Los bien adentrados en los pliegues de la extrema derecha liberal mencionan a Ayn Rand como autora de culto. Su primer perfil público fue el de autora de best sellers. La rebelión de Atlas vendió varios millones de ejemplares desde 1957. Rand fue en los ’50 una celebridad extravagante por la radicalidad de sus ideas. Tuvo ese “coraje” tan admirado por los ultraliberales, que consiste en reivindicar lo impopular en público, y no por “necesidad”, como hacen ahora en Europa, sino por “principios”.
No hay por qué amar al débil ni socorrerlo, opinaba Rand, porque cada uno debe ayudarse a sí mismo y recién entonces, fuerte, se hace merecedor de que lo amen. Para Rand el Estado de Bienestar norteamericano –o “capitalismo modificado”, como se le llamaba entonces– era un “colectivismo” asimilable al socialismo. Exiliada rusa, nacida Alisa Zinovievna Rosembaum, Rand llegó a los 21 años a Estados Unidos, más precisamente a Hollywood, donde fue extra de Rey de Reyes, de Cecil B. de Mille. Tenía una mente brillante y ciertas particularidades respaldadas por su pasado: siempre vio en los políticos a gente que les venía a arruinar la fiesta a los empresarios, y vio en los empresarios a los más netos portadores de la virtud que ensalzó en su obra: el “egoísmo racional”. En la Argentina tiene muchos lectores, entre ellos Mauricio Macri. Rand es la autora a la que remiten los tanques de pensamiento ultraliberal que tejen redes en la región a través de decenas de fundaciones. Sus dos primeras novelas la catapultaron a la fama. Después abandonó la narrativa y sólo escribió filosofía. Fundó el “objetivismo”, una corriente que reivindica el interés personal como el motor del mundo. “Yo soy John Galt” –el héroe de La rebelión de Atlas–, decían las pancartas en las primeras reuniones del Tea Party, el ala derecha de los republicanos, para el que Rand es una guía controvertida, porque el objetivismo les da todos los fundamentos para sostener sus ideas extremistas, pero por otro lado los interpela en su religiosidad. Rand reivindica sólo a la razón como método de conocimiento y ataca tan duramente las motivaciones religiosas como las ideológicas. Para definir el juego de antagonismos que se despliegan en La rebelión de Atlas, Rand sintetizó más de una vez que se trata de la lucha entre dos filosofías, y sobre todo de dos códigos morales. Por un lado, el que ella defiende: la razón y el interés personal; por el otro, la moral basada en “motivos místicos, religiosos o socialistas”.
Rand necesita sacarse de encima todo tipo de escrúpulo moral o religioso porque lo que ataca es, de cuajo, la idea del prójimo. Es decir que en política, arrasa con lo social. Toda su obra está basada en la destrucción de la idea del prójimo. A esa idea de amarlo, de ampararlo, de socorrerlo, y a la idea de nación como mancomunión, Rand le responde que “nadie tiene por qué sacrificarse por nadie”. Esto es: por qué pagar impuestos, si los débiles no se lo merecen. Es decir: el mismo discurso que empiezan a insinuar las derechas de la región.
En una entrevista televisiva de 1959, a cargo del periodista Mike Wallace, Ayn Rand contestó preguntas que se pueden releer al ritmo de estos días del mundo. El periodista la presentó diciendo que era ya muy leída en “pequeños círculos de intelectuales” y que sus ideas estaban “conmocionando las más profundas raíces de nuestra sociedad”.
–Soy ante todo la creadora de un nuevo código de moralidad, que hasta ahora ha sido considerada imposible. Esto es, una moralidad no basada en la fe ni en ningún otro aspecto arbitrario, ya sea místico o social –dijo ella, con su melenita corta y su voz grave, de acento duro.
En esa entrevista, el periodista Wallace le recordaba a Rand la crítica de su novela que había publicado Newsweek. Con la revista en la mano, Wallace detalló:
–Aquí dice que el objetivo que tiene usted es destruir prácticamente todas las instituciones del modo de vida contemporáneo norteamericano. Nuestra religión judeo-cristiana. Nuestro capitalismo modificado, regulado por el gobierno. Nuestra forma de gobierno, que se rige por la ley de la mayoría. ¿Son justas esas críticas?
–Bueno, sí –contestó Rand–. Estoy de acuerdo con los hechos, pero no con las estimaciones de esas críticas. Sí estoy desafiando la base de todas esas instituciones. Estoy desafiando el código moral del altruismo. El precepto de que el deber moral del hombre es vivir para otros. Que el hombre debe sacrificarse para otros. Esa es la moralidad actual. Y por eso vamos hacia una dictadura.
–¿Qué quiere decir con “sacrificarse por los otros”? –le preguntó Wallace.
–Que el hombre tenga que trabajar para otros, preocuparse por otros, ser responsable por ellos. Yo digo que el hombre tiene derecho a su propia felicidad. Y que la tiene que conseguir por sí mismo. Nadie debería sacrificarse por la felicidad de otros.
“Jesús se sacrificó por sus inferiores” o “La caridad hacia un inferior no incluye la caridad de no considerarlo inferior” son frases que forman parte del desprecio randiano por cualquier forma de solidaridad. Por ese camino, Rand llegaba a la economía de libre mercado, y a asegurar que absolutamente nada debía quedar vedado a la iniciativa privada. Rand admiraba puerilmente a los empresarios, que eran la encarnación del tipo de libertad de la que habla su filosofía. Creó a John Galt, que a su vez, en su novela, eligió como estandarte el dólar. Pregonó su descreimiento en las emociones y su entrega a la razón en todo acto, incluso el amoroso. No era posible amar en general, amar al prójimo, pero sí a alguien que nos ofrezca a cambio su propia virtud. Describió el amor como una forma de “negocio”, con su “propia moneda de pago”. No concibió nada ubicable por encima del propio ego. En su vocabulario no está incluida la piedad, acaso para no incluir a su opuesto, la impiedad, que es lo que late bajo cada una de sus letras.
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