› Por Juan Gelman
La Organización de las Naciones Unidas se fundó el 24 de octubre de 1945 en San Francisco, California, pero el país que le dio cuna y luego asiento en Nueva York no la quiere demasiado. Tampoco le preocupa el cumplimiento cabal de los pactos y convenciones que ha firmado o adherido o de los que es Estado-parte. Con su capacidad de veto en el Consejo de Seguridad de la organización internacional más importante del planeta, no vacila en vedar acuerdos aprobados por los representantes de 193 países que integran su Asamblea General.
Rusia, China, Francia y Reino Unido, en su calidad de miembros permanentes del Consejo, no han dudado en vetar resoluciones que hieren sus intereses o posiciones geopolíticas y no están exentas de incumplir tratados que aprobaron. La campeona fue la ex Unión Soviética, lo usó 120 veces, pero desde fines de 1991 cuando se convirtió en Federación Rusa sólo tres; EE.UU. en 81 ocasiones, el Reino Unido en 32, Francia en 18 y China en cinco. Sin embargo, nunca dejaron de aportar su cuota al financiamiento de los diversos organismos de la ONU, como hizo la Casa Blanca el 11 de noviembre del 2011 con la Organización de las Naciones Unidas por la Educación y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés) cuando una aplastante mayoría de sus miembros aprobó el ingreso de la Autoridad Palestina como Estado con pleno derecho.
La primera vez fue más dura: en 1984, EE.UU. se retiró de la Unesco –a la que reingresó en el 2003–, inconforme con las políticas de su director general entonces, el ex ministro de Educación y Cultura de Senegal Amadou-Mahtur M’Bow, el primer negro africano en ocupar ese cargo. Le criticaba sus posiciones “antioccidentales” en materia de desarme, la cuestión palestina y el apartheid sudafricano y, en particular, la polémica iniciativa de establecer un nuevo orden mundial de la información y la comunicación. Singapur y el Reino Unido también se retiraron en 1985, infligiendo un duro golpe al ya flaco presupuesto de la organización.
La disconformidad estadounidense más reciente fue despertada –más bien tarde– por la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad, aprobada en diciembre del 2006 y “concebida como un instrumento de derechos humanos con una dimensión explícita de desarrollo social” (www.un.org). Ratificada por 126 naciones a las que insta a “garantizar que las personas con discapacidad gocen de los mismos derechos que sus conciudadanos”, EE.UU. es uno de sus 155 signatarios. El Partido Republicano y no pocos demócratas y aun autoproclamados libertarios se oponen a que tal “despropósito” ocurra. El verdadero despropósito es el argumento de semejante negativa.
Betsy Woodruff aduce en la muy conservadora National Review que “podría potencialmente socavar la soberanía estadounidense” (www.nationalre view.com, 3/12/12). El libertario Instituto Cato aduce lo mismo y aplaude la decisión del Senado de rechazar la ratificación del tratado por 61 votos contra 38 (www.cato-art-liberty.org, 4/12/12). Pero conviene remitirse a lo señalado por The New York Times: “La Convención carece de las disposiciones necesarias para alterar o invalidar las leyes de EE.UU. y cualquier recomendación que de ella emane no sería vinculante para el Estado o los gobiernos federales o los tribunales federales” (www.nyti mes.com, 3/12/12). Porque el punto es precisamente ése: no es un tratado vinculante, es decir, no obliga a sus signatarios a acatarlo. En realidad, la cuestión es otra: el déficit presupuestario brutal de EE.UU.
El comité de agricultura de la Cámara de Representantes aprobó un corte de más de 16.000 millones de dólares de la financiación del llamado Programa de alimentos por estampillas que facilita la nutrición de numerosas familias pobres. Si se aprobara ese proyecto de ley, de dos a tres millones de personas perderán tal ayuda por completo (www.disabled-world.com, 28/7/12). Por su parte, la presidenta demócrata del Senado, Debbie Stabenow, aboga por un recorte mayor (www.washigtonpost.com, 5/12/12). El ejercicio de la soberanía, entonces, consistiría en el derecho a empobrecer aún más a los pobres.
Otra cuestión que irrita a los neoconservadores, y también mienten sobre ello, es el llamado Plan 21, uno de los muchos documentos de la ONU que, en este caso, versan sobre el desarrollo sustentable en el siglo XXI. El ex periodista estrella de Fox News, Glenn Beck, abandera el repudio: dijo en relación con este plan que “cuando (la ONU) hunda sus colmillos en nuestras comunidades, les chupará toda la sangre y no podremos sobrevivir. Tengan cuidado” (//media matters.org, 17/6/11). Nada que ver: la propuesta no es vinculante.
John Bolton, ex embajador de EE.UU. ante la ONU designado por W. Bush, fue quien mejor definió la actitud de la Casa Blanca hacia la organización mundial: “No hay Naciones Unidas –dijo–. Lo que hay es una comunidad internacional que ocasionalmente puede ser dirigida por el único poder real que existe en el mundo y ese poder es Estados Unidos” (www.de mocracynow.org, 31/3/05). Oiga.
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