CONTRATAPA
Anonimatos
› Por Juan Gelman
Encontrar al padre puede ser una tarea difícil, aun teniéndolo en casa. Fue imposible para Alec Guinness, hijo de madre soltera que nunca le reveló quién era el suyo. “Debo admitir que mi búsqueda de un padre ha sido mi constante pensamiento durante 50 años”, confesó el gran actor británico alguna vez. Para su amigo John Le Carré, la versatilidad actoral de Guinness, su capacidad para encarnar los personajes más disímiles, la riqueza expresiva de su rostro en consonancia con cada papel, derivaban de una genuina preocupación interior por su propia identidad. El escritor afirmó que la personalidad de George Smiley –el espía inglés que protagoniza algunas de sus novelas y que Guinness interpretó en película– fue “un refugio” para el actor. Tal vez. Lo cierto es que Sir Alec odiaba representar caracteres que se le parecieran. Más bien se buscaba en otros. No deja de ser una manera de practicar el anonimato.
Abundan las anécdotas que registran su deseo de pasar inadvertido. El se complacía en contar que, ya famoso, fue a cenar a un hotel, dejó su abrigo en el guardarropas y el empleado le dijo que no era necesario que diera su nombre para recogerlo al salir. Cuando lo hizo, descubrió que en su contraseña habían escrito “calvo con anteojos”. “Como persona era casi invisible –observó Ronald Neame, productor del film ‘Grandes expectativas’ basado en la novela de Dickens–. Me recordaba a esos muñequitos de mi infancia a los que les ponía distintas cosas y se convertían en soldados o en pilotos.” En la partida de nacimiento de Alec estaba vacío el renglón “Nombre del padre”. Quizás ésta fuera la razón de su afinidad con T. S. Eliot, quien supo establecer: “A nadie le gusta que lo dejen solo con un misterio. Pero hay más que eso. Hay una pérdida de personalidad, o mejor, se pierde contacto con la persona que uno piensa que se es. Uno ya no se siente totalmente humano”.
“Un actor es el intérprete de las palabras de otro, a menudo es un alma que desea revelarse al mundo pero no se atreve, un artesano, una bolsa de artimañas, una bolsa de vanidad, un frío observador de lo humano, un niño, y en el mejor de los casos, un sacerdote expulsado de la Iglesia que por una o dos horas puede convocar al Cielo y al Infierno para fascinar a un grupo de inocentes”, asentó Guinness en sus memorias (Blessings in Disguise, 1985). En sus diarios, que se publicaron gracias a la tenacidad de un editor (My name escapes me, 1995-1996, y A Positively Final Appearance, 1996-1998), lamenta que a su pesar “no puedo ocultar mis fobias, mis enojos y prejuicios, tampoco mi infantilismo y mi frivolidad”. No incurrió en la egolatría tan frecuente en los libros de no pocos actores y actrices –como el estridente y fascista Un cri dans le silence, recientemente perpetrado por Brigitte Bardot–, pero en sus páginas tampoco aflora el ser íntimo de Alec Guinness. Sólo hablan de su estar, de su afuera más que de su adentro, como si representara otro papel, eso sí, carente de malicia, modesto y con humor.
Los excelentes retratos de hombres de teatro notables –como John Gielguld– alternan con anécdotas como la de Ralph Richardson, que brinda “A la salud de Jesús, qué tipo formidable”, o el relato de la ayuda que presta a una vecina para desmalezar su jardín, o las discusiones con su esposa acerca de cuándo y cómo se produjo tal o cual hecho, razón –afirma– por la que escribe un diario. Este hombre, que al mirarse en un film que pasa por la televisora se asombra de verse “muy viejo, muy feo, muy gordo”, fue dueño de una ironía finísima. Le encantaba escuchar los pronósticos meteorológicos por radio: “Es algo romántico –apunta–, tiene autoridad, es fascinante y comprensible. La muchacha que habla tiene buena voz, clara, sin afectación, y trata a todas las zonas con absoluta imparcialidad. Entre muchas otras cosas excitantes, hoy tenemos: “... Finisterre, lluvias intermitentes, visibilidad una milla, aumentandolentamente”. No había juicios morales en su voz cuando agregó: “Dóver, visibilidad diez metros, cediendo rápidamente...”. El subtexto para actores es claro, dice sin decir. Así construyó sus personajes. Los habló también con el silencio.
De abril de 1934 a mayo de 1989 Alec Guinness interpretó 77 papeles en el teatro, 55 en cine, 14 en obras para televisión, obtuvo dos Oscar y fue nombrado caballero del reino por la reina Isabel. Las generaciones jóvenes hoy lo conocen sobre todo como el Jedi Obi-Wan Kenobi de La guerra de las galaxias, en que actuó parecido a sí mismo, con su tono de voz natural y sin maquillaje. Me trajo su recuerdo una reciente proyección de El hombre del traje blanco (1951) y volví a preguntarme cómo pasaba de la ingenuidad camaleónica de su protagonista a la ciega rigidez del coronel británico prisionero de los japoneses en El puente sobre el río Kwai (1957) o a la imperiosidad tranquila del príncipe Feisal en Lawrence de Arabia (1962). Los diarios y las memorias de Guinness probarían que, como es el caso de todo gran artista, el secreto de sus creaciones fue un secreto para él mismo.