Vie 13.06.2003

CONTRATAPA

Pacino, el retrato perfecto

Por Maruja Torres*

Al Pacino irrumpió en el cine –y la expresión es exacta: su intensidad nos dejó sin aliento– en una época, finales de los sesenta, en la que los exhaustos estudios de Hollywood fueron arrollados por producciones más o menos independientes, más o menos pequeñas, más o menos vinculadas con los restos del antiguo sistema, pero casi siempre presididas por la inventiva y el talento. Era un tiempo en el que los jóvenes directores estadounidenses miraban hacia Europa más que nunca.
Arthur Penn había rodado Bonnie & Clyde, protagonizada y producida por un galán en alza, Warren Beatty. John Schlesinger (importado de Inglaterra) escandalizaba con Cowboy de medianoche, repescando al jovencito Dustin Hoffman de El graduado (otro hito de los sesenta, dirigida por Mike Nichols) para un papel de los que dejan huella. El propio Nichols había dirigido a otro actor del momento en Conocimiento carnal, película emblemática acerca del sexo.
Los guapos del cine se habían vuelto feos, pero muy atractivos. Sidney Pollack dirigía a Robert Redford, la inteligente y bella excepción, pero otro Sidney, apellidado Lumet, iba a darle un par de oportunidades a Al Pacino, chico bajito, moreno, de gran nariz y ojos insondables que había crecido en el Bronx y había aprendido arte dramático con los mejores, fogueándose con su amigo John Cazale en los prestigiosos teatrillos del Village. Sin el persuasivo precedente de Hoffman, sin duda Al Pacino no habría rodado Serpico (1973) ni Tarde de perros (1975), películas en las que Lumet guió a un Pacino ya cuajado como esa misteriosa mezcla de actor de carácter y primera figura pasional que raramente coincide en un mismo actor.
Pero es que, entretanto, Pacino había conocido a Francis Ford Coppola y Michael Corleone.
Sí, hoy podemos admirar a Al Pacino como actor polivalente que escapa, como pocos de su generación, al cliché de moda en los setenta. Aquella época tan fuertemente grabada en el calendario influyó irremisiblemente en quienes la representaron, y muchos se quedaron colgados de la tiranía de vestuario y peinado, colorido y volantes de camisas y ajuste de pantalones, zapatos de plataforma y, lo que no es agobio menor, la exagerada interpretación de personajes marginales: drogadictos, homosexuales acelerados, chulos de asfalto, etcétera. Pero a Pacino lo salvó Coppola, dándole otra era y otro país: la Norteamérica de la Cosa Nostra.
De alguna manera, y pese a lo mucho que me han gustado otras interpretaciones suyas –Un instante, una vida, de Pollack: preciosa película de amor; o su suelta reinvención de Looking for Richard–, Al Pacino camina en mi memoria vestido de soldado, acompañando a Diane Keaton por la Quinta Avenida, en vísperas de una Navidad en la que su vida cambiará para siempre; camina, a la salida del restaurante en donde acaba de vengar a Marlon Brando; camina, años después, sombrío, con las espaldas cargadas por la fatalidad, el alma empapada de sangre, mientras abandona la iglesia en donde ha sido bautizada su hija; camina, mucho más adelante, perdida ya la seguridad, por la estrecha calle de Corleone de la que tuvo que huir su Marlon Brando cuando era pequeñito.
Camina, mientras suena la música. Michael Corleone, parábola del hombre que no pudo controlar su destino y se convirtió en lo que más odiaba. Y esta extraordinaria interpretación de Al Pacino, que abarca tres décadas, es también un raro privilegio del que pocos actores disfrutan, aunque no estoy segura de que él se dé cuenta de la importancia de ser el mismo personaje en tres grandiosas películas que reflejan el devenir de una misma familia. He ahí el retrato perfecto, completo, de eso que siempre acaba por resultar un fracaso. La vida. Su interpretación lo ennoblece.

* De El País, especial para Página/12.

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