Lun 08.04.2013

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Balas en la costa

› Por Juan Sasturain

Es sabido que el trabajo de rastreo sobre los pormenores de la enigmática de-saparición del Dudoso Noriega que intentó el veterano Etchenike en el otoño del ’79 fue infructuoso. Al menos en un aspecto fundamental para el detective: estuvo tres semanas deambulando por Mar del Plata y alrededores –se supone que trabajando a partir de un encargo del Guasta, medio hermano del famoso bañero– y no consiguió datos que confirmaran la esperanza de su cliente, la aventurada posibilidad de que Noriega estuviese, seis años después de que se perdiera nadando mar adentro, vivo aún.

Etchenike hizo todo bien, según los libros. Se instaló en la decadente pensión que había sido el Hotel Alga, frecuentó el Cine Atlantic, conversó y semblanteó al memorioso personal de la Popular, trató de caminar sobre las manifiestas huellas del Dudoso como si lo siguiera en la playa. Eso en cuanto a los lugares, los espacios. Después estaban los temas, las universales zonas de interés.

De minas, de alguna mujer que hubiera aparecido de pronto en su vida, cierta atorranta que coincidiera con la intuida por Leonor, la mucama del hotel que lo amaba no tan secretamente, nada. Soslayados los celos profesionales –a menudo enmascarados de admiración y respeto–, quedaban el suicidio como posibilidad tan concreta como secreta y el accidente en el que nadie creía. Y la otra cuestión era la política, una variante que Etchenike desechó rápido.

Noriega había permanecido claramente al margen de cualquier encuadramiento o –mucho menos– de algún tipo de radicalización política, un gesto muy de la época. En ese sentido, una de sus pocas manifestaciones explícitas fue el comentario que deslizó respecto de la para él extraña ausencia de Falucho Burgos en ocasión de su regreso a la Popular, tras los cinco años de prisión en Batán, para el verano del setenta. Vale la pena contarlo.

Según testigos, el Dudoso preguntó sólo una vez por el pibe el primer día que volvió a pisar la arena de la Popular, y ahí fue que le dijeron que había largado definitivamente la playa y el oficio hacía un par de años, que se dedicaba a la música y tenía ahora un conjunto propio y que –sobre todo– se había metido mucho en política, para desesperación de su vieja. Tanto que hacía apenas un par de meses, tras una movilización ridícula por la calle San Martín en que doscientos tipos habían intentado hacer en la Feliz algo parecido al Cordobazo –“el nombre de esta ciudad tampoco ayuda para nada”, comentó el informante sin sonreír– lo detuvieron. Encima, la policía dijo que en el allanamiento de su domicilio habían encontrado prensa subversiva y armas de guerra.

Así fue cómo se enteró Noriega de que Falucho y su novia cantante comprometida estaban en cana y a disposición de Poder Ejecutivo, como se usaba por entonces si tenías suerte. El bañero meneó la cabeza, levantó un puñado de arena y la fue dejando escurrirse de a poco.

–Qué negro de mierda –dijo con un suspiro.

Ese fue el único comentario, entre irónico y cariñoso, casi paternal, del Dudoso. No volvió a preguntar por él.

Lo paradójico o tragicómico es que, según pudo comprobar Etchenike cuando finalmente logró hablar por única vez con el escurridizo mulato en entrevista de apuro, es que el desencuentro se repitió tres años después: Falucho Burgos se enteró de la desaparición de Noriega en el mar en marzo del ’73 en la cárcel de Devoto y, cuando tras la liberación compulsiva y revolucionaria de los presos políticos el 25 de mayo, regresó finalmente a Mar del Plata, la noticia sobre la búsqueda infructuosa de su maestro ya estaba relegada a las páginas finales del diario y a los recuadros al pie de la sección Policiales. Según testigos que él mismo años después no desmintió, tuvo un único comentario piadoso y al borde de la congoja:

–Pero qué negro de mierda...

Simetrías. Casi excesivas simetrías.

Por eso, y tal vez para que se completara aún más la situación analógica, Falucho –contra todo pronóstico– decidió volver, esta vez sí, al oficio y a la playa, como si fuera necesario que alguno de los dos ocupara ese espacio.

“Hay momentos en que se siente que la realidad elige por uno”, le confesaría a Etchenike, y esa vez el veterano sintió que Falucho no mentía; tal vez exageraba, como todos, un poquito. La mística revolucionaria le había copado, entre otras cosas, no sólo la vida sino el discurso. Claro que tal vez lo que había sucedido era mucho más simple y coherente: volvió a la playa porque ese laburo le serviría de natural tapadera al quehacer militante.

Quién sabe. La cuestión es que fueron tiempos muy especiales y conflictivos, esos dos tormentosos años en que el mulato politizado permaneció en la Popular, hasta que la Triple A lo vino a buscar en aparatoso operativo. Etchenike recogió testimonios coincidentes al respecto. Eran cuatro matones –típicos tripulantes de ominosos Falcon– bien urbanos, pero esta vez fuera de su ámbito: con bigotes, mallas y anteojos negros, blancos como la leche, aparecieron en un gomón con motor fuera de borda que salió de la nada, dobló en la punta de la escollera y se vino, al mediodía. Uno llevaba un megáfono pidiendo cancha, otros dos, sendas metralletas en alto; el de atrás, timoneaba. La gente se abrió y los servicios desembarcaron como si fuera una operación comando en las arenas de Guadalcanal.

Tenían informes de radio –un par de coches ahí nomás, en la costanera, seguramente– porque se desplegaron, subieron playa arriba, rodearon la casilla y tras dos gritos formales de intimación, la ametrallaron con cuatro ráfagas exhaustivas. Hubo un tremendo griterío y la consabida desbandada de turistas. No hubo respuesta de fuego.

Cuando abrieron la puertita agujereada encontraron un par de salvavidas inutilizados, la red de vóley llena de agujeros nuevos y al flaco Benítez malherido y en pelotas, con la malla roja en los tobillos y cuatro tiros entre la cadera, el hombro y las piernas. Benítez era un pibe de Claromecó que recién empezaba. Se estaba cambiando cuando lo embocaron. Pero el chico zafó, y Falucho también. Los servicios nunca lo encontraron.

Una leyenda dice que cuando el mulato los vio venir se tiró de panza debajo de la casilla; había espacio suficiente entre el piso de madera y la arena. Otros dicen que ni siquiera estaba en la playa ese mediodía, y que los que debían informar con los walkie talkie desde el veredón lo confundieron con el otro flaco, los dos altos y de malla roja. Es increíble que no tuvieran el dato de la piel. Pero dentro de la lógica de esos enfermos se puede entender: mataban al que encontraran.

Con Etchenike, Falucho no quiso hablar de eso. Apenas dijo que, en su momento, “una advertencia de los compañeros le había permitido tomar recaudos y no caer en manos de una patota de la Triple A”. Eso fue todo.

La tardía investigación del veterano sobre la desaparición del Dudoso Noriega, está dicho, fue un aparente fracaso. Sin embargo, las historias que fueron apareciendo en el camino justifican largamente la energía empleada. Eso debe haber sentido él también, supongo: una historia vale más que mil certezas.

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