CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Este fin de semana me tocó sentarme a hablar públicamente de literatura, más precisamente de la experiencia de escribir ficciones: lo que uno saca de la llamada realidad y lo que es fruto de la imaginación, la experiencia y las lecturas, los disparadores para contar, la existencia o no de un plan prefijado, las relaciones de prioridad y/o dependencia entre la trama y el personaje. Esas cosas. Algunas cuestiones aparecieron explicitadas por las preguntas puntuales, otras se fueron decantando. Eramos cuatro y nos turnábamos para exponer, sin red ni papelitos de autoayuda. Casi no dialogamos, pero lo pasamos muy bien. Supongo que la gente también. Espero, bah.
Sobre el final, la pregunta de quien bien coordinaba la mesa se centró –según creo recordar– en la contraposición entre el héroe y el perdedor, en tanto opciones para protagonista de nuestros relatos. Hubo respuestas matizadas, consideraciones laterales y una brillante intervención final de Birmajer: brillante por las ideas y por el modo de formulación. Cerramos ahí.
Como me/nos suele pasar, supongo, a la mayoría, casi siempre las ideas más claras, originales y decantadas se me ocurren –orgánicas y recortadas– bastante después de que me formularon la pregunta o me propusieron una reflexión. Por eso, ante planteos y cuestiones más o menos imprevistas en las que creo reconocer algún elemento que supongo tengo bien pensado, suelo echar mano –por hábito o comodidad– a respuestas y análisis ya masticados de antemano, ideas con las que me siento seguro o capaz de defender sin riesgo de contradicción. Claro: después viene la sensación –en diferido– de lo que se pudo haber dicho o desarrollado. Pero eso es –como decía el General– “lo que hubo de haber habido”, y no lo que hubo. Es siempre así. Por eso me gustaría poder volver sobre algunas de las ideas apenas esbozadas en ese momento, redondear la cuestión con mayor precisión. Tengo cierto interés personal en este asunto.
En principio, el héroe y el perdedor no se contraponen, ni en la vida ni en la ficción. No son atributos contradictorios. Pueden convivir o no. Su condición y definición pertenecen a órdenes semánticos y conceptuales diferentes. El perdedor/los perdedores sí que se contrapone/n al consabido ganador. El héroe, en cambio, triunfa sobre algo mucho más difuso que suele no estar afuera sino en su interior. Digamos que triunfa sobre el Mal en sus diversas, míticas, históricas manifestaciones.
Más finamente: el perdedor resulta de una lucha, una confrontación, una competencia real o metafórica de resultado externo, objetivo y manifiesto. El perdedor es el que no gana. El ganador (winner, in english) es quien se impone entre pares, y gana (sólo) él. Su mérito radica en la calidad y el número de sus derrotados. Se premia la eficacia, el logro de un objetivo alcanzado antes. El perdedor (loser, in english) no es uno, sino que son todos los demás que compitieron (se anotaron o los anotaron: vida, carrera, concurso, etc.) y no ganaron. En la sociedad contemporánea, en la vida cotidiana, en la realidad concebida/pintada/vendida y celebrada como territorio de competencia y confrontación (la cultura generada por la ideología capitalista y el Imperio vigente y reinante) sólo caben ganadores (pocos) y perdedores (todos los demás). Y es lo único que parece valer, ser apreciado en términos de reconocimiento social y objetivo de por vida. Además, ingenua o perversamente, se postula –tautológicamente– que el que gana es el mejor, precisamente por haber ganado. Es que no se trata de ser mejor para poder eventualmente ganar, sino de ganar para ser considerado el mejor. Tal cual la falacia vigente en el mercado.
Es que el modelo competitivo que traslada la ideología mercantil/empresaria a todos los otros órdenes de la vida (el amor, el poder político, las artes, la fama y la popularidad mediáticas) propone –desde la Biblia de Dale Carnegie: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, para acá– la busca del éxito y del (esquivo y equívoco) triunfo social como único modo de realización personal. Y el signo flagrante de haber llegado, de ser un ganador, es el dinero. Y con él, el poder, y con ellos, la fama entendida como conocimiento público. Un perdedor es aquel que no es ni rico, ni poderoso ni famoso.
Las categorías de winner y loser son relativamente nuevas en nuestro vocabulario tilingo. Se han convertido en usuales a partir de esta ideología que confunde ser con competir. Y hay más: a falta de dinero o poder queda el sucedáneo berreta de la fama (ser famosos/conocidos), es decir: existir a través de los medios, según la ideología del ser como aparecer. Es lo que se usa, el medio mediatizado para acceder al dinero y a cierta clase de poder. De esa enferma cadena de equívocos semánticos proviene la calificación/categoría de perdedor considerada como insulto.
Sin embargo –o precisamente por eso– reivindicamos a los perdedores, incluso hemos escrito un manual para aprender/aceptar serlo con dignidad y convicción.
Un héroe, por su parte, no es un ganador, aunque pueda llegar a serlo, coincidir con él, calzar en el podio, en los brillos. Porque su triunfo (lo que lo define y constituye en héroe) es de otro orden, no responde a una cuenta de resultados. El héroe –en la vida y en la ficción– no compite sino consigo mismo, el héroe es –por elección o fortuitamente– el protagonista de una aventura, dentro o fuera de la historia real. El héroe es el que asume la Aventura (así, con mayúscula) hasta las últimas consecuencias. Y una Aventura no es una simple confrontación o peripecia riesgosa, sino una situación límite en que el hombre se desafía a sí mismo, busca, tensa y encuentra sus propios límites, su sentido personal, su identidad última. El héroe es el que, ante un desafío (una situación que involucra su propia credibilidad ante el espejo) está a la altura de lo que (se) espera de él/de sí mismo, es lo que –sanmartiniana, oesterheldianamente– siente y sabe que debe ser.
El hombre devenido héroe puede ser derrotado pero no destruido –la distinción ejemplar del maestro Faulkner al recibir el Nobel: héroe y winner a la vez– porque ha obrado de acuerdo con sus convicciones, ha estado a la altura de sus sueños, ha ganado la única batalla que vale: la interior, la secreta que se libra en privado.
Acaso por todo esto, lo que define al héroe –ganador o perdedor en la historia y/o la ficción– es que su ademán heroico tiene algo más detrás de sí (un colectivo, un sueño, un ideal, una nación, un gesto en el que otros se reconocen), encarna algo que lo supera como individuo. El héroe encarna lo mejor de la condición humana, es el portador de una creencia (no de un saber ni de una aptitud, incluso). Es pura actitud frente al mal, que puede ser un enemigo ocasional, la propia cobardía, la culpa personal o la perversa indiferencia.
En fin... Por todo eso, dentro y para esta sociedad perversa y salvaje que nos toca vivir, no confiamos en los winners pero creemos en los héroes, incluso o sobre todo en los perdedores. Esos que reciben el calificativo de románticos menos como una etiqueta condescendiente que como una tocada de culo que los hace volverse con la guardia alta.
Ya lo sabemos: la lucha continúa.
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