› Por José Pablo Feinmann
El año pasado se murió mi vieja. Siempre le dije así: la vieja. O no siempre, de niño o de pibe le habré dicho sin duda “mamá”. Fue mi hermano (que me llevaba diez años) el que empezó a decirle “la vieja”. Mi hermano murió muy joven: cincuenta y dos años. Mi vieja (ya todos lo habíamos aceptado) no habría de morirse nunca. Su empeño no era vivir, era durar. Mientras durara, no moriría. Porque la vieja le tenía un temor tal vez patológico a la muerte. Trato de atenuar el adjetivo “patológico” con ese púdico “tal vez” porque resulta difícil imaginar que algo desmedido, pasional, latiera en los pliegues más hondos del alma de la vieja. Era fría, pero no despectiva. Era frágil, medrosa. Era indescifrable. Se murió a dos meses de cumplir ciento ocho años. Llevaba cinco años sin reconocerme. Ni a mí ni a nadie. Se había ido. Si se moría, ella sería la última en enterarse. O no se enteraría, ya que era eso lo que buscaba. Hijo ingrato, malagradecido, ya la había matado en dos obras. En una de teatro y en una novela. En Sabor a Freud –la obra de teatro, que es eso que suele definirse como comedia negra–, el doctor Kovacs, su protagonista, recibe un aviso del Hospital Alemán, donde su madre está en terapia intensiva. Que él, ante la angustia de ella, había definido como “una terapia como cualquier otra, madre, sólo un poco más intensa”. Le avisan que murió. Kovacs dice: “Ajá, ¿podrían tenérmela ahí por un rato? Ahora estoy muy atareado”. Y el comienzo –no célebre, pero bastante conocido– de La crítica de las armas es el que sigue: “Hoy, 21 de octubre de 2001, día de la madre, para festejarlo con rigor, para festejarlo como hace años debí haberlo festejado, para festejarlo como nunca me atreví a festejarlo, para terminar con esta relación ni abominable ni demoníaca sino estúpida, agobiante y estúpida que nos une desde siempre, para que nunca más haya para vos ni para mí otro día de la madre, para todo esto, hoy, voy a matarte, mamá”. Uno manejaba la cosa. Como todo escritor iba armando una situación que –eso creía– no podía ser sino inminente. Bien, no. Mamá seguía adelante. Salía de todas. Yo, abrumado por la culpa que tan inadecuados deseos me provocaban, la tenía como una reina. Todos los días iba una psicóloga. O mi mujer, que siempre la quiso. O una señora que trabajaba en casa. Más todo el ejército de enfermeras del geriátrico en que la tenía. Tan caro como era inevitable que fuera, ya que un hijo que pone a su madre en un geriátrico se siente abrumado por una culpa insidiosa y se gasta lo que no tiene para ponerla en un lugar que consiga sosegarle esa culpa. Hasta que empezó a no reconocerme. Tendría ya ciento cuatro años. “Hola, mamá. Soy José. José, mamá. Tu hijo.” Me miraba y hasta era capaz de sonreír con dulzura. “Ah, sí, señor. Le voy a decir que le firme un libro.” Y los malditos culpógenos que nunca faltan: “¿Ves cómo todavía te reconoce? ¿Ves cómo te liga con los libros?”. A los ciento siete –lo dije– se murió. Mi mujer estaba en Nueva York. Algo que significaba que yo estaba pavorosamente solo. Pero no. La vida tiene sorpresas hermosas. El mayor de mis sobrinos, David Feinmann, ya de cincuenta años, me llama y dice: “Tío, vos olvidate de todo. Yo me encargo”. Mi mujer llama desde Nueva York, respondiendo un calamitoso llamado mío: “Pero, ¿de dónde sacás que la tenés que llevar a la Chacarita? ¡Qué desbolado sos! Hace un montón de años que pagamos tres parcelas en Pilar”. O sea, en uno de esos cementerios garcas. Donde uno se muere igual, no resucita, nada cambia. Pero todo se hace con buen gusto. Aparecen mis dos hijas, Virginia y Verónica, que la acompañaron durante los últimos momentos. Y mis otros tres sobrinos. Todos nos queremos mucho. (Hay una sola mácula en nuestra familia y es de dominio público.) Vamos a Pilar. Le ponemos un ataúd hermoso y la llevan en un automóvil bordó. De pronto veo que al ataúd lo meten en una capilla para el servicio religioso. Reúno a mis sobrinos. Fueron criados como judíos, porque mi hermano, entre la encrucijada del papá judío y la mamá católica, se hizo judío al punto de circuncidarse de grande, cosa que papá, de chico, le había evitado. Habrá sufrido mucho, pobre. Pero su fe era enorme. Quería ser judío y lo fue. Salvo cuando se quiso casar. No pudo en el templo de la calle Libertad porque le dijeron que era católico: había nacido de un vientre católico. Lo sentimos mucho: usted es católico. Se casó en un templo de la calle Ciudad de la Paz, de mucho menor rango, pero donde le perdonaron esa impureza, esa carencia. Ahora retorno: reúno a mis sobrinos y severamente les digo: “Oigan, la abuela era católica. Le vamos a hacer, como corresponde, el servicio católico”. Todos la mejor voluntad. Entramos. Estado de situación: mis cuatro sobrinos, judíos. Mis hijas, católicas como su madre y como mi mitad correspondiente. Hicieron la comunión, pero no se acuerdan de nada. Yo sé algo por mis relaciones tempranas con los termas de la Fenomenología de las Religiones y porque siempre ando en que Dios sí, Dios no. Entramos. Ahí está el ataúd. Es hermoso. Aparece un cura. Tiene todo mecanizado. Lo peor es que dice unas oraciones a gran velocidad, gira, nos mira y exige: “Decimos”. ¿Decimos qué? ¿Qué quiere este tipo que digamos? Yo, para salir de la situación, digo: “Te agradecemos Señor”. Total, todas las religiones se la pasan agradeciendo al Señor. Algo balbucean Virginia y Verónica que les llegará de los años remotos de la comunión. Pero los cuatro sobrinos, nada. Me doy vuelta y, en silencio, pero imperativo, ordeno: “Che, ¡por lo menos digan Baruj ata Adonai! ¿No era así? Me harté de escuchárselo a Enrique”. David dice: “Tío, pero eso es moishe. El cura se va a morir”. Por fin, la enterramos en un lugar hermoso. Veo que el féretro desciende muy profundamente. Hay lugar para otros dos más. Uno, qué duda cabe, es para mí. ¡Qué agradable es ver el lugar en que uno algún día va a estar enterrado! David dice unas palabras. Unas hermosas palabras. Nos vamos a una pizzería en Belgrano. Caramba, es increíble: al final la vieja se murió.
Viejita, desde que te moriste empecé a pensar más en vos. En los buenos momentos. Y hace poco me detuve en tu apellido. Vos te llamás (en presente, sí) Elena de Albuquerque. ¿Por qué nunca me detuve en semejante apellido? Sabía que tenía que ser importante. Recorrí Internet y busqué de Albuquerque. ¡Epa, vieja, casi nada! Tu apellido es el mismo que el de Afonso de Albuquerque, héroe del imperio portugués y de la expansión de la cristiandad. Escuchá: “Afonso de Albuquerque es reconocido como un genio militar por el éxito de su estrategia de expansión: procuró cerrar todas los pasos navales para el Indico –en el Atlántico, en el mar Rojo, en el golfo Pérsico y en el océano Pacífico– construyendo una cadena de fortalezas en puntos clave para transformar ese océano en un mare clausum portugués, sobreponiéndose al poder de los otomanos, árabes y sus aliados hindúes. Donde llegaba establecía el culto católico, del cual era un abanderado.
Se destacó tanto por la ferocidad en batalla como por los muchos contactos diplomáticos que estableció. Nombrado gobernador después de una larga carrera militar en el norte de Africa, en apenas seis años –los últimos de su vida– con una fuerza nunca superior a los cuatro mil hombres logró establecer la capital del Estado Portugués de la India en Goa; conquistar Malaca, punto más oriental del comercio en el Indico; llegar a las ambicionadas ‘Ilhas das especiarias’, las islas Molucas; dominar Ormuz, la entrada del golfo Pérsico; y establecer contactos diplomáticos con numerosos reinos de la India, Etiopía, reino de Siam, Persia y hasta China. Poco antes da su muerte fue agraciado con el título de virrey y ‘Duque de Goa’ por el rey D. Manuel I, que nunca disfrutó, aunque fue el primer portugués en recibir un título allende el mar y el primer duque nacido fuera de la familia real. Fue el segundo europeo en fundar una ciudad en Asia (el primero fue Alejandro Magno)”. Viejita querida, qué boludo fui. Cuando los Tacuara aparecieron en la Plaza Castelli a decirme “¿Qué hacés Fainmann?” en lugar de arrugar como un hijo desdichado del maldito pueblo que “mató a Dios” tendría que haberles dicho: “Rajen de aquí, fachos de hojalata. Yo llevo el mismo apellido que Afonso de Albuquerque, el Terrible, guerrero del imperio portugués y cruzado de la fe del profeta de Nazareth en los más remotos e inconquistables territorios del Oriente”. Todo por no quererte un poco más. Por no averiguar qué misterios cobijaba tu apellido seductor, con vientos de mares remotos, insolencias de conquistadores bravíos. ¿Habrá latido en vos o en mí una sola gota de sangre de Afonso el Terrible? Difícil, pero su apellido lo tenemos y me lo diste vos. No es poco para empezar –tarde o no– a quererte. Te extraño.
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