› Por Noé Jitrik
Cuando el señor Bartleby emite la frase que lo hizo famoso, el “Preferiría no hacerlo” que nunca ha dejado de ser invocado como expresión o sinónimo de desinterés o de negatividad, logró demostrar al menos una cosa, la efectividad de la palabra, un acierto que no es fácil lograr en la literatura ni en la comunicación. Negativa o no, el lugar que ha obtenido es de primer orden y su efecto es múltiple: tal vez eso constituya la clave de su acierto.
Pero puede haber más en el relato de Melville. Se comprende sin dificultad que Bartleby rechace obligaciones rutinarias, cualquiera lo haría en su situación, pero cualquiera las ejecuta si hay de por medio un contrato, un sueldo, la aceptación de una responsabilidad por más cargosa que sea: la necesidad, se dice, tiene cara de hereje, lo cual no pone en cuestión nada teológico, pero metafóricamente quiere decir que no hay más remedio, se hace lo que se debe hacer hasta que se presente una oportunidad de hacer algo más interesante, o bien uno se harta y renuncia sin quedarse en el torturante lugar que no ha tenido más remedio que aceptar.
Ese desapego de Bartleby, que ni siquiera adopta el lenguaje de la rebeldía, suena anormal y contrasta con la aceptación de sus compañeros de labor, tan hartos como él de la rutina; protestan, se embriagan, se peculiarizan, pero siguen; se diría, empleando un lenguaje jurídico, que los mueve un atenuado affectio societatis, o sea que pueden sentir que si no cumplen algo se desmoronará, puede ser que sin expresarlo sientan que de ellos depende la continuidad de una institución, mientras que a Bartleby ese ominoso destino no le va ni le viene, sólo “prefiere no hacerlo”.
La frase, o la actitud de rechazo, ha dado lugar a numerosas interpretaciones; probablemente la más frecuente sea la de orden psicológico, qué trauma incrustado en el alma del personaje lo encierra en sí mismo y lo lleva a la muerte; también la dramática, que el propio narrador favorece cuando menciona las cartas muertas con las que Bartleby había convivido antes de ingresar a la notaría.
Seguramente hay otras más, pero yo las dejaré de lado para empezar por señalar que ejemplifica de manera estridente la muerte del deseo, ante todo en un sujeto particular que ya no quiere nada respecto de sí mismo y por consecuencia de los demás. Es una renuncia que culmina con la muerte, pero mientras se manifiesta va minando todo lo que lo rodea, en especial el trabajo mismo y su fuente, esa notaría que en principio aparecía como un lleno de sentido si se considera que es un lugar de consagración del sentido mismo de una naciente existencia social, basada en otro orden de deseo, el de la propiedad y la búsqueda de la acumulación capitalista. Y en la que la escritura desempeña un papel fundamental: Bartleby, por si fuera poco, se niega a escribir o, mejor dicho, a transcribir, lo que es también una negación de la escritura. ¿Habría deseado en otra parte, en otra vida, escribir realmente?
Habría que decir algo sobre la índole del deseo mismo que, tal como lo señaló Freud, pareciera ser un absoluto en lo que concierne a los individuos, su origen sexual, en tanto universal, lo determina, pero no lo sería tanto en relación con las instituciones –la notaría lo es– y, aunque ninguna institución que interpreta una necesidad social, sea cual fuere su signo y su función, nace fuera de un deseo de personas, su definición es menos clara, parece movida por circunstancias, responde a fuerzas externas, su sentido toma forma en cuanto a que organiza y proporciona respuestas dictadas por el cruce entre necesidad y eficiencia.
Y si en los individuos la declinación del deseo lleva a la muerte, ¿no ocurrirá algo semejante con las instituciones? Y si, a su turno, el deseo de las personas da sentido al deseo de las instituciones, ¿no será que la pérdida de deseo institucional en las personas determina el cese del deseo de las instituciones?
De este modo, la pérdida de deseo de un Bartleby tiene un doble registro; por un lado pone en evidencia que el deseo individual puede agotarse y desaparecer y, por el otro, puede producirse, sin que eso se produzca en un orden que afecte al individuo, un agotamiento del deseo institucional. Dicho de otro modo, si la institución llamada “Universidad”, por ejemplo, nació hace siglos como respuesta a la necesidad de las sociedades por producir, conservar y reproducir conocimientos e innumerables individuos volcaron su deseo en ellas, bien puede ocurrir, como ocurrió con muchas otras instituciones de similar importancia, que los individuos dejen de alimentar con su deseo el de la institución y, por lo tanto, que la institución se agote y deje de cumplir la función que le dio origen. Y si tienen la suerte de que prefieran hacer otra cosa evitarán la culpa que produce todo abandono, pero la falta de deseo en la institución es lo que las corroe profundamente: cae el affectio societatis, la pertenencia a la institución es un puro formalismo. Puede ser, pero también es posible que las instituciones pierdan, por múltiples razones –todo sistema se desgasta y termina por agotarse–, su deseo, y eso genere la pérdida del deseo de sus miembros, si es que antes no los expulsa.
Dejemos, entonces, a Bartleby envuelto en su patética negativa y detengámonos en el momento en que la disminución del deseo empieza a manifestarse y a progresar; en el individuo genera un desgano, palabra transaccional para no hablar de depresión, en las instituciones una fatiga, que igualmente designa una caída. Es como si las instituciones prosiguieran porque están ahí y no han terminado de morir, pero su prosecución se impregna del desgano individual: el partido político fundado eufóricamente y al que se deja de apoyar, la Iglesia en la que se puso una fe grandiosa y que de pronto está vacía, la revista que nació impetuosa y ya pocos la siguen alimentando y mucho menos leyendo, la asamblea barrial que nació con ganas y que de a poco se queda sin programa y sin gente, el Estado que nació para proteger a la sociedad y que va siendo desmantelado sin que ni siquiera quienes viven de él lo vitalicen, y así siguiendo, la historia nos muestra esas caducidades como si fueran naturales –las llama “decadencia”, hasta de imperios–, pero no la vincula con esa dificultosa noción de deseo que trabaja por adentro y sostiene o defecciona.
El momento previo a la caída, y que puede durar mucho, es el de la fatiga. Invade los cuerpos y los hace pesados y de impulsos entrecortados, pero como aún no ha llegado la hora del cese del deseo, o sea de la pérdida total, y subsisten lazos y razones para continuar, se buscan sustitutos o mecanismos de salvataje para neutralizarla: seguramente el psicoanálisis, que no es el campo que ahora importa, los puede registrar, es su tarea; en el plano institucional, las maneras de neutralizarla son variadas y progresivas, habría que considerarlas en relación con cada institución en particular. Podría decir, por ejemplo, que en el caso de la administración pública se produce un desplazamiento cada vez mayor de su función básica, que es atender el interés de los administrados, a la instalación de mecanismos automáticos; si nos detenemos en los partidos políticos en los que la pérdida de perfil es fácilmente visible, se trata de la posibilidad de obtener o conservar los puestos más que de la acción que justifica su existencia.
Imposible o infinita sería la tarea de examinar qué sustitutos y en qué órdenes institucionales la fatiga tiende a ser neutralizada. Me preocupa ahora lo que sucede en la Universidad: el deseo de pertenecer a ella, de cuidarla y protegerla y el orgullo de su valía parecen ausentarse; su función específica parece secundaria en relación con otras prioridades, la de las instancias del poder por ejemplo, no sólo en las capas superiores sino también en los estudiantes; a su turno, en este plano el utilitarismo ha desplazado la voracidad lectora y ha afantasmado el aprendizaje y la pasión, sin la cual carece de sentido la pertenencia, orienta sus armas más al rencor que se tiene respecto de un miembro del mismo colegiado que lo que el colegiado quiere seguir haciendo.
Se dirá que otros factores, externos sobre todo, son más visibles: hay muchas explicaciones de esa fácilmente perceptible fatiga, observable quizá en muchos países, pero la mía de este momento tiene una ventaja, por de pronto va de las personas a las instituciones y, por otra parte, lo que se observa en una, en ésta, puede servir para entender de qué modo afecta también a otras, más pequeñas algunas, más grandes otras.
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