› Por Noé Jitrik
En mis tímidos acercamientos a la literatura japonesa, muy celebrada ya en el último tercio del siglo XX, pude leer un libro de Kabawata (Las bellas dormidas, 1961) que me confirmó no sólo su Nobel sino el universal prestigio de que goza. Lo que está a nuestro alcance es traducido por lo general del francés o del inglés, lo que hace que se pierda, inevitablemente, el encanto del original, en cuanto a riqueza verbal, ritmo de la prosa e inteligencia conceptual, pero qué se puede hacer. No obstante, soy sensible al texto y si bien por esas razones nada puedo decir sobre lo poético, la idea narrativa no podría ser indiferente a la idea o a la imagen que brota de un relato impresionante y que pienso aprovechar.
Es eso: presenta –acaso porque existe en el Japón– una suerte de establecimiento o institución en el cual se ofrece a un público selecto, de ancianos, la posibilidad de acceder a mujeres jóvenes y hermosas no con propósitos prostibularios sino para estar junto a ellas, profundamente dormidas. Hay reglas: no deben intentar aprovecharse para, si pudieran, poseerlas, no pueden despertarlas, no pueden saber quiénes son ni trabar relaciones con ellas, sólo pueden estar, observarlas, acariciarlas si acaso y por fin, tomando algunas pastillas que la casa ofrece, dormirse a su vez. La noche es larga y el protagonista las mira, se mira en sus reacciones, llega a acariciarlas si las siente entregadas y al despertar, por la mañana, ellas han desaparecido, todo tiene la atmósfera de un sueño repetido durante cuyo transcurso el protagonista recupera su propia historia, sus amores y sus fracasos. Debo decir que el relato es fascinante y si tiene la estructura de una novela está lejos de parecerse a las que todavía fecundan las librerías, acciones, heroísmos, sociedades en crisis, crímenes horrendos, abandonos, resentimientos, la lista es larga.
Mi primera reacción frente a la imagen del viejo que mira a la joven es que es opuesta a ésa que atrajo tanto a Occidente: las geishas que desempeñan o desempeñaban un papel activo frente a los cuerpos yacentes de sus copartícipes; hermosas y hábiles, sus largas manos recorrían cuerpos fuertes o lánguidos despertándolos de un letargo que no anulaba una curiosidad, sexo y cultura o más bien, una cultura que hacía del sexo una ceremonia acaso heredada de la maravillosa tradición de la pintura erótica para ejecutar la cual los japoneses fueron maestros indiscutibles.
Pero no es eso, porque no puedo hacerlo, en lo que me quiero quedar pese a su excitante atractivo. Quiero pensar, más bien, en la relación entre manos de uno y cuerpo de otro, de un hombre a una mujer o a otro hombre, de una mujer a un hombre o a otra mujer, desde la experiencia occidental que va del toque subrepticio, tan buscado, a determinadas prácticas de aproximación de diferente carácter, sentido y alcance. La cantidad de situaciones que se pueden taxonomizar en este tema es muy grande, de modo que intentar hacerlo por ese lado sería equivalente a una Histoire du corps, que dirigió y ejecutó mi amigo Jean-Jacques Courtine en París y que podría haber seguido con una sobre la mirada, que también tiene su historia. Abandono la idea y me quedo con una posibilidad de razonar un poco sobre manos y cuerpos, más cercana a nuestras experiencias.
El movimiento que va de las manos al cuerpo (y que tiene naturalmente origen en otra parte, las manos son relativamente autónomas) ha logrado en la historia humana varias designaciones a partir, desde luego, de un deseo ligado a una curiosidad: qué es lo que las manos van a encontrar en el propio y en otro cuerpo. Se puede establecer una gradación que va de la caricia, pasa por la palpación, llega al tocamiento y termina en el manoseo. Son cuatro etapas bastante diferenciadas tanto en el orden de la energía como en el de las finalidades: una cosa es la lentitud de la caricia y otra la violencia del manoseo, para hablar de la energía, y otra muy diferente es lo que va del vuelo aéreo del amor que las manos interpretan y vehiculizan y otra, opuesta, a la comisión delictiva de la violación, presupuesta, aunque a veces frustrada, del manoseo.
La caricia, se sabe, es fruición que asciende hasta el estremecimiento a partir de los dedos y recorriendo un trayecto por el camino de las manos y brazos llega a una zona en la que el reconocimiento sienta su plaza, a la vez que en el cuerpo así recorrido surge una emoción que es reconocimiento de otro orden, quizá de promesa, quizá de un sí mismo que hasta ese instante permanecía a oscuras, dormido o en una indefinida actitud de espera. La caricia se da y se recibe y comienza en el momento mismo en que el ser apunta, cuando acaba de nacer: ambos estremecimientos se conjugan y se agradecen, hay en ese recorrido algo semejante al surgimiento de una flor o a la primera frase de un poema.
La palpación tiene un carácter muy diferente y, en principio, otro sentido aunque también puede deslizarse a la caricia y, en el peor de los casos, al manoseo. Al menos tiene cuatro lugares en los que puede registrarse: el propio cuerpo del que palpa o sea la autopalpación, la medicina, la policía y el masaje. En cada uno de ellos las emociones finales son diferentes aunque hay algo en común en los comienzos: desconfianza del que va a ser palpado en lo que ejecuta el palpador, temor al descontrol que la palpación puede provocar, ansiedad por sus efectos y resultados. En el propio cuerpo puedo consignar dos posibilidades, una es la verificación de una anomalía o el reaseguro de una normalidad, la otra es la masturbación; acerca de lo que procura no vale la pena detenerse porque se sabe mucho a su respecto, denigrada, reivindicado, en todo caso implica un orden de emoción que remite al propio ser.
En la medicina, la desconfianza, que radica en las manos del médico, tiene una gama de manifestaciones, aunque no parece que pueda haber resistencia a la palpación, es raro que alguien diga “no quiero” cuando el médico le dice “desvístase”; el primer sentimiento de desconfianza es acerca de la pericia de esas manos que se ponen en movimiento sobre partes del cuerpo que pueden ser las expuestas, pero también las más ocultas; el segundo es el de la verdad que resulte del acto, pero también el temor a que dé lugar a una perturbación de la intimidad; en todo caso el palpado nunca es indiferente, desconfiado o no, porque la palpación puede poner en movimiento sensaciones inesperadas e imprevisibles, hasta, en algunos casos, placenteras.
Que es lo que ocurre con el masaje: la razón por la que se lo busca requiere siempre de una necesidad no imperiosa pero racionalizada, la búsqueda de un bienestar, la disminución de una tensión, la esperanza de un relajamiento y las respuestas son al menos dos; la más cruda es la de la máscara de la prostitución, masajes y fornicación suelen ser sinónimos, vienen en pareja; la más social y diferida tiene que ver con la distensión y, primordialmente, con las fantasías acerca de lo que las manos del experto pueden suscitar; se diría que nunca está claro lo que se busca aunque el masajista no salga nunca de su función o papel, pero las manos hábiles que se aventuran por zonas corporales poco frecuentadas siempre producen alguna descarga de energía que se manifiesta previsiblemente en un bienestar que suele traducirse en términos eróticos. Obviamente inconfesable.
La policía, en principio, “palpa de armas”, sus manos no buscan un cuerpo sino lo que el cuerpo puede ocultar; esa mera idea genera un sentimiento de temor, ya sea porque en efecto quien palpa puede descubrir en el palpado que oculta algo comprometedor, ya porque, aunque nada oculte, el palpado puede sentir que es objeto de una vigilancia injustificada, peor aún si es justificada. Y cuando la palpación se convierte en intencionado tocamiento que, normalmente puede ser inintencional o casual, roce que progresa o no, y de ahí pasa al imperioso manoseo, el hervor del rechazo se convierte en peligroso enfrentamiento, nada menos que con el abusivo poder del poder.
Manos y cuerpos, por lo tanto, en una dialéctica múltiple, o bien una forma de comunicación o bien el corte absoluto de la comunicación y, en el medio, lo incontrolable de la sensación, que no se persigue pero se encuentra llenando de desconcierto o abriendo a una verdad corporal que apunta imperiosa e innegable.
Las figuras posibles son incontables; la más atractiva, perturbadora, poética y desgarradora sigue siendo la inicial, la que imagina o reproduce Kabawata: es la imposibilidad misma que está en las manos y que se desplaza a la mirada, desconsoladora posibilidad, la mera lejanía inteligible.
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