Lun 25.02.2013

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Didáctica de los últimos días

› Por Juan Sasturain

Se ha podido comprobar que para el ventoso mes de abril del ’79 Julio Argentino Etchenike anduvo por Mar del Plata investigando tardíamente la desaparición del Dudoso Noriega, el bañero más famoso de la playa Popular, ocurrida seis años antes. Poco se sabe del resultado final de la pesquisa. Sí, de ciertos pormenores. En principio, acaso buscando más clima que información, el veterano se instaló en la pensión de la avenida Independencia en la que había vivido el bañero por largos años, el Hotel Alga, devenido –sin mejora aparente– Hotel Coral International, para el Mundial ’78. Los primeros días el clima estuvo feo, pero para el fin de semana hizo buen tiempo y Etchenike pudo andar bastante.

No bien salió el sol se fue a la playa. Estuvo en la Popular semivacía y sin vigilancia ya a esa altura del año, vio la placa atornillada con bulones oxidados que recordaba a Salvador Noriega, paseó por las escolleras, llegó hasta la punta del muelle de Gancia desde el que el Dudoso se había zambullido la última vez que lo vieron, en ocasión del homenaje que le tributaron, en marzo del ’73.

Cuando ya pensaba que iba a ser muy difícil hacer hablar a alguien o simplemente encontrar a quién preguntar, tuvo suerte. Una suerte relativa, tal vez: nunca dejó de sentir que todo lo que averiguaba no le servía para nada, pero no podía dejar de escuchar.

Del histórico plantel de bañeros de la Popular pudo hablar con el hijo del Payo Cequeira, maestro de Noriega, que seguía a cargo de la secretaría general del AGUA, el sindicato de los guardavidas en la calle Laprida, y con un Gómez viejo, casi senil y reblandecido. Los demás eran gente nueva que lo había conocido poco o sólo de oídas. En general todos coincidieron en señalar la rareza, el ensimismamiento del Dudoso de los últimos años, cuando regresó de Batán. Pero en los relatos de transmisión oral predominaban el cariño, la admiración y la mitología.

Le recordaron –para ellos admitió que estaba escribiendo algo sobre el personaje– que el Noriega que volvió de la cárcel de Batán en 1970 hacía cinco años que no veía el mar. Pero también que, como quedó consignado en los apuntes de Los Cuadernos escritos durante su reclusión, eso no le había impedido seguir reflexionando y teorizando sobre su comportamiento. Probablemente la distancia física y las lecturas en la biblioteca de la prisión le permitieron objetivar mejor y sistematizar lo que había intuido. También, en cierto modo delirar sin red. Y convencerse de que había alcanzado algún tipo de sabiduría que valía la pena transmitir.

Así, de memoria, los bañeros más jóvenes que habían compartido playa con el último Noriega o conocían a quienes sí lo habían hecho reconstruyeron para Etchenike, en el lugar mismo de los hechos, lo que el Dudoso explicaba cada jornada, hacia el atardecer. Sobre todo los días y a la hora en que el mar estaba más bajo y había más playa de arena dura y mojada. Incluso los habitués del picado de última hora sabían que tenían que trasladar los arquitos a Punta Iglesia y armar el partido fuera del perímetro pedagógico. Así, cuando ya casi no quedaba ni gente y había apenas luz suficiente para que se pudiera observar lo que dibujaba en la arena, el Dudoso empezaba.

Noriega convertía la playa en ágora (sic), según su propia definición, porque consideraba que no era indiferente que el ámbito de aprendizaje coincidiera con el espacio de aplicación del saber. Y daba el ejemplo del taller mecánico y de la cancha de fútbol. Nadie entendió nunca a qué se refería, pero era parte del encanto. Tenía ciertos temas recurrentes. Es el caso de su clasificación de los Tipos de mar dudoso, su obsesión durante mucho tiempo, que le valió el apodo y que sólo en este último período tuvo una formulación más o menos sistemática.

Así, por ejemplo, las categorías más enigmáticas como Mar dudoso media pica y dudoso media plancha tenían que ver con la distancia mayor o menor entre la rompiente (donde la ola estalla o cae, digamos) y el fin último del recorrido, cuando muere mansita a los pies de la gente. Mar dudoso media plancha era cuando –en una playa como la Popular, de declive suave– la rompiente estaba muy lejos y las olas tenían un largo trayecto hasta diluirse y refluir ya sin fuerzas al final del recorrido. Mar dudoso media pica (medida específica extrapolada del vocabulario de la industria gráfica, de extraña aplicación en este caso) era cuando la rompiente era tardía y las olas recién se manifestaban cerca de la orilla, con un recorrido mucho más corto. Etchenike escuchaba y anotaba.

Ahora bien: el Mar dudoso corto y el Mar dudoso separado tenían que ver, en cambio, con la distancia entre una ola y otra, la velocidad con que se sucedían. El dudoso separado suele traer pocas olas muy armaditas y bien distantes entre sí; el dudoso corto, muchas seguidas y más desordenadas e inconstantes. Finalmente las categorías de Mar dudoso bajo y dudoso oludo correspondían a la altura de las olas respecto de la superficie teóricamente plana del mar en calma.

Y ahí Noriega cruzaba las categorías y explicaba que el dudoso oludo media plancha separado es el mar más lindo, el que la gente más disfruta, el más humano, digamos. Permite barrenar con olas armadas y de mucho recorrido lo suficientemente separadas entre sí para permitir bañarse tranquilo. Es el estado de mar que sucede al bueno, cuando éste, bastante boludo y aburrido en el sentir popular, comienza a agitarse levemente y a armar sus primeras olas. Todos los estados del mar –decía Noriega– son transitorios. Como los estados de ánimo, más precisamente. Y conseguir cierta empatía o apostar por el contraste (no era las palabras que usaba pero sí el concepto) podía ser, para el ocasional bañista, fuente de armonía o disonancia.

Todo eso lo explicaba con un palito o bastón afilado, dibujando sobre la arena mojada. La gente se juntaba a escuchar. No sólo los bañeros. En los últimos tiempos explicaba de espaldas al mar, los hacía oír el rumor de las olas durante unos cinco minutos y después dibujaba la tipología correspondiente como si estuviera mirando qué era lo que había a sus espaldas... Etchenike anotaba.

Los dibujos esquemáticos de olas y recorridos que se conservan no son originales de Noriega sino apuntes tomados por algunos de los bañeros que asistieron a sus clases informales en la orilla. Como en el caso del cuento bastante cursi de Bradbury sobre el posible Picasso dibujando en la playa para que el mar se lleve sus efímeras obras de arte ante la desesperación del admirador, o el del genio físico que escribe en un pizarrón de trasnoche intuiciones geniales que un portero borra sin saberlo al otro día y nunca más, es probable que algunas de las más originales formulaciones de Noriega acaso se hayan perdido, como se pierden –pero sin duda existen en algún lado– los goles geniales que se hacen en los partidos de entrenamiento.

Otro dato significativo –al menos para el sorprendido Etchenike– fue que Noriega necesitó (o quiso) meterse muy poco en el mar en esos últimos años, en cuanto a cuestiones de estricta emergencia de salvataje se refiere. Según entendieron sus discípulos de entonces, para el Dudoso, el mejor bañero era el que no necesitaba entrar al agua. Muy lejos habían quedado aquellas memorables, aparatosas performances de trece rescates en un solo sábado registradas una década larga atrás, origen de su leyenda. En los últimos tiempos Noriega manejaba a su equipo de colaboradores con gestos casi imperceptibles; era como si fuera, en una situación de cacería, a la vez y / o sucesivamente, el perro alerta que señala y el cazador veloz en ejecutar. El primer signo y el último recurso eran siempre suyos. Era algo así. Y no debe haberse metido más de una docena de veces por temporada, en esos últimos tres años sin ahogados, sin histerias ni muertos que se recuerden.

Que no entrara al mar a trabajar o –mejor dicho– que trabajara mucho necesitando entrar muy poco, no quiere decir que no frecuentara las olas. Cada mañana bien temprano –sobre todo cuando ya había abandonado la pensión y vivía definitivamente en la casilla– se metía durante una hora a nadar mar adentro o, como decía, a bracear de contra, una técnica para nadadores con efecto y utilidad equivalente a la de la cinta de entrenamiento para los corredores de tierra firme.

Según el testimonio del mismo Noriega, desarrolló esa técnica durante los años de reclusión, cuando iban a bañarse al río Quequén con vigilancia armada, y debido a la prohibición de poder desplazarse más allá de un área restringida de cien metros. Así, el Dudoso se instalaba en la zona honda y, a contracorriente del devenir del río, adecuaba el ritmo de sus brazadas a la velocidad del agua, con lo que conseguía –con extraordinaria precisión y extrema facilidad– permanecer en el lugar, nadando sin detenerse y a un ritmo constante, durante un par de horas.

Con esa técnica fluvial incorporada, en los últimos años solía tirarse al mar a las siete de la mañana en la punta de la escollera, nadar mar adentro y, una vez encontrada la posición de contra, quedarse nadando en el lugar durante una hora o más, inmóvil para el observador lejano y desatento. Era capaz de traducir la velocidad en nudos de su braceo y de calcular la cantidad de kilómetros que había recorrido sin abandonar su lugar de trabajo. Un maestro. Así lo entendía el perplejo Etchenike y así se sucedían los relatos más o menos míticos sobre la pedagogía del Dudoso y decantaban las evidencias de su excéntrica integridad.

Nada aportaban esas historias para develar el misterio de su desaparición, pero el veterano no tardó en descubrir que precisamente por eso, incluso por engrosar el misterio, lo maravillaban.

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