CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
En estos días estoy terminando de editar, con mucho placer, largas conversaciones con Alberto Breccia, el Viejo, grabadas hace más de veinticinco años. Hablamos de su obra, de autores, del oficio de dibujante, pasamos revista –nunca mejor dicho– a la historia de la historieta argentina. Pero no sólo eso: en los últimos casetes –porque eso son: una docena de baqueteados casetes de etiqueta gris y azul– la conversación deriva hacia la infancia humilde, en Mataderos, lo que veía, oía y leía de pibe. Es una parte lindísima, porque Alberto siempre fue un observador atento y perspicaz.
Hablando de esas primeras experiencias barriales –nació en el ’19 y vivió siempre ahí, hasta los veinte años– la conversación viró hacia lo que llamaríamos genéricamente “el mundo del espectáculo”, sus primeros contactos con el cine, la música, los artistas. Y llegamos –gran tanguero, el Viejo– a Gardel. Lo que sigue es textual:
–¿Y el tango, Alberto?
–Al principio, cuando era pibe, escuchaba en los fonógrafos...
–¿Había fonógrafo en tu casa?
–No, pero a veces se lo prestaban a mi hermano. Yo era un pibe, y me gustaba Gardel; escuchaba y me imaginaba a Gardel. ¿Sabés cómo me lo imaginaba a Gardel? Como al Polaco Goyeneche.
–¿En qué sentido?
–Flaco, rubio, así, de bigotes.
–¿No sabías qué cara tenía?
–No, no sabía la cara que tenía Gardel. Si era un pibe yo. Tendría ocho, nueve años.
–Ah, no habías visto las fotos...
–Después sí, me acuerdo que vi la foto del dúo Magaldi-Noda, por ejemplo.
–¿Pero a Gardel lo conociste? ¿Lo viste alguna vez?
–A Gardel lo vi dos veces. Lo vi una vez en la puerta del Cine Alberdi, que iba a actuar y que estaba hablando, supongo que con los guitarristas o unos amigos. Y se pararon dos muchachas, dos minas, a mirarlo; él estaba de espaldas. Y le vi un gesto que lo pintó... Porque él se dio cuenta, o le dijeron: “Te están mirando”, ¿no? Entonces levemente, sin mirarlas en ningún momento, se dio vuelta para no darles la espalda. No para hacerse ver, ¿eh? Un gesto de gran señor. Y después lo vi otra vez, cantando en un boliche que estaba frente a El Resero. Pero yo lo vi escondido, por entre la enredadera.
–Espiando.
–Espiando, porque no podía entrar.
–Eras chico.
–Era chico, sí. Fueron las dos únicas veces que lo vi a Gardel. Después murió. El día que murió Gardel yo empecé a laburar.
–¿Empezaste a laburar dónde?
–En la tripería, con mi viejo, el mismo día.
–¿Y cómo te acordás de eso?
–No me puedo olvidar nunca de eso. Quedé con la mano hinchada así... Además, ¿cómo me voy a olvidar del día en que murió Gardel y el día en que empecé a laburar? Son dos fechas que juntas no podés olvidarlas. Me acuerdo de los diarieros voceando Crítica: ¡La muerte de Gardel! Tenía quince, dieciséis años...
Hasta ahí la cita, el textual del Viejo Breccia. Qué bárbaro, qué buen narrador... Cómo, con dos o tres escenas –o menos que eso– se ilumina todo un mundo de experiencias y de sentido. Las asociaciones que construye la memoria, los mecanismos de la imaginación, la percepción selectiva del detalle significativo. En ese pibe abierto al mundo y a la experiencia ya estaba en potencia el artista que vendría. Ya estaba todo ahí.
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