Mar 10.06.2003

CONTRATAPA

Luz, cámara, ¡revolución!

› Por Rodrigo Fresán

UNO Calor tropical, 7000 cuerpos se han desnudado para el fotógrafo Spencer Tunick, y las calles desiertas (al domingo se suma el que Juan Carlos Ferrero esté jugando la final de Roland Garros). Y si bien es cierto que el cine se inventó antes que el aire acondicionado, también es cierto que van muy bien juntos. Busco refugio entre las sombras frescas del primer cine que veo, y –sorpresa– me meto a ver la película más calurosa de todas: Comandante, el documental de Oliver Stone sobre Fidel Castro...

DOS ... o el documental de Fidel Castro sobre Oliver Stone; porque aquí –tal vez esa siempre fue la idea– cuesta precisar dónde empieza uno y termina otro. Comandante es, sí, un auténtico labour of love de Stone, pero –como suelen serlo estos tándem desde los días de Boswell y Johnson– es un labour of love parasitario, complaciente y apoyado en la idea de que la cercanía con la historia te vuelve, también, un poquito histórico. Así, por momentos –lo mismo ocurría con los grunts de Vietnam, con los yuppies de Wall Street, con los aventureros de Salvador, con los quarter-backs de Un domingo cualquiera–, la sensación de que Stone no está haciendo una película sobre Fidel Castro sino una película sobre Stone haciendo una película sobre Castro. Y que se divierte demasiado.

TRES Ya se sabe: Stone fue, vio, se quedó tres días y filmó 30 horas (poca cosa para el locuaz Castro, lo que duran cinco o seis de sus discursos) de las que destiló 95 minutos, y volvió a la HBO, cadena de cable que se había comprometido a emitir el documental. Y –justo entonces ocurrió eso de los juicios sumarios a intelectuales y los fusilamientos de los secuestradores de una balsa– la HBO dictaminó que la cosa estaba incompleta a partir de los últimos acontecimientos y le dijo a Stone que si no volvía, repreguntaba y filmaba, Comandante pasaría a dormir el largo sueño de los postergados. Aun así, Comandante se estrena en España –porque sus productores son de aquí; fue el catalán Jaume Roures quien le propuso la idea a Stone– y porque no les preocupa demasiado lo que diga y piense la HBO y porque, por si les interesa, hay una versión de Comandante doblada al catalán.

CUATRO Y ocurre que el cine documental tiene leyes flexibles pero, también, inquebrantables. Y esas reglas se hacen vuelven mucho más rectas y atendibles cuando se trata de un personaje del tamaño, calibre, duración y contundencia de Fidel Castro. Detalle que Stone –tan fascinado por el tótem como por su rol de sumo sacerdote, por estar ahí, por haber sido elegido– se le escapa en más de un momento y lo acerca peligrosamente a sus tan interesantes como ligeramente patológicas investigaciones en JFK y Nixon. La diferencia aquí –lo más perturbador de todo– es que el actor que hace de Fidel Castro en Comandante se llama Fidel Castro y –si el embargo no lo prohibiera– recibiría un merecido Oscar al Mejor Fidel Castro del año.

CINCO De ahí que la fascinación que siente Stone por Fidel Castro es una fascinación entendible: es la fascinación de un director que ha encontrado al mejor actor de todos. Y Fidel Castro, claro, actúa para Stone.
Fidel Castro sabe que es un personaje histórico; que ya hace un rato largo que dejó de ser persona y –detalle curioso– nunca se dice “persona histórica”, como si se admitiera que la historia, al asimilarte, te acerca a la ficción y te convierte en personaje histórico. Y, lo siento, no hay pasaje de vuelta desde ese destino: la historia es un viaje de ida. Y el relato de ese viaje jamás puede ser del todo imparcial y objetivo. La proximidad a la historia –el acercarte demasiado a su radiación– te contamina, te erosiona, te convierte en traidor o en predicador. Oliver Stone –muchos norteamericanos lo acusan de pájaro de mal agüero posándose siempre sobre las ramas más altas y pesadillescas del Sueño Americano– es, en Comandante, el más dedicado de los evangelistas. Stone cree en Fidel Castro porque es vencido por su increíble potencia. Seamos sinceros: Stone es –desde un punto de vista periodístico– imperdonablemente complaciente con su investigado. Las preguntas son –en su inmensa mayoría– fáciles y obvias; y el rol adoptado por Stone es de una complicidad que, por momentos, molesta hasta al más revolucionario. Aquí –como en tantas otras partes, como en los discursos de Bush– florece también esa ingenuidad triunfalista y tan norteamericana a la hora de pensar que el simple sello de Made in USA vuelve automáticamente verosímil hasta a lo más delirante.

SEIS No diré aquí que en varios tramos de Comandante Castro delire, pero lo cierto es que el Método Stone –ese espasmódico estilo cuasi MTV con que, en Asesinos por naturaleza, Mallory y Mickey iban matando desconocidos en blanco y negro y cámara lenta y ángulos de vértigo– no ayuda mucho a la hora de comunicar un credo que, súbitamente, adquiere la textura y el ritmo de una alucinación. Así, cuando Castro se enorgullece de que “en Cuba hasta las prostitutas se gradúan en las universidades”, uno no puede sino pensar que tal vez lo que ocurre sea que en Cuba las universitarias se ven obligadas a prostituirse. O algo así. El resto es historia. La historia según Castro. Y es lo mejor de la película: su voz viajando sobre abundante material de archivo y contando su versión de los hechos, que son muchos: la crisis de los misiles, el Che, el asesinato de Kennedy, sus ideas religiosas, su celo por Brigitte Bardot y –en un gran momento casi shakespeareano– ofreciendo la mejor definición de todas, el mejor análisis y diagnóstico, lo que supieron César y Alejandro y Elizabeth I y Napoleón: “Soy un dictador de mí mismo”, sonríe Fidel Castro. Y ¡corten!

SIETE A la salida del cine, Ferrero continúa raqueteando, los desnudos se vistieron, el calor no baja y veo –en el televisor de una heladería– a Fidel Castro en un noticiero y no en una película denunciando a “una pandillita”. La “pandillita” es la Unión Europea que le acaba de imponer sanciones y Fidel Castro está igualito al Fidel Castro de Comandante.
En las Ramblas –entre varias de esas estatuas vivientes que piden un euro para moverse un poco– hay una que pretende fundir en la misma persona al Che y a Fidel sin parecerse a ninguno y pareciéndose, más que a nadie, a aquel Mercenario Joe de “Titanes en el Ring”. Lo de antes, lo de siempre: cuidate de tus detractores; pero, también, sobre todo, de tus adoradores. Son los más peligrosos.

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