CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
No conocí a Horacio Pilar, uno de los mejores, más originales y menos publicadores poetas de la llamada generación del sesenta, pero por una u otra razón y por distintas vías siempre me llegaron referencias maravillosas a sus versos y a su persona o a las dos cosas, juntas como iban, según parece. En estos días, el 15 de febrero, se cumplen catorce años de su muerte, en 1999, y me gustaría entonces apuntar algo al respecto. Una manera de que por ahí algunos más lo lean/lo relean, sepan de él: es de los que valen no sólo la pena sino sobre todo el gusto. Busquen el poema del colibrí. Busquen y me dicen.
Primero que nada, para darle contexto de vida, recordar que el poeta era del ’35, que militó desde muchacho, que fue uno de los fundadores de la Juventud Peronista en los sesenta, que se exilió en el ’76, que afuera estuvo en Brasil y que volvió en el ’88. Pilar escribió probablemente mucho y publicó relativamente poco: hay un libro primerizo a fines de los cincuenta y el maduro Amor y conocimiento de 1965 –a los treinta años– con el que compartió premios con dos grandes chicas bravas, la Walsh y la Pizarnik. Después, por lo que sé –que es poco– hay que esperar a Igual atacaría x 3 –qué título poderoso...–, que le editó Mangieri en Libros de Tierra Firme a mediados de los noventa y, finalmente, la Poesía completa que reunió Atuel con linda foto tomando mate en la tapa, en el 2000, cuando ya no estaba. Es el libro que tengo, el que se puede conseguir.
Ahí hay un hermoso texto del negro Raúl Santana, crítico perspicaz y lector memorioso de poesía, pero sobre todo amigo (de Pilar) y poeta él también de aquella generación. Se titula “La caza del arabesco”, y da cuenta pormenorizada de algunas de las cualidades más flagrantes del desordenado poeta, por si acaso fuera necesario tras la frecuentación de las más de 270 páginas de explosiones de sensibilidad e inteligencia a menudo enmascaradas –pudorosamente– de ingenio.
En su texto, escrito muy poco después de la muerte del poeta, Santana apunta que fueron pocos los que lo recordaron en esas circunstancias, hace ahora catorce años. Y uno de esos pocos fue, en este mismo lugar sagrado, Antonio Dal Masetto, cuando escribía semanalmente sus inolvidables contratapas de bar. Busquen –lectores consecuentes y seguidores de Página i12– esa maravilla del Tano. Se llama Poemas y está armada con la habitual maestría del narrador que da el contexto justo y se hace a un lado para dejar que, en este caso, los versos brillen.
Y dejo una referencia más, anecdótica, porque es la primera que me llegó de Horacio Pilar poeta y personaje, y porque ayer –anoche, más precisamente– en vísperas de comer un asado, las circunstancias volvieron para recordármela. Fue así, como sigue. Según creo recordar que me contó mi amigo el pelado Eduardo Romano –poeta de los buenos él mismo y compañero de Pilar cuando muchachos–, en cierta oportunidad le tocó a Pilar hacerse cargo de la realización de un asado. Y el ocasional o vocacional asador se excedió –por distracción, por lo que fuera– con la sal; tanto, que la carne quedó incomible. Ante la evidencia, lo apuraron para que dijera qué había pasado y argumentó lo siguiente: “Es que en cierto momento yo estaba acá, al lado de la parrilla, y se me aparece de golpe un señor muy chiquitito y me dice: ‘Soy el enanito de la sal, yo le pongo’. Y resulta que el enanito tenía una mano en cada dedo...”.
El poeta Horacio Pilar murió hace catorce años en Buenos Aires y dejó por escrito y por vividas muchas de estas cosas maravillosas.
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