Mar 02.04.2013

CONTRATAPA

Homo Sueño

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Dos, tres, cuatro corderos –y no ovejas– es lo que cuenta Rodríguez, en la oscuridad, intentando dormir, quedarse dormido. No hace mucho Rodríguez leyó que un estudio publicado en la revista Behavior Research and Therapy que científicos de la Oxford University, con mucho pero mucho tiempo libre aunque muy pero muy bien remunerado, habían llegado a la conclusión de que contar bovinos no sirve para nada y que, además, es “demasiado aburrido”. Lo mejor, parece, recomendaban, pasa por imaginar autohipnóticos paisajes, sitios relajantes y tranquilos. Pero Rodríguez –clásico, conservador– tan sólo se limita a la innovación de cambiar ovejas por corderos y a ver qué pasa y no pasa nada. Y entonces se acuerda: ese niño psycho-aforístico, en el desierto (lugar calmo si lo hay) pidiendo una y otra vez a ese pobre piloto con avión averiado que le dibuje un cordero.

Qué pesadilla.

DOS De ahí, Rodríguez salta a sí mismo, sonambulando un museo vacío y deteniéndose frente a un cuadro de Henry Fuseli (bautizado Johann Henri Füssli) titulado “The Nightmare”. Lo que significa “La pesadilla” pero –-si se lo traduce literalmente– no es otra cosa que “La yegua de la noche”. Fuseli pintó varias versiones del cuadro. Pero todas coinciden en su elenco: mujer sensualmente despatarrada sobre una cama, suerte de demonio menor montado sobre su cuerpo, la cabeza de un caballo espectral brotando de las sombras. Mary Shelley lo menciona en su Frankenstein, Edgar Allan Poe alude a él en “La caída de la casa Usher”, y Sigmund Freud tenía una reproducción en su estudio vienés. Rodríguez lo vio por primera vez en la portada de un libro de Jorge Luis Borges titulado Siete noches. Y una de las conferencias que recopilaba era “La pesadilla”, y arrancaba con un “Los sueños son el género; la pesadilla, la especie”. Diferentes polaridades para el flujo de una misma electricidad, sí. En esas páginas, Borges postula que en los sueños hacemos nuestra la celestial mirada de Dios –eso de verlo todo al mismo tiempo y no transcurriendo sucesivamente– y en la pesadilla se nos concede una suerte de avance del infierno, como si se tratase de gotas de un magma que se cuela por grietas hasta nuestra superficie. Pero ¿acaso habrá algo más infernal que el don de verlo todo? Tal vez, por eso, despertamos. Y, al despertar, olvidamos casi todo lo que vimos o vivimos y nos empeñamos en darle alguna estructura narrativa para contarlo a nuestros seres queridos o a nuestro amado psicólogo. Al menos hasta donde Rodríguez recuerda ahora, horizontal y bajo las sábanas, Borges no hace mención alguna a esa pesadilla despierta que es el insomnio –¿el insomnio será la mutación resultante del acostarse el género con la especie?– y donde confluye lo peor de ambos mundos: la realidad alucinante de no poder cerrar los ojos para soñar con cosas más fáciles de soportar que un Guantánamo sin música. Grandes éxitos del asunto. Como descubrirse desnudo en público o caer desde las alturas. O estrellarse sin ropa delante de todos. A Rodríguez cada vez le cansa más el intentar descansar. Y se queda ahí, esperando que el sueño vuelva o volver al sueño. Las ideas saltando dentro de su cabeza como ovejas con cabeza de cordero con colmillos. Sacrifícame –y no dibújame– a un cordero. Y Rodríguez piensa colmillos y salta a dientes y ahí está otra vez: la pesadilla desvelada de esa sonrisa de ranura con dientecitos de Mariano Rajoy, satisfecho por la victoria de La Roja, en una grada de estadio parisiense al que el Popular Partido viajó con la excusa de una de esas reuniones en las que nada se resuelve con el cada vez más impopular Hollande. Y Rodríguez sigue sin poder dormir (esa tarde se enteró de que las cifras del déficit habían sido retocadas por el presidente y los suyos y la maniobra descubierta y corregida desde Bruselas); pero al menos ya sabe qué contestar ante la eventualidad de que le pregunten cuál es la sonrisa más idiota de todo el universo. A lo que jamás podrá responder Rodríguez es de qué o por qué se sonríe Rajoy.

TRES Ahora, Rodríguez sigue despierto pero –valeriana, leche tibia, melatonina, manzanilla, rezos variados– tiene los brazos y las piernas dormidas y no sabe si lo mejor será dejarlos en paz o sacudirlos y despertarlos. Mejor no, se dice. Puede despertar a su mujer, que ronca a su lado y que, dormida, se parece más no a aquella de la que se enamoró pero sí a la que se enamoró de él. Descansa en paz. Por otra parte, Rodríguez también leyó en La Vanguardia que nuevos estudios científicos determinaban que todos aquellos que tienen sueños muy movidos (con gritos o patadas o golpes de karate en el aire) pueden estar exhibiendo síntomas primerizos del Mal de Parkinson. Y, se dice Rodríguez, hay algo de (in)justicia poética en ello: los temblores imaginados en el sueño mutando a temblores verdaderos a los que no se les puede cerrar los ojos. ¡El miedo! ¡El miedo!

CUATRO Cinco, seis, siete y, por fin, algo parecido al sueño. Las ocho horas ideales, dicen unos, o las cinco horas suficientes, aseguran otros. La tercera parte de la vida, suman y restan todos. Rodríguez firma lo que sea por lo que toque. Cualquier cosa con tal de dejar de pertenecer a ese 20 por ciento y sumando de españoles que ya duermen mal (o no duermen muy bien) por vivir cada vez peor. Los párpados que pesan como telones y que caen para que empiece la función. La tempestuosa materia de los sueños que, al principio, llega como si alguien –una suerte de indeciso disc-jockey de lo onírico– cambiase de canales: Chipre y su corralito donde todos berrean, la importación del escrache argentino como desasosiego jamás soñado por los políticos españoles, la frustración infantil de aquellos comics (Batman se suicida o Superman se casa) en los que al final todo era un sueño, los llantos derramados por las procesiones religiosas que no pueden salir a sollozar por la lluvia o los blues de los dueños de hoteles y restaurantes vacíos por la crisis, el poster de esa película recién estrenada que muestra a una Barcelona post-apocalíptica donde todos luchan contra todos, los encapuchaditos de ETA avisando que la negociación se interrumpe y que habrá “consecuencias negativas”, la garra de Freddy Krueger y la vocecita de Petete, Pyongyang jugando con sus soldaditos, otra vez los dientecitos de Rajoy y, ahora mismo, en esta santa semana, seguro, vuelven a emitir, como todos los años, la pesadilla recurrente de Quo Vadis?

Buena pregunta, sin respuesta.

Pero, al menos, por fin –se sueña vestido de legionario romano pidiéndole salvoconducto a un anciano entogado muy parecido al papa Francisco quien, enseguida, le informa que “como gesto de humildad me iré a vivir con tu familia; y no temas: mis costumbres son bonachonas y mis gastos frugales y campechanos mis hábitos alimenticios”– Rodríguez duerme.

En quince minutos va a sonar el despertador.

Y cuando Rodríguez despierte, el dinosaurio todavía estará allí.

Y, por supuesto –dibújame un dinosaurio– será un Tyrannosaurus rex.

La vida no es sueño; la vida es pesadilla.

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