Lun 03.12.2012

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Soler, el defectivo

› Por Juan Sasturain

Soler solía viajar regularmente al interior de la provincia. Solía ir solo y sólo por unas horas. Iba de día y regresaba en algún ómnibus nocturno. Esa vez subió al ómnibus en Tres Arroyos, a medianoche. Lo esperaban alrededor de siete horas de Ruta 3, hasta Retiro. Solía hacer ese trayecto varias veces al año desde hacía bastante tiempo y lo disfrutaba más de lo que solía admitirlo. Pequeños detalles: viajar arriba y adelante, como los chicos, o que el chofer lo reconociera o fingiera hacerlo. Pero esta vez, no. Nada sería como solía para Soler.

Recogió la escueta bandeja de envasados incomibles, trepó la escalerita y encontró su asiento ocupado. Un muchacho de gorra de visera y zapatillas con los cordones desatados dormía desparramado en la envidiable butaca quince y alrededores, la boca abierta, el mp3 velador de sus leves ronquidos. Había un vasito semilleno abandonado en su soporte, un paquete de galletitas aplastado, papeles. La gente venía viajando hacía muchas horas, desde el Valle o incluso desde Bariloche, la mayoría dormía, y el micro tenía ese desagradable olor a habitación cerrada, a caldo de aire compartido por demasiados pulmones. Quedaban, sin embargo, algunos asientos vacíos en el fondo y Soler optó –con cierto fastidio– por no interrumpir al sueño del usurpador.

En realidad, lo que solía fastidiarlo no era la impunidad ajena sino su propia incapacidad de reclamo, la dificultad para afrontar el mínimo nivel de confrontación. Así, atravesó todo el micro como quien recorre el pasillo estrecho de una feria americana saturada de ropas y objetos demasiado usados y se instaló en el asiento doble de la última fila, junto a la máquina expendedora de bebidas. Un lugar espantoso pero que al menos –como solía pensar Soler– lo ubicaba en el borde, en el extremo, casi afuera de esa incómoda totalidad superpoblada. Solía obrar, elegir así.

Cuando el micro arrancó y enseguida apagaron las luces generales, Soler reclinó la butaca, se sacó los zapatos, se desabrochó el cinturón, estiró al máximo las piernas y cerró los ojos. Enseguida notó que, con el olor del café requemado y del jugo sospechable, más allá de su voluntarismo, le costaría relajarse. El asiento doble delante del suyo estaba vacío, así que intentó levantar los pies para apoyarlos en el respaldo, pero el ángulo era apenas superior a los noventa grados –incluso en diagonal– y la posición le resultaba más incómoda que placentera. Estaba cansado pero no tenía sueño. O acaso era al revés: no solía saber precisarlo. Debían darse las dos cosas, suponía Soler, para entregarse a la desatención, apagar todos los sistemas de alarma y dormir bien.

Así que optó –como solía– por intentar leer para no desvelarse. O desvelarse leyendo, si el libro lo capturaba. Encendió su chorrito de luz individual, una especie de regadera de pálida claridad amarillenta, y se metió, no sin cierto morboso escepticismo, en la nueva edición de El traductor, la interminable novela que Salvador Benesdra había dejado detrás de sí, luego de suicidarse a mediados de los noventa, para desasosiego del resto. Soler no solía leer libros nacidos o inducidos alevosamente por la crítica para ser lecturas de culto –expresión que detestaba– pero en este caso tenía cierto interés personal agregado: había conocido un poco al autor y personaje, y sentía que tenía ganas de que esta vez le gustara la historia que en la primera y lejana ocasión –acaso por pereza– lo había expulsado con poderosa fuerza centrípeta. Esta vez, se puso y pudo: siguió la historia con esfuerzo de vista e interés de espíritu durante una hora larga de secreta tensión sexual. El ruido que hizo el pesado volumen abierto en la página ochenta y uno al caer de su mano no lo despertó.

Sí lo despabiló el rumor de voces y el encendido de las luces generales. Ya estaban en Azul, eran las tres de la mañana y la gente se movía dentro y fuera del micro detenido ante el insomne parador. Soler bajó, tomó un café en el mostrador y salió a estirar las piernas y fumar como solía, al frío y a cielo abierto. Incluso se dio el gusto de perderse en la oscuridad cercana y mear contra un árbol mientras oía a sus espaldas el paso de los camiones por la ruta. La satisfacción primaria no le impedía, sin embargo, darse cuenta de cuánto de literatura había en el gesto de pretendida comunión con el Sur o lo que fuera. Ya había leído eso.

Al regresar al fondo del micro, descubrió que ya no estaba solo. Incluso antes de detectar su renovado fastidio, Soler –que solía ser ecuánime– alcanzó a pensar que, para los dos nuevos pasajeros que acababan de subir y se acomodaban sin dejar de conversar, con intercaladas risotadas, en el asiento anterior al suyo, él también era una parte más o apenas un integrante cercano del pasaje somnoliento que heredaban, como Soler en su momento, con seguro desagrado.

Sin embargo, no parecían demasiado atentos ni cuidadosos de lo que los rodeaba. Eran dos hombres de mediana edad, amigos o compañeros de trabajo o profesión, entregados a un diálogo que Soler no tardó en calificar tácitamente como socrático o –acaso con mayor propiedad– digno de un relato de Fontanarrosa. El del pasillo, el pelado de traje y portafolios apoyado en las rodillas, explicaba, y el otro –rulos, campera, la espalda contra la ventanilla– asentía sonriente, acotaba, intercalaba asombro y curiosidad.

Soler no solía soportar a la gente que habla fuerte en lugares públicos y obliga al resto a enterarse, a participar de sus opiniones, asuntos e intereses. Sin embargo, esta vez, sobre todo cuando se apagaron las luces y sus vecinos de adelante siguieron conversando en la oscuridad en voz baja pero audible sólo para él, tercero incluido, quedó pegado a su propia curiosidad.

–Calculale quince –decía el pelado–. Fijate en Internet. Están los datos, en Google. Los ponjas y los coreanos la tienen más chica, pero entre nosotros, entre trece y quince es lo normal: activada, claro.

–¿Pero cómo llegás a esa cifra, el kilómetro y medio, la total?

–Ponele una mina muy liberada, muy activa, que se dedique, no profesionalmente pero que le guste en serio y se dé el gusto, con su pareja o por afuera si querés, una vez por día. Quince por siete te da algo más de un metro. Digamos, recibe un metro por semana.

–Es mucho... Sacale los días con el asunto, la enfermedad, los embarazos.

–Está bien. Pero a veces puede hacer doblete, triplete. Y se cuenta por unidad.

–Humm. Si pienso en mi mujer, en mi hermana...

–No, no pienses en eso, no vale. Pero quién no ha pensado alguna vez en una de esas minas famosas, esas yeguas, cuántos metros se habrán. Es una cifra aspiracional, entendés.

–No.

–Quiero decir: sé que parece mucho, pero se han hecho pruebas, en universidades de Estados Unidos, en condiciones experimentales, encuestas privadas y estadísticas secretas. Son increíbles las cifras... Si hubiera un Guinness...

El otro lo interrumpió con un ataque de risa:

–Debe haber, seguro que algún hijo de puta....

–Debería haber. Es lo que te digo: ponemos un sitio en Internet y planteamos la cuestión, el desafío...

–A ver, cómo llegaste al número ideal, aspiracional.

–Es fácil. A un metro por semana, son cuatro metros al mes; por doce, te da cincuenta metros al año, más o menos.

–Por diez años...

–Qué por diez: por treinta, por lo bajo.

–Nooo.

–Pensá en Africa: de los quince a los cuarenta y cinco. Y si me degenero con las minitas pongámosle dieciocho, veinte, pero te estoy regalando todo que viene después, en el semirretiro del asunto, que es una fiesta.

–Entonces...

–A cincuenta metros por año, durante treinta años: mil quinientos.

–Kilómetro y medio.

–Eso. Es un número, ¿no? Como para ponerlo de consigna, de parámetro de salud o algo así en esas revistas para minas liberadas, esos programas de tele que les enseñan de todo. Tener sexo, como dicen ahora, todos los días es saludable, ¿no?

–¿Te imaginás las encuestas?: es más interesante que contar por unidades, por encamadas. ¿Cuántos metros sumaste este mes? ¡Hay que subir ese promedio para llegar a los cincuenta a fin de año!

Las risas subieron y hubo algún chistido.

Soler no fue de los que chistaron pero tosió un poco, algo que solía hacer en circunstancias así. Los tipos se callaron. Soler se levantó y recorrió todo el pasillo sin darse vuelta. Se metió en el baño, aunque descubrió enseguida que no tenía ganas. Bajó la mirada, y de una ojeada se la midió. No lo convenció. Pensó que alguna vez debería verificar el tamaño, pero supo que no lo haría. Soler solía confundir sus íntimas declaraciones de propósitos, incluso sus ideas más generales, con la realización genuina. Volvió a su asiento. Los vecinos dormían o al menos no conversaban más.

Se apoyó en la ventanilla y al rato se durmió. Cuando se despertó sintió que había soñado algo, pero que no sabía qué, y que estaba levemente excitado. El micro doblaba en la curva de Monte, la de la Lonera, y había un cartel verde y una cifra en kilómetros con referencia a lo que faltaba para Cañuelas.

Soler miró por la ventanilla durante un ratito y no se dio cuenta de que calculaba. También eso le solía pasar.

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