísticos y blogs de todo el mundo. Actualmente, los medios que integran la SIP responden a una línea política conservadora –fueron oficialistas en los ’90–, reaccionaria ante los gobiernos populares latinoamericanos, por motivos más que obvios, tratándose esos conglomerados de las alianzas de las viejas familias dominantes en la región, con diferentes versiones del capital globalizado. Dentro del universo de los nuevos soportes informativos, en cambio, hay voces afines y voces críticas a esos gobiernos, porque algo caracteriza a las nuevas tecnologías: son baratas y de acceso libre, no hace falta ni un capitalista ni pauta publicitaria para poner en marcha un blog. Ese nuevo universo comunicacional no es controlable, ni es posible insertarle una línea editorial unívoca como la que sí rige en los medios convencionales.
Aunque aquella interpretación de lo que estaba sucediendo con Assange no tuvo rebote –¿dónde habría de tenerlo?–, sí la tuvo en los hechos. Apenas un día después de que Ecuador anunciara el asilo político a Assange, tuvo lugar en Miami una apresurada y muy concurrida conferencia de prensa, con gran despliegue en la CNN en español, en la que el ex editorialista del diario ecuatoriano El Universo, Emilio Palacio, anunció con bombos y clarinetes que Estados Unidos le había concedido a él asilo político. El eje editorial tanto del entrevistado como de los entrevistadores era clarísimo. La abogada de Palacio, Sandra Grossman, fue explícita: “Agradecemos a los Estados Unidos por su postura firme del lado de aquellos que defienden la libertad de expresión. Hacemos un llamado a todos los Estados del Hemisferio a defender estos valores y a no permitir que personas como el señor Palacio sean perseguidos por sus ideas”. El propio Palacio lució su versión de fugitivo y aprovechó la ocasión para sacarle jugo a su rol de campeón de la libertad. Se quedará en los Estados Unidos, dijo, “para buscar trabajo, si CNN tiene alguna pega por ahí, encantado enviaré mi hoja de ruta”.
Palacio fue querellado en 2011 por calumnias e injurias, junto a los tres dueños de El Universo en tanto editores responsables, por el presidente Rafael Correa. Los cuatro fueron condenados en primera y segunda instancia a tres años de cárcel y al pago de 40 millones de dólares. A pesar de que el delito era excarcelable –ese delito dejó de existir en la Argentina durante el gobierno de Néstor Kirchner–, los condenados se fueron poco después a Estados Unidos y Panamá. Correa pidió que rectificaran las mentiras publicadas a cambio de retirar la querella. No accedieron. Poco después, el 27 de febrero, el presidente anunció “perdón sin olvido” y los dispensó del pago millonario. De todo esto se habló mucho. De lo que no se habló tanto fue del artículo que detonó la querella.
Lo firmaba Emilio Palacio y se titulaba “No a las mentiras”. En ella se hablaba del gobierno como “La Dictadura”, y se volvía sobre los hechos del 30 de septiembre de 2010, cuando fuerzas policiales se amotinaron y mantuvieron secuestrado durante nueve horas al presidente Correa en un hospital. Desde la mañana de ese día, el posterior a la sanción de una ley sobre Servicio Público, que dejaba sin efecto algunos beneficios de esa fuerza de seguridad, el país exhibió la clara escena de un golpe de Estado, fogoneado y aplaudido por los medios de comunicación opositores.
A las 7.30 del 30 de septiembre, unos quinientos policías tomaron el Regimiento Central de Quito. A las 9, después de algunas refriegas, los amotinados tomaron la escolta de la Asamblea Nacional. A las 9.20, se unieron a la insurrección dos bases militares. Se vieron policías y militares desfilando con pancartas que rezaban “la tropa unida jamás será vencida”. Cinco minutos más tarde, el presidente Correa se presentó en el Regimiento 1 para intentar deshacer el conflicto. Allí no estaban los líderes, así que Correa se trasladó al cuartel central, rengueando, dos días después de haber sido operado de una rodilla. Allí se desataron las primeras escaramuzas de violencia que ese día hicieron temer un magnicidio. Mientras los presidentes de la Unasur modificaban sus agendas para subirse a los aviones que los traerían a Buenos Aires a toda urgencia, en las afueras del cuartel central de policía el presidente era físicamente atacado. Uno de los policías intentó directamente darle un culatazo en la rodilla operada, pero un custodio leal se interpuso. Le quebraron una pierna. A las 10 de la mañana, con sublevaciones y saqueos en todo el país, fue que Correa se sacó la corbata en el balcón del cuartel central durante un discurso en el que dijo: “Aquí estoy, si quieren mátenme”. De allí ya no pudo salir. Cuando quiso hacerlo para llegar a los autos de su comitiva, que estaban a 300 metros, le descargaron una salva de gases lacrimógenos, hubo violentas refriegas entre los amotinados y los custodios presidenciales; el presidente cayó y se descompensó, y fue llevado al hospital policial, pegado al Regimiento 1, por los sublevados. Mientras tanto, sus jefes leían su pliego de condiciones. Le siguieron a eso nueve horas en las que se le impidió al presidente salir de ese hospital. A las dos de la tarde, las fuerzas armadas se declararon leales al gobierno democrático, y comenzaron los episodios de violencia en todo el país que dejaron un saldo de diez muertos y casi trescientos heridos.
A diferencia del golpe en Paraguay, tan quirúrgico que no tuvo para exhibir más que escandalosas irregularidades legislativas en el juicio político que el propio Congreso golpista se autopermitió, el intento de golpe en Ecuador mostró una postal más bien clásica, con la diferencia de que ya no fueron las fuerzas armadas sino las de seguridad el instrumento requerido por la derecha para abortar la institucionalidad del país. Pero sin embargo, así como se ha dudado de si lo de Paraguay fue o no fue un golpe, en Ecuador también. Increíblemente, la derecha ha insistido con que se trató de una demanda gremial descontrolada y sólo eso. Para abonar esa historieta, se publicaron infinidad de artículos mostrándolo a Correa como el manipulador de la escena.
Sin embargo, el columnista de El Universo fue mucho más lejos en su nota. No sólo negaba que haya habido un intento de golpe sino que se refería en toda su extensión a Correa como “el Dictador”, y después de una sarta de calificaciones no muy alejadas del repertorio que usa la derecha en toda la región, indicó que era falso que Correa haya sido mantenido cautivo, y convirtió lo que fue una refriega para la liberación de un presidente democrático tomado de rehén para mantener negociaciones de facto, en un ataque presidencial a los sublevados. Acusó a Correa de haber ordenado “fuego a discreción” contra el hospital policial “lleno de inocentes”, y le adjudicó al presidente la autoría de “un crimen de lesa humanidad”.
Si algo faltaba para completar el perfil de Palacio, la conferencia de prensa ofrecida hace diez días en Miami para darse a sí mismo el status de refugiado político lo pinta entero. Palacio sí ve con claridad que la derecha periodística necesita con urgencia un héroe, un emblema. Lo que montó fue una opereta mediática con la buena predisposición de siempre de sus medios amigos, en la que habló a destajo de “la dictadura ecuatoriana”. Palacio no necesita refugiarse porque no tiene ninguna causa penal pendiente en Ecuador, ya que la querella fue retirada, y si volviera nadie lo detendría. A ningún ecuatoriano se lo ha escuchado pedir la pena de muerte para Palacio –sería absolutamente ridículo porque semejante barbaridad no entra en los cánones ideológicos de ninguno de los gobiernos democráticos de la región, ni de los de izquierda ni de los de derecha–, como sí lo hicieron en la Fox algunos entrevistados y comentaristas norteamericanos cuando hablaron de Assange.
Un día después de ese intento de lanzamiento al estrellato internacional de los refugiados por cuestiones políticas, de esa parodia, la Cancillería ecuatoriana salía a desmentir los dichos de Palacio, indicando que Estados Unidos no había comunicado nada al Ecuador sobre ese asunto. En declaraciones sucesivas, también la embajadora norteamericana en Quito lo desmintió. No existe en Estados Unidos la figura del asilo político tal como se la conoce en los países latinoamericanos y muchos otros. No hay algo que pueda darle Estados Unidos a Palacio que se equipare con lo que Ecuador le brinda a Assange. Se otorga “asilo territorial” a personas que llenan unos cuantos formularios. Las desmentidas no fueron publicadas por ninguno de los grandes medios. Así es en estos días el relato de la derecha política y mediática, unidas por el cordón umbilical de la reacción: necesitan dictaduras para poder derrocarlas.
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